RESEÑA
(REVIEW)
(RESENHA)
Moroni, Marisa y Melina Yangilevich. Culturas legales e instituciones de control
social en América Latina: siglos XIX y XX. 1ª ed. Santa Rosa: IEHSOLP
Ediciones, 2024. https://doi.org/10.55778/ts874752673.
Fernando E. Femminini
fernandofemminini@gmail.com - Facultad de Humanidades - Universidad
Nacional de Salta, Avda. Bolivia 5150, Salta (Argentina)
Esta obra colectiva, coordinada por
las historiadoras Marisa Moroni y Melina Yangilevich,
representa un gran aporte para comprender las complejas dinámicas que moldearon
los sistemas jurídicos y las instituciones de control social en América Latina
entre 1850 y 1950. A través de un enfoque interdisciplinario que combina
historia social, estudios culturales y análisis jurídico, el libro da cuenta
cómo los Estados de la región (en pleno proceso de formación) utilizaron el
derecho, la policía y las cárceles como herramientas para consolidar su
autoridad, en medio de tensiones con actores subalternos y realidades locales
heterogéneas. El volumen es resultado de un riguroso trabajo colaborativo,
impulsado por el Workshop Internacional "Justicia, Policía y Cárcel en
América Latina (1850-1950)" (2022), y reúne investigaciones de
especialistas de Argentina, Brasil, Chile, México y Uruguay. Además, se
encuentra organizado en cuatro ejes temáticos, donde recupera aportes de
diversos autores que centran sus estudios en diferentes regiones, mostrando la
diversidad de casos que existen sobre el tema. Su principal virtud radica en
superar las narrativas nacionales para revelar conexiones transnacionales, ya
sea en la circulación de saberes penitenciarios, los modelos policiales
importados de Europa o los debates comunes sobre propiedad, orden público y
castigo.
Los trabajos
reunidos en la primera sección, titulada “La justicia en acción”, ponen
en evidencia que la institucionalización del orden legal en América Latina
entre mediados del siglo XIX y mediados del XX no fue un proceso homogéneo ni
unidireccional, sino el resultado de negociaciones complejas entre el poder
estatal y los actores locales. Víctor Brangier y
Hernán Bacha coinciden en mostrar cómo las
instituciones jurídicas no solo impusieron normas, sino que también debieron
adaptarse a contextos específicos, en los que campesinos, pequeños propietarios
o comunidades rurales se valieron del derecho para disputar y redefinir el acceso
a la tierra o la autoridad judicial. Mientras Brangier
examina cómo los agricultores del Departamento de Caupolicán (Chile) usaron la
figura del “poseedor precario” para defender sus derechos en una zona de
frontera agraria, Bacha muestra cómo en el Territorio
Nacional de La Pampa (Argentina) la justicia letrada se configuró en tensión
con una sociedad civil que exigía representación, seguridad jurídica y
resolución de conflictos frente a un aparato estatal centralizado y escasamente
institucionalizado.
Por su parte,
Marisa Moroni complementa y amplía estas perspectivas al abordar el uso del
aparato judicial no solo como mediador de conflictos de propiedad, sino como un
instrumento activo de represión estatal. Su análisis sobre la Ley de Defensa
Social en La Pampa entre 1919 y 1921 muestra cómo el derecho penal fue
manipulado para criminalizar la protesta obrera y proteger los intereses de las
élites agrarias, prolongando la lógica disciplinaria en un espacio que ya había
sido objeto de una débil institucionalidad judicial. Estos trabajos muestran
cómo las leyes y las instituciones judiciales no operaron como estructuras
neutrales, sino que fueron moldeadas en su aplicación concreta por conflictos
sociales, desigualdades regionales y disputas de poder.
En la segunda
sección, dedicada a la organización policial y vigilancia estatal, los trabajos
de Nicolás Duffau, Pedro Berardi
y Daniel Palma Alvarado dialogan en torno a la conformación histórica de las
instituciones policiales como actores clave en la vigilancia estatal y el
control social, pero también como espacios atravesados por tensiones internas,
conflictos políticos y demandas propias. Duffau
muestra cómo en el Montevideo sitiado de mediados del siglo XIX, la cartografía
se convirtió en una herramienta fundamental para el control urbano,
inscribiendo el poder estatal en el espacio mediante un saber
técnico-administrativo que permitía organizar la ciudad, vigilar la población y
delimitar el territorio según criterios republicanos. En un contexto distinto, Berardi analiza cómo, en la Argentina de la primera mitad
del siglo XX, la policía bonaerense se consolidó como un actor político
autónomo que perfeccionó técnicas de espionaje, fichaje y represión ideológica
para adaptarse a distintos regímenes autoritarios, demostrando una continuidad
en las formas de vigilancia que excede a los gobiernos de turno y produce sus
propias narrativas sobre el "enemigo interno".
En diálogo con
estas perspectivas, el estudio de Palma Alvarado en Chile introduce una
dimensión clave: la agencia de los propios policías, que en los años veinte no
sólo fueron ejecutores del orden, sino también sujetos de conflictividad social
que exigían mejoras laborales y terminaron apoyando activamente el golpe
militar de 1924. Esta paradoja (la de fuerzas encargadas de la represión que
comparten condiciones de precariedad con los sectores vigilados) revela que la
policía no puede ser comprendida únicamente como instrumento del Estado, sino
como institución que condensa tanto el proyecto político de control como las
contradicciones sociales del momento.
En la tercera
sección, titulada “Culturas jurídicas y delitos”, los artículos
analizados revelan cómo los sistemas judiciales latinoamericanos de inicios del
siglo XX fueron espacios atravesados por lógicas de poder que reforzaban
desigualdades estructurales de clase, género y raza. Tanto Calandria como Sedeillán muestran, desde diferentes ángulos, cómo el
derecho penal argentino operó como un mecanismo de control social. En el caso
del infanticidio, se criminalizó la maternidad pobre bajo una lógica
moralizante que subordinaba la ley a la honra; mientras que en los delitos
contra la propiedad, el endurecimiento punitivo afectó sobre todo a sectores
vulnerables como trabajadores domésticos o menores. Ambas autoras coinciden en
que la justicia penal, influida por los prejuicios de época, oscilaba entre la
letra rígida de la ley y su aplicación pragmática, generando espacios donde los
jueces negociaban las tensiones entre norma y contexto social. Por su parte, Vendrame y Trujillo Bretón enriquecen esta perspectiva al
introducir el análisis del racismo, la violencia simbólica y la cultura
popular. En Brasil, el asesinato de Adão Luiz dos Santos evidencia cómo la justicia local operaba en
clave étnico-racial, reproduciendo jerarquías coloniales; mientras que en
México, la figura del “ladrón elegante” pone en escena formas alternativas de
representación del delito, donde la prensa, el mito y la marginalidad entran en
tensión con el discurso jurídico oficial.
Los cuatro
trabajos muestran distintas formas en que el derecho se convirtió en escenario
de disputa por el reconocimiento, el poder y la ciudadanía, compartiendo un
interés por comprender cómo las leyes funcionaron como dispositivos culturales
y políticos que legitimaron exclusiones. El derecho aparece como una tecnología
de poder que no solo castigó, sino que también construyó identidades sociales:
madres indignas, empleados desleales, negros insumisos, criminales románticos.
Estos autores muestran que estudiar la historia penal latinoamericana es
también una forma de desentrañar los cimientos de las desigualdades actuales.
Finalmente, el
eje denominado “La materialidad del castigo estatal”, cuenta con
estudios de Belzunces, Yangilevich,
Silva y Fessler que evidencian cómo el encierro en
América Latina durante los siglos XIX y XX fue una práctica estatal marcada por
la precariedad, la violencia estructural y la reproducción de desigualdades, muy
distante de los ideales reformistas que lo justificaban. Belzunces
muestra cómo el Estado argentino improvisó su aparato de custodia en la cárcel
de Mercedes mediante el reclutamiento forzado de sectores pobres, sin
profesionalización, configurando una institución más cercana a un cuerpo
miliciano que a un espacio de rehabilitación. Yangilevich,
en tanto, expone las condiciones materiales paupérrimas de las cárceles
bonaerenses, revelando que incluso en su fase de “modernización”, los discursos
de corrección chocaban con la realidad de instalaciones insalubres y presos que
negociaban sus condiciones con la autoridad, ejerciendo agencia política en
medio del abandono. Ambos trabajos coinciden en mostrar una distancia
estructural entre el discurso estatal y la práctica penal cotidiana.
Silva y Fessler, por su parte, amplían esta crítica al enfocarse en
las formas de vida dentro de las instituciones punitivas y educativas. Silva
recupera la voz de los reclusos en cárceles del siglo XX, quienes, a pesar del
régimen violento y arbitrario, lograron construir redes de solidaridad,
lenguajes propios y prácticas de resistencia, desnaturalizando la imagen del
preso pasivo. Fessler, desde Uruguay, evidencia el
fracaso de la Colonia Educacional de Varones como proyecto pedagógico
alternativo, transformada en un espacio de abuso que terminó replicando la
lógica penitenciaria que pretendía superar. Ambos subrayan cómo la experiencia
del encierro fue una extensión del orden social desigual, donde el castigo
funcionó más como dispositivo de control y exclusión que como herramienta de
reintegración.
En general, el
libro “Culturas legales e instituciones de control social en América Latina”
ofrece un enfoque teórico y metodológico innovador para analizar la expansión
del poder estatal y las formas de control social en la región. Al retomar
conceptos como la “infraestructura del Estado”, los autores muestran cómo las
instituciones legales no solo impusieron normas, sino que también fueron
moldeadas por las resistencias y negociaciones de actores subalternos como
presos, policías y comunidades rurales. El texto resalta la circulación
transnacional de ideas criminológicas, como las conexiones entre Argentina y
México, y combina estudios de caso detallados con fuentes diversas (prensa,
expedientes judiciales, planos urbanos y objetos materiales), permitiendo una
reconstrucción compleja y localizada de los mecanismos de control en distintos
contextos históricos.
El libro
representa así un aporte significativo para comprender los orígenes históricos
de fenómenos como la violencia policial o las crisis penitenciarias. También
desafía visiones monolíticas del Estado al presentarlo como una entidad
fragmentada y en disputa, y destaca las múltiples formas de agencia y
resistencia desplegadas por los sectores populares.