DISPUTAS
Y TENSIONES EN TORNO DE LA ADMINISTRACIÓN
DE LAS
PRÁCTICAS FÚNEBRES A FINES DEL SIGLO XIX,
MENDOZA, ARGENTINA
DISPUTE AND TENSION AROUND THE ADMINISTRATION
OF FUNERAL PRACTICES AT THE END
OF NINETEENTH CENTURY, MENDOZA, ARGENTINA
Rosana
Aguerregaray Castiglione
INCIHUSA, CCT-Mendoza, CONICET
rosanaaguerregaray@gmail.com
Fecha de ingreso: 30/08/16
Fecha de aceptación: 16/11/17
Resumen
El presente
trabajo indaga en las tensiones entre actores del ámbito estatal mendocino y de
la diócesis suscitadas a partir de la sanción de un conjunto de normativas que
buscaron gestionar y regular ciertos espacios y prácticas fúnebres. A fines del
siglo XIX, el Estado provincial, acorde con una estructura moderna, comenzó a
intervenir sobre instituciones y a cumplir funciones que hasta ese momento
habían estado en manos de diferentes actores del ámbito eclesiástico, lo que
generó ciertas querellas entre los diversos agentes que se disputaban la
gestión de la muerte. De este modo, se observa que a medida que el poder civil
se fue consolidando en sus estructuras y dispositivos, fue avanzado el proceso
de laicización, en especial en aquellos sitios vinculados al espacio público,
mientras que iba confiriendo a la muerte católica un ámbito más privado, recluyéndola
en la esfera casi íntima. Para realizar esta labor se analiza -desde una
perspectiva histórica y cultural- una serie de ordenanzas, reglamentos y leyes
estatales, además, de documentos y notas periodísticas de la época.
Palabras claves: Muerte, Querellas, Mendoza, Catolicismo, Laicidad
Abstract
This paper explores
the tensions between Mendoza state actors and the
diocese raised from
the sanction of a set of regulations that sought to control and regulate
certain spaces and funeral practices.. In the late nineteenth century, the
State of the Mendoza province, in line with a modern structure, began to
intervene on institutions and perform functions that had been in the hands of
different actors from the ecclesiastical sphere, what generated certain
quarrels among the various agents disputing the management of death. Thus, it is observed that as the civil power was consolidating
in its structures and devices, the process of secularization of death advanced
especially in those sites linked to the public space, while the Catholic death was
situated in the private scope, confined to an almost intimate sphere. In order
to carry out this work, we analyze -from a historical and cultural perspective-
a series of ordinances, regulations and state-laws, as well as documents and
newspaper reports from that time.
Keys Word: Death, Quarrels, Mendoza, Catholicism, Secularity
Introducción
A fines del
siglo XIX, el Estado provincial y las municipalidades como sucedáneas suyas sancionaron
una serie de normativas que determinaban cuestiones referentes a la
administración de los cementerios públicos y sus dependencias, a los requisitos
legales para efectuar las inhumaciones y exhumaciones, a la regulación de
ciertas prácticas católicas, y a la creación y puesta en marcha del Registro Civil.
A partir de ello, nuestro objetivo es analizar las posibles tensiones entre agentes
del ámbito estatal mendocino y de la institución eclesiástica local que se
generaron a partir de la sanción de estas disposiciones que buscaron regular
las instituciones y los ritos vinculados a la muerte.
De este
modo, el organismo estatal comenzó a tomar medidas
en el marco de una política que intentaba controlar las cuestiones legales relacionadas
a la muerte y que hasta el momento habían sido dominio del poder eclesiástico.
No obstante, los diferentes agentes consideraban que la muerte formaba parte
del territorio religioso, por el contrario la cuestión giraba en torno de quien
debía gestionar ese aspecto. Por esto, partimos del supuesto de que estas
normativas buscaron controlar los espacios de inhumación y los procedimientos legales
para abordar las defunciones, así como también, ciertas prácticas fúnebres -aunque
ello no implicaba desproveer a la muerte de su halo religioso- lo que provocó ciertas
fricciones con agentes de la institución eclesiástica, quienes perdían
progresivamente su poder y potestad sobre estos aspectos.
Para
llevar a cabo el trabajo utilizamos un corpus documental que está integrado por
leyes, decretos, reglamentos y documentos de la época pertenecientes al Archivo
General de la Provincia de Mendoza y al Archivo Diocesano de Mendoza. Además, se
emplean notas de la prensa local, publicadas principalmente en El
Constitucional[1]
y otras en Los Andes[2]
y La Palabra[3],
siendo una voz sustancial en las discusiones entre el poder estatal y
religioso.
Este
artículo se encuentra organizado en dos apartados, el primero, hace referencia
a la construcción política e institucional del Estado provincial y su vinculación
con la Iglesia católica. El segundo, se centra en los conflictos que se
generaron entre los diferentes agentes pertenecientes al campo civil y
religioso a partir de la sanción de una serie de normativas estatales que
buscaron regular los cementerios y algunas prácticas fúnebres.
Organización político-
institucional del Estado provincial
Durante la segunda mitad del siglo XIX
el ejercicio del poder político, tanto a nivel provincial como nacional, se
complejizó y se transformó en un conjunto de normas e instituciones nuevas[4].
En 1852, la batalla de Caseros dio fin a la “pax rosista” y
sentó las bases institucionales y, así, comenzó un proceso político que combinó
características de las viejas estructuras de dominio con una nueva legalidad
institucional, siendo una de las principales preocupaciones la construcción del
orden político y los vínculos entre los gobiernos provinciales y el poder
central. A partir de ese momento el país tuvo un desarrollo económico y social sin
precedentes[5].
De este modo, desde la batalla de
Caseros hasta la federalización de la ciudad de Buenos Aires (1880) se asentó
la unidad política. Las alianzas entre el gobierno nacional y las oligarquías
provinciales forjaron y fortalecieron un régimen político que se mantuvo sin
grandes modificaciones hasta 1916, dando como resultado “la materialización
del Estado federal”[6].
Así, durante este lapso los poderes se interrelacionaron, no sin conflictos, y
se desarrollaron mecanismos de control que permitieron un “efectivo
dominio en el plano nacional”[7].
Pero además, estos gobiernos denominados oligárquicos[8]
promovieron en Mendoza un nuevo desarrollo vitivinícola y buscaron la
consolidación de un modelo agrícola industrial que terminó por favorecer a los
grandes bodegueros y no al resto del sector productivo. En este sentido, se
puede afirmar que las esferas política y económica estaban estrechamente
ligadas, y el poder servía para mantener las relaciones económicas y sociales[9].
Esto en un contexto nacional en donde el país quedaba integrado en un mercado
mundial por medio de los bienes primarios exportables, dando un crecimiento sin
precedentes, aunque ello implicaba una desigualdad en la integración de las
diferentes regiones, sectores y grupos sociales al panorama económico[10].
Luego de la mencionada batalla, no hubo
en la provincia grandes enfrentamientos entre los federales y vencedores de
Rosas, por el contario, integrantes de ambas fracciones ocuparon los
principales cargos políticos; no obstante, esta situación se dio hasta Cepeda
(1859), cuando comenzó una sucesión de tensiones. El año 1861, en este sentido,
fue clave en la historia de la provincia, ya que se dieron una serie de
acontecimientos que marcaron su desarrollo posterior. Por un lado, Mendoza
sufrió unade las mayores catástrofes naturales, un terremoto en el que murió un
tercio de la población, y por el otro, la batalla de Pavón (1861) generó una
oportunidad para que “nuevos” políticos estrecharan sus vínculos con el poder
central. De este modo, fue electo como gobernador de la provincia Luis Molina
(1862-1863) por medio de una acción cooptativa entre los grupos liberales y el
gobierno nacional[11].
Durante su mandato, relevó de su cargo a los entonces subdelegados de campaña y
colocó personas allegadas a él para obtener un mayor control político sobre los
departamentos, ya que estos eran quienes vigilaban el territorio.
De esta forma, “esta
efectiva articulación territorial del poder centralizada en el gobernador logró
prevalecer después de creadas las municipalidades, que quedaron sujetas al
control de los Subdelegados”, en el año 1868[12].
Así, buscaron una organización institucional basada en la “ley de municipalidades,
reforma electoral, organización de guardias nacionales, responsabilidad de los
funcionarios, política impositiva, instrucción primaria y libertad de imprenta”[13].
Según Bragoni, el proceso de
centralización política fue una conjunción de normas, instituciones y actores
tanto provinciales como nacionales. Esta transformación no sólo tuvo como
protagonistas a los grupos políticos locales ubicados en la cúspide del poder
sino también aquellos sujetos que no pertenecían a dicho círculo. De tal modo,
el Estado nacional “no parece ser producto
entonces de progresivas y simultáneas penetraciones en las provincias, sino que
el proceso de centralización del poder resultó tributario de las dinámicas
convergentes: la provincial y la nacional”[14]
y, a su vez, edificado sobre la base de modelos de autoridad y de gobiernos ya
existentes[15].
Un elemento fundamental de esta
organización política e institucional había sido el dictado de la Constitución
Nacional en 1853 y la provincial en 1854. En esta se determinó que “el alcance y el fundamento [del] poder constituyente […] cumplía su
cometido en ejercicio de la soberanía provincial no delegada expresamente a las
autoridades de la Confederación”[16].
En 1894 se produjo la primera reforma, siendo uno de los objetivos principales
la constitución de un
mejor gobierno
de todos y para todos [, en busca de] afianzar la justicia, consolidar la paz
interna, proveer el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad
para el pueblo y para los demás hombres que quieran habitar su suelo, invocando
la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia[17].
La forma de gobierno de las provincias
debía constituirse bajo el sistema republicano, representativo y federal.
También se establecía la división de poderes en órganos y, a partir de 1900, se
determinó que los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial no podían “arrogarse facultades que no estén diferidas por esta Constitución, ni
delegar las que correspondan”[18].
Cada poder tenía sus particularidades, variando en número de integrantes y en
sus atribuciones.
Además, la Constitución Nacional
pautaba que debía instituirse el régimen municipal “como una de
las condiciones para que el gobierno federal les garantizara “el goce y
ejercicio de sus instituciones”[19],
no obstante, Mendoza fue una de las provincias que más tarde organizó su administración
municipal por diversos factores[20].
Se determinaba una nueva forma de organización que tendía a la
descentralización del poder provincial, otorgando al pueblo la elección de los
miembros municipales y delimitando un conjunto de rentas que estas debían
administrar. Sin embargo, en su proyecto, Alberdi acotó las actividades de esta
institución al ámbito administrativo, excluyéndola de la esfera política, y
estableciendo la jerarquía de agentes del Ejecutivo a cargo de la policía de
seguridad, lo que implicaba una disminución de la autonomía de las
municipalidades, de este modo, según Sanjurjo se instituyó una “autonomía limitada”[21].
Por su parte, la Constitución
provincial dispuso la división territorial de Mendoza en departamentos,
instalando en cada uno una municipalidad. Además, determinó las condiciones que
se requerían para ser miembro de esta institución, sus atribuciones, recursos y
bienes con los cuales contaría. Estableció que sus atribuciones serían
encargarse de las “escuelas primarias, los establecimientos de
beneficencia, la policía de salubridad y ornato, la distribución de aguas y la
justicia ordinaria de primera instancia”[22].
Estas disposiciones debían cumplirse en un plazo mayor a tres años, no
obstante, recién en 1868 se sancionó la ley de municipalidades y se estableció
la primera, la de Ciudad.Sin embargo, tuvieron serios problemas para funcionar,
siendo uno de ellos la falta de fondos que conllevó a un déficit continúo en
las finanzas[23].
Según García Garino, desde el primer
proyecto de ley hubo diferencias entre la municipalidad de Ciudad y las de
campaña, no sólo por los recursos económicos y políticos con los que contaba
sino también porque era centro de autoridades y de decisiones, mientras que las
departamentales no se encontraban sujetas a su control. Además, “gozó de mayor autonomía, ya que ella elegía a su presidente de entre
sus miembros. Por el contrario, las municipalidades de campaña en general
fueron subordinadas al subdelegado del departamento”[24].
La mencionada ley de municipalidades
pautaba que la de Ciudad estaría integrada por tres comisiones: Seguridad,
Higiene y Educación, y Obras Públicas. En el caso, de la segunda dependencia
tenía como función “la limpieza de calles,
alumbrado público, desinfección del aire y agua, propagación de la vacuna,
conservación de los hospitales y cementerios”[25],
etc. Además, determinaba el establecimiento de una oficina de registro civil “que diera cuenta de los nacimientos, defunciones, casamientos y otros
aspectos de la población en general”[26].
En síntesis, la conformación del Estado
moderno implicó establecer una red compleja, en donde se articuló un conjunto
de nuevos dispositivos, instituciones y normas, como la Constitución nacional y
provincial junto con la división de poderes y la creación de las
municipalidades. A estos organismos se les atribuyó diferentes funciones y
tareas, como en el caso de esta última institución que tuvo bajo su cuidado y vigilancia la higiene y ornato de la
ciudad y del cementerio público, la reglamentación de los modos de inhumación,
la profilaxis de las enfermedades infectocontagiosas, entre otras cuestiones.
Así, las elites gobernantes desarrollaron un “proyector civilizatorio”
-asentado en la trilogía Orden, Control y Progreso[27]-, siendo la
higiene social uno de sus componentes estructurales. De este modo, la
institución estatal -a medida que se fue consolidando- fue asumiendo los compromisos vinculados a la salud pública que
anteriormente habían estado depositados en la filantropía y las instituciones
religiosas[28].
De tal forma, en el segundo apartado
veremos algunos de los dispositivos desarrollados por el poder estatal para
regular y controlar ciertas prácticas mortuorias de la población, y que se
desplegaron en la ciudad de Mendoza y en el resto del actual Área Metropolitana
(departamentos de Las Heras, Guaymallén, Godoy Cruz, Luján de Cuyo y Maipú).
Estos provocaron ciertas tensiones con miembros del poder eclesiástico.
El Estado y su vínculo con la Iglesia católica[29]
Mendoza
junto con San Luis y San Juan formaban parte de la diócesis de Cuyo, la cual
había sido creada en 1834, dependiendo de Charcas y teniendo como sede del
obispado la ciudad de San Juan[30].
Al poco tiempo la provincia comenzó a gestionar un proyecto para obtener esta
jerarquía, no obstante, fue denegado y se dispuso la asignación de un obispo
auxiliar[31].
Ello se debía a que los gobernantes de San Juan despertaban una mayor confianza
en la Santa Sede, ya que los dirigentes mendocinos habían abolido los diezmos e
incorporada al erario todas las rentas eclesiásticas[32].
La
Constitución provincial de 1854 adoptó y sostuvo como religión el catolicismo,
y otorgó el derecho de profesar libremente el culto. Estas ideas fueron
sostenidas en la reforma de 1894/5 y 1900, agregándose la “inviolabilidad
del derecho que todo hombre tiene para rendir culto a Dios, Libre y
públicamente, según los dictados de su conciencia y sin más restricciones que
las prescriptas por la moral y el orden público”[33].
Según Di Stefano y Zanatta, el proceso
de modernizaciónque atravesó el territorio nacional trajo aparejado una serie
de cambios (crecimiento demográfico, revolución productiva y de transportes,
innovaciones tecnológicas) que influyeron sobre la vida social. Esto introdujo de
forma progresiva nuevas ideas y diversos estilos de vida, al diferenciar las
actividades y expectativas de los sujetos y cambiar las escalas de valores y concepciones
de la autoridad y de la jerarquía social. De este modo, consideran que el
Estado fue adquiriendo nuevas funciones “a la par que se iba
conformando una arena pública y una sociedad civil con perfil autónomo”[34],
lo que llevó a la transformación del vínculo entre el Estado y la Iglesia,
repercutiendo en el orden social y cultural de la sociedad de la época[35].
Durante el periodo comprendido entre
1870 y 1890 la elite comenzó a plantear que el Estado debía adoptar una postura
neutral en materia religiosa. Esta situación trajo problemas con la Iglesia,
provocando un enfrentamiento entre ambas instituciones, que también atravesaban
un proceso de configuración[36].Aun
así, la elite liberal le asignaba una función “civilizatoria
a la Iglesia, que, a la par de la escuela y el ejército, habría de sostener la
obra pedagógica del Estado”, basada en la “enseñanza
de los valores cristianos, las modernas virtudes cívicas y el patriotismo entre
los ciudadanos”[37].
Sin embargo, la Iglesia no consideró apoyar dicha iniciativa, ya que según
ella, era el Estado el que perdía su legitimidad y el ejercicio de su soberanía
debido a que, gracias a ella, poseía una mayor influencia en los diversos
sectores de la sociedad[38].
Estas idas y venidas en las relaciones
entre el Estado y la Iglesia -que a su vez atravesaba un proceso de
transformación- desembocaron, finalmente, en la sanción de las leyes laicas: la
promulgación de la ley de educación, la creación del registro civil (1882-1884)
y el establecimiento del matrimonio civil (1888)[39].
De este modo, el aparato estatal comenzó a tomar el control de algunas
instituciones y funciones anteriormente sujetas a la órbita religiosa.
Posteriormente, comenzó un
debilitamiento del empuje laicista y los sectores anticlericales más duros empezaron
a referirse a una ola negra y una invasión clerical que el poder político
toleraba e incluso alentaba[40].
Si bien la Iglesia no pudo impedir la sanción de las leyes laicas, a principios
del siglo XX logró imponerse de forma más eficaz en la sociedad (un ejemplo de
ello fue el logro del veto a la ley de divorcio) y, de esta forma, limitar los
alcances del laicismo[41],
confirmando su presencia en espacios públicos, divulgando su imagen como
religión de Estado y proclamando la idea de una sociedad y nación católica.
Todo esto con cierta resistencia de los sectores que sostenían la laicidad[42].
Durante la década de 1890, según Di
Stefano, se produjo un pacto laico en donde tanto el Estado como la Iglesia
tomaron conciencia de la “imposibilidad de extender
sin el concurso del otro sus respectivas influencias sobre una sociedad en
rápido proceso de cambio”[43]. Hubo un acercamiento entre ambas instituciones, en el que
la Iglesia aceptó los cambios introducidos por las leyes laicas y el Estado
reconoció a esta como hegemónica en el campo religioso. Este último tomó
conciencia de que no podía nacionalizar una población tan heterogénea ni
tampoco ofrecerles educación ni salud por igual, por lo que era necesaria la
intervención de la institución religiosa. Mientras que la Iglesia asumió que no
podía efectuar su misión sin el apoyo económico del Estado[44].
En este sentido, no se produjo una
ruptura entre la Iglesia y el Estado. Ambas fueron instituciones de derecho
público, lo que implicó la desigualdad de cultos y el reconocimiento del
catolicismo como religión “cuasi oficial”, a pesar de que no fuera expresado su
carácter oficial en la Constitución de 1853. De este modo, “no hay
política de Estado de corte liberal en materia religiosa, porque los sucesivos
elencos gobernantes […] no las varían en cuanto a la concepción del derecho de
patronato como rasgo inherente a la soberanía”[45].
No obstante, el Estado debió enfrentar
los cambios que trajo aparejada la inmigración de masas y la diversidad de
cultos, la modernización de la economía y la administración, aunque, esto no
implicó la no intervención de la Iglesia. De este modo, durante fines del siglo
XIX y las tres primeras décadas del XX se produjo una profunda maduración del
catolicismo argentino. La Iglesia logró consolidar su estructura jerárquica y
organizativa, y el adoctrinamiento asumió contornos más claros y coherentes, lo
que le permitió nuevamente influir sobre la marcha de la vida política, social
e intelectual del país[46].
La muerte en disputa: cementerios y prácticas fúnebres
Administración de los cementerios
públicos
En el
año 1828 el entonces gobernador de la provincia, Juan Corvalán, sancionó la ley
de cementerios públicos que establecía que estos establecimientos debían
construirse en las afueras de la ciudad y se prohibía el entierro en el
interior de las iglesias y sus cercanías. De este modo, todos los cadáveres
debían ser sepultados en los cementerios sin distinción de “claces,
fueros, privilegios, usos ni costumbres (sic)”, pues debían albergar
a todos los ciudadanos por igual. Además, determinaba que en el interior se
realizaría la edificación de una capilla y una habitación para el capellán, de
esa forma, en cada curato habría un capellán encargado de los oficios de
sepultura, aunque su ausencia no debía ser motivo para que no se efectuaran las
sepulturas[47].
Por lo tanto, era el Gobierno quien fijaba el reglamento, así como también, el
precio que se debía solventar para ser enterrado. De hecho, el cuidado del
espacio y los ingresos quedaban en manos de la Policía[48].
En el
año 1843, el gobernador Félix Aldao dictó un decreto en el cual establecía que
se conformaría una comisión integrada por ciudadanos distinguidos y el cura y
vicario Jorge Corvalán para que realizaran el reglamento sobre todo aquello que
“sea útil y conducente al buen orden, sostenimiento
y estabilidad” del cementerio de Ciudad, luego lo deberían presentar
al Gobierno para su correspondiente aprobación[49].
Posteriormente,
el 30 de diciembre de 1845, se dictó el reglamento del mencionado cementerio
que pautaba cuestiones vinculadas a las funciones de los empleados, conducción
e inhumación de los cadáveres y condiciones de la sepultura. En relación al
primer artículo, establecía que el administrador debía exigir la presentación
del boleto de sepultura. Este documento sería otorgado por el cura de Ciudad y
contendría los siguientes datos: nombre, sexo, edad, estado y causa de muerte,
y los derechos obtenidos serían divididos entre el párroco y el administrador.
Además, el encargado revisaría los libros de asiento-realizados por el capellán-
y llevaría un libro de entradas, detallando los ingresos por los derechos de
sepultura y la conducción de cadáveres. Luego, este sería remitido al jefe de
policía para su control y su entrega al Gobierno[50].
En
relación, a las funciones del capellán, establecía que debía asistir al
cementerio todos los días con el fin de inhumar a los cadáveres y rezar los
oficios correspondientes. El cuerpo sería colocado en el depósito, sin distinción
de clase, “ni de persona” y desde allí, sería
trasladado al lugar de sepultura junto con el religioso, quien realizará el
rito pautado. El mencionado empleado debía asentar la defunción en el libro de
partida y colocar los siguientes datos: sexo, estado -soltero, casado, viudo-,
color y origen -libre o esclavo-que serían otorgados por los allegados al
difunto.
Asimismo,
era función del capellán cuidar que los deudos “guarden el
mayor decoro” en la sala de depósito y en el cementerio y, en
especial, en la celebración de las ceremonias y en el “acto
relijioso de sepultura (sic)”. También sería obligación dar misa en
sufragio por el alma de los difuntos y rezar todas las noches el rosario y un
responso con los fieles que asistieran a la capilla. Debía autorizar el pedido
de disecación y de exhumación de un cadáver en el caso de que un juez lo
solicitara, debiendo ser llevado a un sitio profano del establecimiento. En
cuanto a las restricciones, tenía prohibido dar sepultura antes de las 24 horas
de declarado muerto y pasado el Ave María. Tenía vetado depositar los cuerpos
en la iglesia (ya que estos debían ir a la sala de depósito como se mencionó) y
dar alguna clase de solemnidad al oficio de sepultura. Tampoco podía cantar en
ella misas solemnes de réquiem ni
de vigilia, a excepción de que fuese autorizado por el cura de Ciudad.
Por su
parte, el sepulturero debía residir en el establecimiento para conservar el
orden e informar al administrador los entierros realizados, la clase de
sepultura seleccionada y los incidentes ocurridos. Además, le correspondía
cuidar el aseo y prohibir el ingreso de carruajes y de personas a caballo.
Debía sepultar los cadáveres una vez efectuadas las ceremonias religiosas
prescriptas en el presente reglamento.
Por
otra parte, la normativa establecía que el establecimiento contaría con un
carro fúnebre de primera clase que costaría un peso y otro de segunda que valdría
cuatro reales. Estos coches debían retirar los cadáveres de la casa mortuoria y
en caso de ser inaccesible el sitio, el administrador acordaría un lugar con
los deudos para que los restos fueran recogidos y conducidos al establecimiento.
Otro
artículo disponía la jerarquización del cementerio, de este modo, los costados
oeste y norte serían destinados al entierro de los pobres de solemnidad,
mientras que el resto de las parcelas serían vendidas a la población que
deseara comprarlas. Se consignarían determinados sitios para aquellos sujetos
que hubiesen desempeñado cargos públicos y políticos, como gobernadores,
representantes, camaristas y que murieron en su ejercicio, y también aquellos
individuos que por sus virtudes y servicios fueron relevantes para la Patria.
Las ganancias obtenidas de los entierros más las obvenciones parroquiales y la
prestación de los carros fúnebres serían destinadas al pago de los empleados, al
mantenimiento y a las refacciones que se realizaran en el establecimiento.
En
enero de 1846, la Legislatura dictó la resolución aprobando el establecimiento
del cementerio de Ciudad (ley de 1828) y su reglamento (1845), y pautando que
serían reembolsados a la policía los gastos que había ocasionado su
construcción[51].
Unos meses después, el 20 de julio de 1846, el entonces gobernador Pedro
Pascual Segura manifestaba que:
habiéndose concluido del todo el Cementerio de Ciudad, en cumplimiento
de la ley de 5 de julio de 1828 […]; sintiéndose cada dia por el aumento de
progresivo de la poblacion, la necesidad
y utilidad de un establecimiento semejante, que ha sido retenido hasta aquí por
el imperio de las circunstancias; y siendo él conforme á las leyes
asijenereales, como de la Provincia, fundadas en consideraciones de policía y salubridad
pública, y en armonía con el principio relijioso y la costumbre de los pueblos
civilizados, el Gobernador ha acordado y decreta [52]
que desde el 1 de agosto se
encontraría prohibido inhumar los cadáveres en los “Templos,
Sementerios y Capillas (sic)”[53]
del curato de Ciudad, siendo obligatorio los entierros en el cementerio.
Además, manifestaba que el cura y vicario junto con el poder Ejecutivo
determinarían el día en el que se realizaría la consagración del “referido establecimiento Religioso”[54].
Por otra parte, aclaraba que el Jefe de Policía quedaría encargado de la ejecución
del presente decreto.
Este
traslado “no implicaba necesariamente la pérdida de control [por
parte de la Iglesia]sobre la ritualidad de la muerte, aunque sí un
desplazamiento de parte de la escena de los oficios”[55].
Tal como considera Martínez de Sánchez para el caso cordobés, el traslado del
cementerio no implicó que la muerte se introdujera a un ámbito laico sino que
era transferida de un espacio urbano a uno semiurbano “pero
también consagrado y a cargo de la Iglesia”[56],
previniendo generalmente en estos una capilla para realizar los ritos que un
funeral católico requería[57].
Sin embargo, ello provocaría una desarticulación de la parafernalia de los
ritos fúnebres barrocos, ya que se alejaba a los muertos de la cotidianidad de
la población[58].
No
obstante, fue una pérdida de un dispositivo de control para un determinado
sector de la Iglesia, ya que las órdenes menoscababan el dominio sobre la
gestión de ciertos ritos y, en especial, de la práctica de inhumar en el
interior de las iglesias o espacios aledaños. Sin embargo, el clero secular,
monopolizaba, al menos por un tiempo, la administración de la muerte a través
de la expedición de los boletos de sepultura y del control en las cuestiones
religiosas del capellán. Esto respondía a un proceso que se venía gestando
desde el siglo XVIII, en el que el clero secular se fortalecía, cuantitativa y
cualitativamente, mientras que las órdenes decaían en los obispados[59].Según
Ayrolo, en Buenos Aires y Córdoba esto se consolidó tras la revolución, siendo
el clero el “motor indiscutido del proceso de construcción del nuevo edificio
político-administrativo” tras la caída del Directorio en 1820[60].
Los requisitos del “buen morir”: sepultura eclesiástica y ceremonias
religiosas
Tal
como se mencionó, en 1845 se sancionó el primer reglamento que regulaba el cementerio
público de Ciudad. Entre otras cuestiones, establecía que el administrador del
establecimiento debía exigir la presentación del boleto de sepultura, el cual
sería otorgado por el cura de la Ciudad, siendo las remuneraciones obtenidas divididas
entre el párroco y el administrador[61].
Previa
a esta disposición, en 1842, el cura aprovechaba el pedido del gobernador de
que habilitase un nuevo sector del cementerio de Ciudad para exponer sus
quejas, de este modo, manifestaba que en el establecimiento se enterraba sin
precedente certificación. El religioso consideraba que esta situación
ocasionaba graves inconvenientes al no poder registrarse la partida de
defunción; en virtud de ello, se le pedía al Ejecutivo que tomase cartas en el
asunto exigiendo al sepulturero o al encargado que cumpliera con esa normativa[62].
No obstante, una década después el problema continuaba, pues el cura solicitaba
nuevamente que no fueran aceptados los cadáveres que no presentaran el boleto, “no solo con el objeto de asegurar de este modo el Derecho que debe
satisfacérsele [a la curia], sino tambien para que se ponga a debida constancia
y asiento en el Libro correspondiente de mortalidad (sic)”. Pero,
además, exigía que este no fuera expedido por la policía ni por ningún otro
organismo, “salvo algún caso raro estraoridinario y sumamente
urjente, debiendo sin embargo en este ocurrirse á la mayor brevedad posible al
párroco para que expida su licencia, y se practiquen las demas […] diligencias
(sic)”[63].
Sin
embargo, no sólo la curia ponía sus quejas frente a esta situación sino también
las autoridades civiles. De este modo, en 1862, el jefe de la policía
manifestaba que el cementerio había sido refaccionado con dinero de esta
institución, no obstante, no cobraba los derechos de sepultura
correspondientes, “mientras que el Sor. Cura que nada ha
hecho, para reavilitar el Sementerio, [lo] cobra […] (sic)”[64].
Frente a ello, el jefe solicitaba que la policía se encargara de recaudar dicho
impuesto, llevando un libro con las entradas y los gastos del establecimiento “hasta que fuese esto arreglado de un modo conveniente”[65].
A ello
se sumaba que también la inspección caritativa del hospital San Antonio-integrada
por miembros de la Sociedad de Beneficencia[66]-
le solicitaba al ministro de gobierno que el boleto de los cadáveres
provenientes de esta institución fuera expedido por el capellán y no por el
cura. Esto se debía a que en numerosas ocasiones no se lo había encontrado, no
pudiendo efectuarse los entierros y conservándose los cuerpos en estado
putrefacto en el sanatorio, incluso en un caso, se llegó al extremo de inhumar “sin el permiso del cura”[67].
Un año después, Carmen Zapata de Corvalán, integrante de la comisión, se
dirigió nuevamente a dicha autoridad
á fin de evitar que, tenga lugar el acto desagradable de negar
sepultura convenientemente a las q fallecen fuera del seno de la comunión
católica, ya sea por pertenecer a otra religión, o por negarse a practicar los
actos q, aquella prescribe deben verificarse en los últimos instantes de la
vida [68].
A raíz
de esto, ponía de manifiesto que el capellán del hospital se había negado a
firmar el boleto de defunción[69],
ya que el moribundo no había querido confesarse ni comulgar, lo que llevó a que
posteriormente el cadáver no fuera aceptado en el cementerio. Aunque, ello no
implicó, tal como menciona León León[70]
para el caso de Chile, que se produjeran ciertas anomalías, enterrándose
sujetos que no habían recibido los sacramentos ya que no había establecimiento
destinado para tal fin. Sin embargo, se le suplicó al capellán
tubiere bien allanar la dificultad q. habrá puesto haciéndole presentar
además la recomendación hecha por el Gobierno Gral. De la Nacion a los
Gobiernos de la Provincia para q. en los cementerios de estas se hiciesen las
divisiones convenientes para dar sepultura a todos los q. falleciesen fuera de
la comunión católica, evitando asi reclamaciones extranjeras i competencias
eclesastico relijiosas. El Sor. Capellan se digno acceder a esa suplica por
esta vez i exije a la comicion recabe del Exemo. Gobierno la disposición
correspondiente para lo sucesivo [71].
Empero,
el eclesiástico expresó su opinión respecto del suceso; de este modo, manifestó
que la sepultura eclesiástica formaba parte de la comunión cristiana, la cual
dura después de la muerte, por cuya razón se niega aquella á los que en
vida estaban fuera de la comunion dicha y fallecen en tal estado […] á todo el
que obstinadamente muere sin quererse confesar […] y si alguno de estos fuese
enterrado en sagrado, debe desenterrarse, porque [estaría] violando el
Cementerio, siendo necesario extraer el tal cadáver y volviendo á bendecir de
nuevo, lo que se llama reconciliar [72].
Por
ello, en numerosas ocasiones, el religioso le había expresado al moribundo la
importancia de la extremaunción y la confesión aunque este no le había dado
importancia[73].
De tal modo, se creía que estos sacramentos vinculados al acto de morir
constituían posibilidades reales para la salvación, ya que facilitaban el
tránsito hacia el más allá y matizaban una mala vida[74].
Sin
embargo, este tipo de disputa entre el ámbito religioso y médico-político por
el alma del enfermo continuaron a lo largo del siglo XX. En algunos hospitales
de la provincia y en especial, en aquellos en donde el cuerpo de enfermeros
estaba constituido principalmente por religiosas, estos hostigaban a los
moribundos que no querían confesarse o tomar los últimos sacramentos católicos.
De este modo, la prensa denunciaba que en los sanatorios “lo menos
que debe interesar […] es saber de que religión” son los enfermos y
además, manifestaba que “la libertad de culto, que
es un hecho en nuestro país, no tiene porqué dejar de alcanzar a los hospitales
(sic)”, pero expresaba que ninguno sujeto había sido obligado a
tomar los sacramentos[75].
Esta situación no sólo sucedía en Mendoza, sino también en Buenos Aires, en
donde
el poder tradicional de las hermanas de caridad- hacia los años veinte
en franca competencia con los enfermeros y enfermeras laicos- se enfrentaba a los
esfuerzos de los diversos sectores médicos y políticos interesados en gestionar
la gestión hospitalaria prescindiendo de las religiosas[76].
A fines
del siglo XIX y despuntando el siglo XX algunos profesionales buscaron
desvincular la asistencia médica de sus relaciones con la Iglesia y con la
beneficencia, lo que implicaba “romper una tradición ya
que estaban a favor de instituciones seculares y de un nuevo modelo
asistencial, más articulado, menos disperso y oneroso y, por ende, más eficaz”[77].
De este modo, en el Estado comenzó a gestarse la idea de este como una
institución social, “obligada y responsable de
la protección y el bienestar de la población”, por lo que comenzaron
a crearse entes e incorporarse especialistas “lanzados a
producir políticas específicas que debían permitir dejar en el pasado a la
filantropía y la caridad particular y limitar las atribuciones de las
instituciones religiosas”[78].
Sin embargo, continuaron ambas modalidades, la asistencia social pública y la
beneficencia de tendencia católica[79].
Pero no
sólo se prohibía sepultura eclesiástica a aquellos que habían fallecido sin los
sacramentos sino también a aquellos sujetos que habían vivido fuera de los
preceptos del catolicismo. Así, por ejemplo, en la villa de Maipú, el
vicepárroco se había negado a dar sepultura a una vecina por haber sido
prostituta y “amancebada, que era pública voseaba,
escandalosa y peleadora en las pulperías”[80],
y a ello se sumaba que hubiera fallecido en brazos de su amante. Según el
religioso, esta disposición era pautada en el derecho canónico, en el cual se
determinaba que no se daría “sepultura eclesiástica
[…] a los asecinos, salteadores, blasfemos, usureros, concubinarios”,
así como tampoco a los judíos, infieles, herejes, excomulgados, suicidas, más
si tales “delitos eran [de carácter] público” y
los sujetos hubieran fallecido “sin dar señales de
penitencia; y tanto mas si [murieron] inflaganti delito (sic)”[81].
De tal forma, aún en los cementerios públicos continuaba la exclusión de una
sepultura eclesiástica, lo que constituía un dispositivo más de control y de
imposición de recursos por parte de los clérigos[82].
Tal
como se mencionó, una vez creadas la municipalidad estuvieron como función el
cuidado y ornato de los cementerios públicos. De este modo, los presidentes de los
municipios comenzaron a intervenir en el conflicto por los boletos de
sepultura. Así, en 1871, el mandatario del departamento de Guaymallén ponía de
manifiesto frente al ministro de gobierno su disconformidad por la falta del
cura de no pagar los derechos que le correspondían por las sepulturas
efectuadas en el cementerio[83],
aunque unos meses después los cedió para la conclusión del establecimiento[84].
Un año después, sin embargo, recobraba vida el conflicto, pero esta vez era el
párroco el que reclamaba el cobro de las remuneraciones
conforme al reglamento del cementerio de ciudad, que hasta ahora ha
servido de guía para los de campaña sobre este punto, corresponden al párroco,
como subcidio por el sostenimiento de la Fabrica de la Parroquia y q hace algún
tiempo q el Presidente de ese Municipio dispone de dichas entradas en su
totalidad[85].
Además,
denunciaba que dicho municipal expedía boletos de sepultura sin su
consentimiento. De este modo, se le solicitaba al gobernador que tomase las
medidas necesarias para que no se repitiese nuevamente este tipo de abusos[86].
Por su parte, el subdelegado de campaña lo denunciaba por haber cobrado un
mayor valor que el fijado por la reglamentación[87].
Mientras
tanto, en el municipio de Luján de Cuyo, esto también generaba un conflicto
entre el presidente y el cura parroquial. La autoridad civil le comunicaba al religioso
que la dirección y las rentas del establecimiento pasaban a estar bajo esta
institución, solicitando su entrega y “exonera[ndolo] de este
ramo administrativo i de dar boleto para sepultación (sic)”[88].
No obstante, se negó a cederlo, llegando esta situación a ser tratada por el
obispo auxiliar de la diócesis de Cuyo y el gobernador, resolviéndose
finalmente que el párroco entregara el establecimiento al poder estatal[89].
Sin embargo, más allá de esta resolución, en 1876, el conflicto continuaba y,
de este modo, el mandatario acusaba al religioso de haber tenido conductas
inadecuadas, ya que
ha tomado como arma ofensiva para respirar venganza contra esta
corporación el sagrado recinto de la cátedra, donde, abusando de la palabra en
la misa parroquial del domingo […] vertió conceptos injuriosos contra este
poder público cuyas acuerdo i disposiciones pretende el cura no solo no acatar
sino presentándolos ante su feligresía como un poder autómata i anti-católico,
inspirando así la anarquía i el horror contra esta benéfica institución[90].
Años
más tarde, en la década de 1880, el conflicto por los derechos de sepultura
alcanzó un momento álgido, acrecentando la tensión entre la municipalidad y el
curato de Ciudad. En este sentido, en 1881, El Constitucional había publicado
que era necesaria la construcción de un cementerio para inhumar a todos
aquellos sujetos que no pertenecían al catolicismo, o en su defecto, que se
habilitara un sector del actual establecimiento de Ciudad a ese fin, aunque
creía que no era obligatorio el “entierro de protestantes
en el Cementerio Católico”. Además, exponía que hasta el momento hay
un
medio único, se dice, para evitar el conflicto que puede producirse en
cualquier momento por muerte de individuos que pertenecen a religión distinta
de la nuestra; -bastará que aquellos en su último momento se conviertan al
catolicismo y reciban los sacramentos desde el bautismo hasta la extremaunción.
Si no se hace así, el Cementerio cierra sus puertas á toda pretensión de
entierro que no venga por ese camino[91].
Como
ejemplo de esta situación citaba un caso en la provincia de Córdoba, en donde
un sujeto no había sido enterrado en el cementerio por haber sido protestante,
por lo que el cadáver había sido trasladado y sepultado en un campo abierto. De
este modo, manifestaba que ello no debía pasar en nuestra provincia, ya que
pretender que cada individuo acepte en artículo de muerte la religión
cristiana para que se puede enterrar, exigirle que desista de sus creencias o
pena de cerrar la puerta del Cementerio, es un absurdo inconcebible que no crea
opinión de persona medianamente ilustrada y de buen criterio[92].
A todo
ello se sumaba que la posterior ordenanza de cementerios, sancionada en 1882[93],
determinaba que era obligatorio presentar el certificado médico para efectuar
la inhumación y omitía el punto referente al boleto de sepultura que, como
había pautado el reglamento de 1845, debía ser expedido por el cura y
presentado al administrador, mientras las remuneraciones obtenidas tenían que
ser divididas entre el religioso y el empleado del establecimiento. Ramos[94],
considera, que posiblemente el boleto era la señal parroquial para que el
cuerpo recorriese las calles de la ciudad e ingresara al cementerio. Por lo
tanto, podemos considerar que, tal como plantea Rodrigues para el caso
brasilero a mediados del siglo XIX, “os párocosperdiam a
dianteira do registro eclesiástico da morte para os médicos e os seus atestados
de óbito”[95].
Por ello, en Mendoza, agentes del poder eclesiástico consideraron que esta
normativa municipal “menoscaba [sus] derechos
[…] al dificultar la percepción de los parroquiales por defunciones”[96].
En este
contexto, esta querella alcanzó el momento más álgido a través de la
intervención de las máximas autoridades de la diócesis y la provincia,el obispo
auxiliar y el diocesano y el gobernador. De este modo, el entonces obispo
auxiliar denunciaba que a partir de esta reglamentación los deudos no acudían a
la parroquia para solicitar el boleto y expresaba que estas
resoluciones del Cuerpo Municipal, no solo viene á afectar los
respectivos intereses de la Iglesia sino que los atacan de frente, por cuanto
pretende quitar todo intervencion religiosa, en un lugar que ha sido
establecido por la Iglesia, para el descanso de los que falleciesen en el seno
de la misma. [Además] de defrauda[r] la intencion del finado, que es: - el que
su cuerpo sea enterrado en lugar sagrado, i en que se haga el entierro con las
preces i ritos prescriptos por la Iglesia[97].
Además,
manifestaba que los “cementerios católicos”
eran costeados por los caudales de la fábrica de las iglesias y, lo que
faltase, de los diezmos, en caso de no concluirse por los capitales públicos,
siendo esta disposición “aprobad[a] por todas las
naciones cristianas como la nuestra” y también pautado en el
reglamento de 1845[98],
el cual, según monseñor Verdaguer[99],
había sido elaborado por algún sacerdote o el mismo cura de Ciudad.
No
obstante, en 1883 continuaba la pugna por la adquisición de los derechos de
sepultura, por ello el obispo auxiliar de Cuyo denunciaba que hacía dos años
que la municipalidad le había arrebatado violentamente los derechos
parroquiales y que esta divulgaba que no era necesario solicitar el boleto.
Además, acusaba a esta institución de que había hecho quitar todas las cruces
que se encontraban sobre las sepulturas y había permitido el entierro de
suicidas en el camposanto, motivo por el cual las comunidades religiosas habían
dejado de concurrir al cementerio para oficiar los ritos correspondientes de
inhumación y bendición de las tumbas[100].
Frente
a esta situación, también la prensa tomó partido, expresando que la
municipalidad “como medida de buen gobierno y por cuestión
de higiene y ornato, ha[bía] asumido la administración del Cementerio, que, por
otra parte, le corresponde de derecho”[101].
Además, comunicaba que el obispo, al igual que los otros religiosos, se negaban
a asistir al establecimiento para rezar las preces por el alma de los difuntos,
alegando “que aquel lugar no [era] cristiano (sic), y para
con otros que esta[ba] execrado de hecho”[102].
El Constitucional exponía los motivos por los cuales un establecimiento quedaba
execrado o violado por fundamentos canónicos. Así, decía que era por
destrucción del sitio o cuando era utilizado con otros fines que el destinado,
mientras que la violación sucedía cuando:
1ª Por la voluntaria, injuriosa o gravemente pecaminosa efusión de sangre
dentro del lugar sagrado. 2ª […] por homicidio voluntario e injurioso,
ejecutado respecto de otro o de sí mismo, aunque no haya efusión de sangre.3ª
Se viola por seminishumanieffusionemvoluntriam et graviterculpabilem; nec
referta n simplicípolluntione, fornicatione, adulterio, sedomia,
etccontingat.4ª […] por la sepultura del excomulgado vitando, es decir,
nominatim denunciado, y por la del público percusor de clérigo; mas no por la
del tolerado, aunque sea hereje o cismático notorio como enseña Ferraris,
siguiendo a graves teólogos y canonistas, tanto menos por la de los suicidas o
reos de otros del tos, que, si bien deben ser privados, según derecho de
sepultura eclesiástica, no consta que hayan incurrido en excomunión.5° […] por
la sepultura del infiel o no bautizado, según consta de esta expresa
disposición canónica: ecclesian in qua paganussepultusest, non
liceatconcecrare, nequemisseus in ea celebrare, sed jactarifosas et
mundarioportet[103].
Aunque,
manifestaba que estos hechos no habían ocurrido en el cementerio de Ciudad y,
en consecuencia, se preguntaba en qué se fundaba la determinación del obispo
auxiliar de prohibir a las comunidades y demás sacerdotes el ir al
establecimiento a practicar los santos oficios o, por el contrario, se
interpelaba si esta medida consistía en una represalia contra el municipio para
que entregase la administración a la Iglesia[104].
Además, retomaba las ideas del artículo publicado el día 28 de mayo de 1881 en
donde expresaba la necesidad de un cementerio o sitio para enterrar a los
creyentes de otras sectas y exponía que esto era muy común en “Francia y Alemania, en donde no [era] raro ver a la vez a sacerdotes
de distintas sectas rezar por sus respectivos fieles”[105].
Frente a esta situación denunciada por la prensa y el pedido de los deudos de
una sepultura eclesiástica para sus muertos, el obispo diocesano dispuso que
todo [aquel] que solicite de la Parroquia de Ciudad, las preces
eclesiásticas, se le concedan con calidad de que dichas preces, yá se reciten
en la casa, yá en el Cementerio, deben ser presididas por el Párroco
respectivo, quien expedirá un boleto que será presentado á los Prelados de la
Comunidades Religiosas que hubieren de hacer los oficios[106].
No obstante,
previamente a ello, el obispo negó haber dispuesto la prohibición a los
religiosos de concurrir al cementerio, afirmación que había sido sostenida por
el diario El Ferrocarril, según El Constitucional[107].
En este contexto, este último diario, volvía insistir en el hecho, ahora
publicando una serie de casos en donde algunos religiosos no habían asistido a
dar sepultura eclesiástica. De este modo, “cuando falleció el Sr.
Olivar, el Sr. Norberto Ortiz fue a nombre de la familia a invitar al Sr. Obispo
como amigo íntimo del finado, para acompañar su cadáver al Cementerio, y
contestó que no podía ir porque aquel lugar no era cristiano”[108].
En otra ocasión, el obispo le dijo al deudo “que si las comunidades
sabían cumplir con su deber no debían ir por que el cementerio estaba EXECRADO
DE HECHO y que solo faltaba la Pastoral (textual)”, mientras que en
otro caso algunas “comunidades entraron hasta el De profundis,
pero se negaron a rezar”[109].
Además, el diario manifestaba que la decisión tomada por el obispo respecto de
que el cura debía presidir los acompañamientos religiosos, consideraba que era
totalmente arbitraria, ya que por ejemplo en el caso de la señora “Guiñazú de Serpa, que como cofrada de una hermandad tiene gratis los
servicios de una comunidad ¿Por qué se le ha de obligar a pagar al Cura lo que
quizá no puede, a fin de no perder aquellos?”[110].
De este modo, reiteraba su preguntaba sobre si esta disposición no sería “una medida para resarcirse de la pérdida de las rentas, ocasionada por
la reivindicación que la Municipalidad ha hecho del Cementerio”[111].
El
obispo auxiliar daba su contrapartida, manifestando al diocesano que en el
cementerio de Ciudad la cruz principal (símbolo que indicaba que había sido
bendecido[112])
no estaba y recalcaba la decisión tomada por la municipalidad -nota del 8 de
noviembre de 1883- que pautaba que fueran quitados estos símbolos de las tumbas
privadas; además, agregaba que esto le fue informado por el administrador del establecimiento.
También comunicaba que se había enterrado a un soldado que se había suicidado[113]
y, por último, exponía la justificación de por qué razón el cura debía asistir
a las ceremonias[114].
A este último aspecto, El Constitucional nuevamente le contestó que esa
disposición era de los tiempos en los que se enterraba en el interior de las
iglesias y el párroco cumplía con la función de ministro de fe, por lo cual
debía concurrir al entierro, no obstante, manifestaba que en ese momento
existía la figura del capellán para que cumpliera con dicho oficio[115].
Sin embargo,
el debate público se complejizaba y ampliaba, pues a la voz del obispo también
se sumó la de la prensa católica, quien criticaba duramente el proceder de la
municipalidad respecto de las medidas tomadas en torno al cementerio y
expresaba que la falta de cruces en este establecimiento podía llevar a un
nuevo cataclismo, como el ya sufrido en el año 1861, debido a que “casi todos los días está temblando la tierra como en señal de la ira
celeste, ó como horrorizada de algunos grandes escándalos, ó como si quisiera
sacudir de encima algún peso enorme de iniquidad (sic)”[116].
Además, manifestaba que
según la ordenanza de aquella progresista Municipalidad, se permitirá a
los creyentes depositar una cruz sobre el sepulcro de los suyos, pero mediante
un derecho de treinta reales que en sonantes nacionales será abonado
irremediablemente a la exelencia municipal para gloria y contento de tan
ilustres caballeros. Los que tengan cómo pagarán aquel grosero tributo, pero
los pobres que son los mas i los mejores cristianos, quedarán privados de este
consuelo, por no tener plata para hartar a sus amos liberales[117].
Aún en
1887 el problema continuaba latente en el ámbito religioso, ya que el obispo
manifestaba que numerosos párrocos renunciaban a sus cargos porque se había “suprimido el derecho de entierros que percibían las Parroquias”[118]y,
por lo tanto, carecían de casa e iglesia, como también, de los necesarios
útiles para realizar los santos oficios.
Tal
como se ha visto hasta aquí, se ha podido observar que en sus inicios hasta la
década del 80’, los entierros en los cementerios públicos continuaron teniendo
un carácter eclesiástico, siendo destinados a sujetos que profesaban el culto
cristiano católico[119].
Además, estas atribuciones las disponía un sector de la Iglesia porque sostenía
que estos establecimientos eran sitios católicos por ser tierra bendecida, a
pesar de que eran propiedad del Estado[120],
en este caso provincial. No obstante, en 1882, el reemplazo del boleto de
sepultura por el certificado médico, implicó que el cadáver fuera sepultado en
el cementerio porque se sabía la causa de muerte, lo cual respondía a una
lógica médica, abandonando una lógica religiosa, en donde erainhumado porque fallecía
en comunión con los principios del bueno morir. De este modo, cualquier persona
más allá de su credo podía ser enterrada en dicho establecimiento público.
Al
igual que la sepultura eclesiástica y los sacramentos vinculados a la muerte,
las ceremonias religiosas formaban parte de las prácticas que garantizaban al
moribundo una “buena muerte”, pues las misas aceleraban el pasaje en el
purgatorio y aseguraban la salvación del alma[121].
Sin embargo, estas se convirtieron en otro tópico de enfrentamiento, entre la
curia y el municipio de Ciudad, aunque de menor complejidad que la mencionada
querella por los boletos de sepultura. De esta forma, las autoridades
consideraban que era un abuso y explotación por parte de la Iglesia, por lo que
en 1902 dictaron un decreto en cual se prohibía al clero, a excepción del capellán
del hospital San Antonio -quien era nombrado directamente por la municipalidad
al igual que los otros empleados del establecimiento[122]-,
oficiar responsos y otro tipo de ceremonia religiosa en el cementerio de Ciudad
durante los días dedicados a todos los muertos. Frente a ello, la curia se
sintió ofendida, ya que consideraba que este tipo de disposiciones sólo podían
ser tomadas por los ministros de culto y, ante ello, decidieron prohibir a
todos los sacerdotes oficiar algún rito en el mencionado establecimiento[123].
Sin
embargo, ya unos años antes, en 1889, el diario Los Andes, en una actitud de
posicionarse en un campo “neutral” publicaba un artículo de un protestante,
Carlos Miller, quien se dirigía al cura de Ciudad. Allí manifestaba que las
misas eran un negocio religioso y que el purgatorio no existía, siendo una idea
supersticiosa y pagana instaurada por el papismo y fundada en fábulas
ridículas, del mismo modo que la creencia de que allí habían “dragones de fuego [que] mordían a […] personas con dientes encendidos”[124].
Pero, además, le recomendaba al cura que predicara a sus fieles que si morían
en la gracia del Señor, sus almas irían inmediatamente a gozar de la felicidad
junto a Él, aunque dicha afirmación implicaba que el negocio de las misas desapareciera[125].
Registro Parroquial versus Registro Civil
Según
los principios del catolicismo, el registro parroquial era entendido como un
pasaporte hacía el “más allá”, confirmaba el aquí y ahora del sujeto, siendo la
única documentación que probaba la existencia, así como también, el fin del
individuo[126].
De este modo, el traspaso a la esfera estatal implicó no solo “el cambio de manos, sino de sentido, de una serie de operaciones
burocráticas, educativas y rituales que [tenían] que ver con el registro y
control de la población, específicamente los decesos y entierros”[127].
Ello provocó una nueva piedra de choque entre las autoridades del poder civil y
los curas de la Ciudad y los departamentos de campaña.
Con
anterioridad a la ley del Registro Civil, la prensa manifestaba que los
registros de nacimiento, matrimonio y defunción realizados por la curia en la
Ciudad y en los departamentos, no siempre se elaboraban con la claridad y la
precisión que requerían, además de que en varias ocasiones no se habían
encontrado debido al desorden de los libros parroquiales. En este sentido, consideraba
que era necesario que el registro fuese llevado por la autoridad temporal para
ejecutarse con determinados requisitos y también para que participasen aquellos
sujetos vinculados al acto. Esto lo disponía el Código Civil, en el cual se
determinaba que las municipalidades debían realizar dicha función[128].
De hecho, se afirmaba que en algunas provincias había provocado resultados
satisfactorios tanto para el pueblo como para los religiosos, agregando que
constituía un beneficio para aquellos inmigrantes europeos que profesaban otras
religiones, facilitando “sus medios de vida en
nuestro generoso suelo, esto es, trabajo y libertad amplia y completa,
librándolo de las trabas enojosas que tanto el Estado como la Iglesia pudieran
poner en su camino”[129].
Sin
embargo, había algunos grupos que querían que la Iglesia continuase llevando
los registros de nacimiento, matrimonio y defunción, y que los párrocos
desempeñaran las funciones consideradas civiles[130].
No obstante, El Constitucional no dejó de insistir en que era necesario que el
registro de las personas fuera llevado por las autoridades estatales, ya que
estas no estaban vinculada con los “sacramentos ni se
opon[ía] en lo mínimo a que la Iglesia los administre[ra] en la forma
acostumbrada, porque ellos [eran] completamente independientes de los actos
civiles, que son del resorte de la jurisdicción civil”[131].
Además, el diario denunciaba que el sacramento consistía en una excusa o
pretexto para seguir cobrando las remuneraciones y manifestaba que embolsaba “millones anuales […] por ejercer indebidamente funciones civiles, a
pretesto de administrar a peso de oro sus sacramentos (sic)”[132], siendo
arrebatados del modo mas inmoral al trabajador, al jornalero, al
pueblo, a todo el que debe ir necesariamente a comprar esos sacramentos si
quiere acreditar estado civil; porque no hay todavía una ley de Registro Civil
que corte para estos abusos y cierre este comercio inicuo que explota hasta con
los muertos [133].
La ley
fue finalmente sancionada en 1884, aunque recién en enero de 1886 se puso en
marcha debido a una serie de problemas vinculados con cuestionas religiosas
pero también por una falta presupuestaria y de personal capacitado para
concretar la organización de dicha institución. Si bien ante esta situación el
obispo le aseguró al ministro de gobierno toda su colaboración y se comprometió
a informar a los párrocos sobre la mencionada normativa, recomendando su fiel
cumplimiento y su explicación a los fieles[134],
en 1889, luego de algunos años de vigencia, el clero argentino a través de una
pastoral manifestaba que la modernidad
ha[bía] profanado también los cementerios, arrancándolos sacrílegamente
del poder de la Iglesia, y colocándolos bajo la jurisdicción del Estado civil…
encontrar la sepultura de un cristiano al lado de un judío o mahometano,
permaneciendo juntos los que han confesado a Jesucristo o blasfemado su nombre
sagrado[135].
Y
planteaban que si bien esto era un “hecho doloroso”,
no debía afectar la disciplina eclesiástica de los católicos, quienes tenían la
obligación de cumplir con sus deberes cristianos y solicitar al párroco la
sepultura eclesiástica para gozar de las oraciones y sufragios de la iglesia y,
así, facilitar la inscripción en los libros parroquiales[136].
Frente
a esta declaración la prensa manifestaba que los prelados que firmaban la
pastoral se extralimitaban en “sus derechos, al tratar
de oponerse a […] las leyes del país”, y que incentivaban al pueblo
a la rebelión contra el Estado, lo que, según La Palabra, reflejaba la “infidelidad a los principios que constitu[ían] nuestra grandeza como
nación, [así como] también su imprudencia e irreflexión”[137].
Asimismo, Los Andes criticaba esta circular, manifestando que cada vez que el
Congreso sancionaba una “nueva y sabia ley”,
provocaba un escándalo en la gente de sotana, quien se revelaba contra estas normativas
dictadas por los poderes de la Nación y sostenía doctrinas abiertamente en
pugna con la Constitución, aconsejando actos contrarios a esta y dejando de
lado el principio de la soberanía popular y las atribuciones legalmente
asignadas a los poderes[138].
Estas
ideas, sin embargo, también se manifestaban en la práctica, provocando ciertas
resistencias tanto del cura de Ciudad como los de campaña, quienes le decían a
las mujeres “pobres e ignorantes” que aquellos niños que inscribieran en el
Registro Civil se les negaría el sacramento del bautismo y por lo tanto la
entrada al cielo[139].
Esto provocaba una falta de cumplimiento de la ley por parte de los padres de
familia, por lo que las autoridades debían exigir a los curas el exacto
cumplimiento de la normativa[140].
Y si bien estos casos estaban vinculados al bautismo, muestran la idea acerca
de esta institución que tenían algunos funcionarios religiosos. A ello se
sumaba que el encargado de la oficina del Registro de Ciudad manifestaba que en
los departamentos de Luján de Cuyo, así como también en Junín y Lavalle, los
frailes de la Compañía de Jesús realizaban propaganda en contra de la ley
mencionada y
ésta predica parec[ía] tomar proporciones de carácter general en todos
los departamentos y el infrascripto esta en el deber porque tanto la Ley de
Matrimonio como la de Registro Civil sean acatadas y reconocidas por todos lo
que habitan en el territorio de la Provincia [141].
Aún, en
1906, se dictaba un decreto en el cual se autorizaba al poder Ejecutivo “para practicar las gestiones conducentes a obtener la incorporación al
Registro del Estado Civil, de las partidas de nacimientos, matrimonios y
defunciones que constan en los libros parroquiales existentes en la Provincia”[142].
En este
sentido, se puede entender que la toma por parte del Estado del registro de
personas respecto del matrimonio civil, la inscripción de nacimientos y
decesos, fue percibido como una amenaza, lo que, según Ayrolo[143],
constituyó uno de los primeros pasos en la separación de la esfera estatal de
la religiosa y, por tanto, en el proceso de laicidad.
Consideraciones finales
Se considera que algunos puntos de las
normativas sancionadas por el Estado provincial durante fines del siglo XIX
provocaron cierta tensióncon autoridades religiosas, tanto en la Ciudad como en
los departamentos de campaña. En estas querellas intervinieron diferentes agentes
estatales y eclesiásticos, por un lado, el jefe de policía, luego los
presidentes de los municipios (cuando fueron creados estos organismos) y el ministro
de gobierno, por otro, el cura y párroco de la Ciudad y de los departamentos de
campaña, el obispo auxiliar y diocesano, alcanzado diversos grados de
complejidad. De este modo, el territorio de la muerte estaba disputado por
varios actores -el clero secular y el obispado, las cofradías, los capellanes
de los cementerios y del Hospital San Antonio, las autoridades civiles, las elites
políticas-, no obstante, si bien estos consideraban
que la muerte formaba parte del territorio religioso, el asunto giraba en torno
de quien debía gestionar ese aspecto.
Estas disputas, cuya prolongación
variaron en tiempo, estuvieron teñidas por diversos intereses económicos e
ideológicos que derivaron de un proceso de transformación más amplio, en el quela
institución eclesiástica como la estatal se encontraban en conformación y en definición
de sus alcances, funciones, dependencias. De este modo, en relación, con la ley
de cementerios, no hubo una gran resistencia por parte de los religiosos, pues se
considera que en sus inicios estos establecimientos continuaron siendo espacios
católicos y destinados a aquellos sujetos que habían profesado el culto romano.
De hecho, estos nuevos sitios fueron bendecidos y en ellos se construyeron
capillas y se designaron capellanes para que se realizaran los oficios
correspondientes a ese rito, no obstante, a través de estos empleados el poder
político tenía cierta injerencia en las cuestiones vinculadas a la religión.
De esta forma, la denominada secularización
de los cementerios no implicó necesariamente quitar la muerte del universo
religioso, pero sí que produjese una transformación en las prácticas y
representaciones en la medida en que los muertos ya no obtenían los beneficios
otorgados por el hecho de ser enterrados en el interior de las capillas, las
cuales estaban constituidos por la proximidad del alma del difunto a Dios y las
misas. Sin embargo, se puede considerar que los más afectados por esta medida
fueron las órdenes regulares que solían ser beneficiadas por las inhumaciones
en los templos y espacios aledaños y por ciertos ritos fúnebres. Mientras que
el clero secular no manifestó su descontento, ya que este proceso de secularización
interna le permitió, al menos por un tiempo, monopolizar el espacio de la
muerte a través de la expedición de los boletos de sepultura, tal como se había
pautado en el reglamento de 1845.
De este modo, un sector de la Iglesia católica
continuó teniendo un control sobre la muerte a través de los boletos y el
registro parroquial, hasta que en 1882 la municipalidad sancionó la ordenanza
de reglamentación de cementerios. Esta normativa pautada por el Estado
-atravesado por las políticas higienistas- colocaba a la muerte bajo la
vigilancia y verificación de los médicos, destacando la importancia de este y
de su saber sobre el curandero y el conocimiento popular. Los facultativos
-quienes debían estar inscriptos en una nómina- dotaban el certificado de una
legitimidad técnica que debía aplicarse a todos los sujetos, el cual debía
presentarse en un primer momento al administrador del cementerio para realizar
el entierro y posteriormente, cuando fue creado el Registro Civil, a esta
oficina con el fin de efectuar el acta de defunción. Así, de forma progresiva,
el proceso de medicalización buscó ocupar nuevos espacios y obtener una mayor
legitimación para poder intervenir en la sociedad, siendo este un componente
fundamental del proceso de modernización estatal que se encontraba atravesando
la provincia.
Asimismo, este reglamento de 1882
provocó la referida fricción pública entre la municipalidad y el curato de
Ciudad. Esta omitía el punto referente a que el boleto debía ser expedido por
el cura y presentado al administrador del cementerio para ser sepultado el
cadáver y que las remuneraciones obtenidas serían dividas entre ambos, cuestión
que se había pautado en la normativa de 1845, y por el contrario solicitaba el
certificado médico. Este conflicto que giró en torno de quién debía autorizar el
entierro de los cadáveres y de los estipendios obtenidos, abarcó la segunda
mitad del siglo XIX, desde la década del 40’ cuando el cura manifestaba las
irregularidades en torno de este documento hasta fines del 80’ cuando el obispo
continuaba expresando que por falta de este ingreso los párrocos carecían de
los recursos económicos para efectuar los rituales correspondientes, de este
modo, este conflicto transcendió la creación de las municipalidades. Esta
querella alcanzó el momento más álgido, en 1882, cuando el boleto fue reemplazado
por el certificado médico, llegando a intervenir incluso la máxima autoridad diocesana
y provincial, ya que esto implicaba que el curato no tenía más injerencia para
decidir quién debía ser enterrado en el cementerio público, siendo ahora las
autoridades civiles.
De este modo, este certificado permitía
que todo individuo independientemente de su creencia religiosa pueda ser sepultado
en el cementerio, ya que omitía la instancia legitimadora de la Iglesia. Se
cree que desde sus inicios hasta la sanción de la normativa de 1882, los
entierros en estos establecimientos continuaron teniendo un carácter
eclesiástico, siendo destinados a sujetos que profesaban el culto cristiano
católico. No obstante, en el mencionado año se produjo un cambio, en donde no
sólo los católicos tenían derecho a enterrarse sino también aquellos sujetos
que profesaban otros cultos. De este modo, este reglamento da cuenta de la
profundización del avance del Estado sobre los cementerios y, a su vez, una
mayor confianza en el discurso científico.
Sin embargo, los argumentos tanto de la
municipalidad como de las autoridades religiosas en torno al reglamento estaban
basados en el derecho canónico, lo que da cuenta de que aún las esferas
religiosa y política no estaban delimitadas y escindidas, y que la sociedad aún
continuaba regida por los preceptos católicos. De este modo, la discusión se
originó en dos planos, por un lado, en la jurisdicción civil, en donde el
Estado debía garantizar la sepultura de todos los ciudadanos por igual y la
libertad de culto frente al monopolio de la Iglesia, aunque ello no implicaba
que se desentendiera de lo religioso y que de cierto modo buscara tener
injerencia en dicho ámbito por medio de la figura del capellán. Por otro lado,
en la jurisdicción religiosa, en donde la Iglesia católica buscó centralizar el
poder eclesiástico en la figura del cura, ya que este debía ser el encargado de
oficiar el rito fúnebre y no el capellán o las órdenes.
No obstante, se considera que al no ser
el boleto de sepultura un documento obligatorio para enterrar, condición que sí
tenía el certificado médico, significó una pérdida de control de la Iglesia
sobre los fallecimientos y un nuevo dispositivo del Estado para controlar y
registrar las defunciones de la población mendocina, siendo uno de los primeros
indicadores del proceso de laicidad para el caso mendocino. De todos modos, se
cree que hubo un momento de transición en el cual se presentaba tanto el boleto
como el certificado médico para enterrar los cuerpos, hasta que finalmente la
oficina de Registro Civil -previa certificación médica- se ocupó en su
totalidad del protocolo legal de inhumación.
Respecto de esto último, se considera
que la creación de esta institución implicó una pérdida de control eclesiástico
sobre las defunciones y si bien ante esta disposición el obispo auxiliar
manifestó una buena predisposición para colaborar con la implementación del
Registro, en la práctica hubo serios problemas para que los párrocos la cumplieran,
ya que, como se menciona, divulgaban a los feligreses que esta ley atentaba
contra las ideas y principios del catolicismo. A ello se sumaba la escasa
cohesión administrativa del incipiente aparato estatal y la desarticulación de
la Ciudad con el resto de los departamentos de campaña, lo que perjudicaba su
buen funcionamiento. Incluso las ceremonias se convirtieron en un punto más de
conflicto, que alcanzó un momento de tensión durante la celebración del día de
todos los muertos. No obstante, este conflicto se desató a principios del XX
sin mayor transcendencia entre la curia y el presidente de la municipalidad de
Ciudad.
Finalmente, se considera que la
estrategia estatal provincial apuntó a insertarse en los espacios que antes
eran conducidos y controlados por diferentes agentes eclesiásticos,
disciplinando ciertas prácticas que también antes habían sido direccionadas por
la religión católica. A medida que el poder civil se fue consolidando en sus
estructuras y dispositivos, fue avanzado el proceso de laicización de la
muerte, en especial en aquellos aspectos que hacían a la gestión y la administración,
de este modo, creó y puso en marcha diferentes instrumentos e instituciones,
como el certificado médico, el acta de defunción y la oficina de Registro
Civil. No obstante, también buscó intervenir en quien debía administrar el
aspecto religioso de la muerte -ya que no negaba su carácter- a través de la
figura del capellán, quien en las cuestiones administrativas dependía del
municipio.
[1] El Constitucional
fue fundado en 1852 por Juan Ramón Muñoz y José Rudecindo Ponce. Fue el diario
oficialista de quien asumía el poder, ya que era editado por la prensa estatal
del mismo nombre y recibía subvención del aparato estatal. Según García Garino,
a través de este era posible indagar en las ideas políticas del gobierno de
turno que generalmente estaban alineadas con el proyecto nacional, siendo
engorroso observar las expresiones de la oposición, de este modo, “fue la relación con el poder […] lo que le dio el carácter de caja de
resonancia de aquel, así como [de] las ideas liberales predominantes del
periodo”. Este era publicado todos los días, excepto los feriados, y
se estima que estaba orientado a un público reducido y selecto, integrado por
las elites de las que también provenían sus autores. El diario -en papel (29 x
44 cm.)- estaba organizado del siguiente modo, en una primea página se
colocaban los avisos, el editorial, las colaboraciones y las secciones fijas;
luego, una sección dedicada a las noticias nacionales e internacionales; y una
apartado provincial, con crónicas, sucesos del día, etc. Dejó de publicarse en
1884 durante la gobernación de Rufino Ortega, ya que la imprenta fue vendida.
García Garino, Gabriela, “Significados y usos del liberalismo en Mendoza,
1852-1880”, en Revista de Historia del Derecho,
N° 45, Buenos Aires, enero-julio 2013, pp. 11-12; Oviedo, Jorge, El periodismo de
Mendoza, Academia Nacional de Periodismo, Buenos Aires, 2010, pp.
64; Roig, Arturo, Mendoza en sus letras y sus ideas, Ediciones Culturales de Mendoza, Mendoza, 1995, pp. 228; Scalvini, Jorge, Historia de Mendoza, Editorial Spadoni
Mendoza, 1965, pp. 331.
[2] El diario Los
Andes fue creado en 1883 por Adolfo Calle, durante la gobernación de José
Miguel Segura, y continúa hasta la actualidad. En sus inicios, tenía tirada los
días martes, jueves y sábados, hasta 1903 que comenzó a publicarse todos los
días. Fue un periódico independiente con su propia editorial desde 1887.
Durante ese período fue opositor del gobierno de Rufino Ortega. Por otra parte,
en 1888, las autoridades eclesiásticas prohibieron su lectura por la
publicación de algunos artículos que se decían atentar contra la religión
católica. No obstante, se declaraba de libre pensamiento, simpatizando con los
preceptos de la masonería y criticando a dicho culto. Oviedo, Jorge, 2010, Ob. Cit., pp. 112-120.
[3] La Palabra surgió
en 1885 -tras la desaparición de El Constitucional- durante la gobernación de
Rufino Ortega y constituyó el diario oficialista. Tuvo tirada hasta 1889 y
volvió a resurgir durante el periodo comprendido entre 1913 y 1935, siendo
simpatizante del gobierno lencinista. Oviedo, Jorge,
2010, Ob. Cit., pp. 118-165; Scalvini, Jorge,
1965, Ob. Cit., p. 332.
[4] Bragoni, Beatriz,Los hijos de la revolución, Buenos Aires,
Taurus, 1999, p. 197.
[5] Bragoni, Beatriz,
“Cuyo después de Pavón: consenso, rebelión y orden político, 1861- 1874” en
Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez, Un nuevo
orden político. Provincias y Estado Nacional 1852-1880, Buenos Aires, Biblos, 2010, pp.
29-60.
[6] Bragoni, Beatriz,
1999, Ob. Cit., p. 196.
[7] Bragoni,
Beatriz, 1999, Ob. Cit., pp. 196-197.
[8] Según Richard
Jorba y Bragoni -quienes toman como punto de relación la obra de Botana- hacen
referencia a que la “oligarquía” consistió en un grupo reducido ubicado en la
cúspide de la sociedad y que controlaba el poder. Sus miembros garantizaban la
sucesión en los puestos políticos, asegurando su perdurabilidad en el poder y,
de este modo, evitaban todo posible triunfo de la oposición. Sostienen que para
el caso de Mendoza con posterioridad a la batalla de Pavón, se evidenció en el
seno de la elite, una conformación oligárquica, al modo planteado por Botana
para la dirigencia nacional. Además, Richard Jorba menciona que este subgrupo
denominado “oligarquía” habría estado integrado por “familias
ricas y notables” que establecieron “una
verdadera simbiosis entre lo público y lo privado, entre el poder económico y
el político”. Esto habría implicado un sistema hegemónico en el cual
no se produjeron grandes cambios durante varias décadas. Progresivamente, los
miembros de “oligarquía”, que provenían de la actividad comercial, habrían ido
controlando la económica y los cargos políticos, logrando comandar a la elite,
y de este modo, excluyeron a la oposición, que también provenía del seno mismo
de este grupo. Richard Jorba, Rodolfo y Bragoni, Beatriz, “Empresarios-
políticos y el control del estado. Renovación en la élite y construcción de una
economía regional en el marco nacional. Mendoza, Argentina. 1850-1890”, enHistoria y grafía, nº 11, México, 1998,
pp.13-38; Richard Jorba, Rodolfo, Empresarios ricos, trabajadores pobres.
Vitivinicultura y desarrollo capitalista en Mendoza (1850-1918), Prohistoria,
Rosario, 2009, p. 4.
[9] Richard Jorba, Rodolfo, 2009, Ob. Cit., p. 47.
[10] Lobato, Mirta -directora-, El proceso, la modernización y sus límites (1880-1916),
Sudamericana, Buenos Aires, 2010, pp. 11-12.
[11] Bragoni, Beatriz, 1999, Ob. Cit., pp. 197-199.
[12] Bragoni, Beatriz, 1999, Ob. Cit., p. 199.
[13] Bragoni, Beatriz, 2010, Ob.Cit., p. 34.
[14] Bragoni, Beatriz, 2010, Ob. Cit., p. 59.
[15] Bragoni, Beatriz y Míguez, Eduardo (Eds.), Un nuevo orden político. Provincias y Estado Nacional 1852-1880,
Biblos, Buenos Aires, 2010, p. 13.
[16] Seghesso, Cristina, Historia
constitucional de Mendoza, Instituto Argentino de Estudios
Constitucionales y Políticos, Mendoza, 1997, p. 156.
[17] Seghesso, Cristina, 1997, Ob. Cit., p.
156.
[18] Seghesso, Cristina, 1997, Ob. Cit., p.
162
[19] Sanjurjo de Driollet, Inés, La organización
política administrativa de la campaña mendocina en el tránsito de antiguo
régimen al orden liberal, Instituto de Investigaciones de
Historia del Derecho, Buenos Aires, 2004, p. 83.
[20] Pérez Guilhou, Dardo. Ensayos sobre la historia política
institucional de Mendoza, Secretaria Parlamentaria, Comisión de
Cultura, Buenos Aires, 1996, p. 55.
[21] Sanjurjo, Inés, Ob. Cit., 2004, p. 324.
[22] Pérez Guilhou,
Dardo, Ob. Cit., 1996, p. 56.
[23] Pérez Guilhou,
Dardo, Ob. Cit., 1996, pp. 61-62.
[24] García Garino,
Gabriela, Ob. Cit., 2017, p. 243
[25] Pérez Guilhou,
Dardo, Ob. Cit., 1996, p. 58.
[26] García Garino,
Gabriela, “El más alto poder”:
Legislatura y cultura política en el proceso de construcción del estado
provincial de Mendoza, 1852-1880, Tesis doctoral, Facultad de Filosofía y
Letras, UBA, Buenos Aires, 2017, p. 241.
[27] Cirvini, Silvia, “El ambiente urbano en Mendoza a fines del siglo XIX.
La higiene social como herramienta del proyecto utópico del orden”, en Manuel
Rodríguez Lapuente y Horacio Cerutti Guldberg (Comps.), Arturo Roig. Filósofo e historia de las ideas,
Universidad de México, Guadalajara, 1989, p. 137.
[28] Armus, Diego, La ciudad impura. Salud,
tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950, Edhasa,
Buenos Aires, 2007, p. 274.
[29] Cabe aclarar que
los estudios sobre la historia de la Iglesia en Mendoza en el periodo estudiado
son escasos, debiendo citarse los siguientes: Verdaguer, José, Historia Eclesiástica de
Cuyo, Premiata Scuola Tipografica Salesiana, Milano,1933; Páramo de
Isleño, Marta, Historia de la iglesia de Mendoza (siglos XIX y XX), Facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 1999; Videla de Rivero, Gloria y Del Valle Herrera, Ramona (Coords.) Aportes para la historia
de la iglesia en Mendoza, Junta de Estudios Históricos de Mendoza,
Mendoza, 2008. Estos trabajos son de carácter descriptivo y desde un enfoque
tradicional, no hallándose labores que problematicen sobre el vínculo del
estado provincial y la institución eclesiástica. De este modo, se opta por este
marco referencial por las cercanías espacio-temporales.
[30] Verdaguer, José,
1933, Ob. Cit., p. 101.
[31] Verdaguer, José,
1933, Ob. Cit., pp. 116-117.
[32] Di Stefano, Roberto y Zanatta, Loris, Historia
de la Iglesia Argentina. Desde la conquista hasta fines del siglo XX, Sudamericana, Buenos Aires, 2009,
pp. 262-263.
[33] Seghesso,
Cristina, Historia constitucional de Mendoza,
Instituto Argentino de Estudios Constitucionales y Políticos, Mendoza, 1997, p.
163.
[34] Di Stefano, Roberto y Zanatta, Loris, 2009, Ob. Cit.,
p. 321.
[35] Di Stefano, Roberto y Zanatta, Loris, 2009, Ob. Cit.,
p. 321.
[36] Di Stefano y
Zanatta consideran que para el período colonial no se puede hablar de la
Iglesia como una institución conformada, no era un “actor social autónomo”
capaz de definir objetivos y estrategias. Por el contrario, debe ser entendida
como un conjunto con instituciones autónomas entre sí, carentes de un centro de
decisiones y una comunicación escasa con la Santa Sede, vinculadas a las
políticas de la Corona Española y a los intereses familiares locales. Fue en el
transcurso del siglo XIX cuando se constituyó como institución eclesiástica
centralizada, en la cual intervinieron diferentes actores que fueron influenciando
en su formación, como el Estado, la Santa Sede, corporaciones, redes y grupos
que conformaban hasta ese momento la “Iglesia”. Di Stefano, Roberto y Zanatta, Loris, 2009, Ob. Cit., pp. 10-12.
[37] Di Stefano,
Roberto y Zanatta, Loris, 2009, Ob. Cit., p. 353.
[38] Di Stefano, Roberto y Zanatta, Loris, 2009, Ob. Cit., p.
353.
[39] Martínez,
refiriéndose al momento independista, considera que la disputa que se produjo
en América Latina entre los gobiernos que promulgaban la independencia y la
Iglesia católica, radicaba en el ámbito jurídico e institucional, pues giraba
en torno a la posesión tanto de bienes materiales como de cuestiones más
intangibles, como el registro de nacimientos, muertos, matrimonios. No
obstante, ello afectaba el orden cultural y social, “por lo que se comprende
bien como el derecho a ejercer la violencia simbólica legítima”. Martínez, Ana Teresa, “Laicidad y secularización”, en Colecciones de Cuadernos
"Jorge Carpizo", N°. 21, México, 2013, pp. 42-43.
[40] Di
Stefano,
Roberto, 2011a,
Ob. Cit., p. 15.
[41] Se entiende por secularización el proceso en el cual comienza a
diferenciarse y delimitarse la esfera religiosa del resto de las esferas
política, económica, social, cultural, científica, y en el
cual la religión “se recompone, relocaliza y
adquiere modalidades múltiples, fragmentadas, subjetivas, tal vez elusivas”.
De este modo, se vincula en especial con los procesos culturales, por lo que al
mencionar que un grupo o sociedad se ha secularizado ello implica que sus
comportamientos y prácticas han adquirido cierta autonomía con respecto a la
órbita religiosa y que ésta ha perdido cierta capacidad normativa y de
subjetivización de las creencias. Por su parte, este proceso incluye a la
laicidad, considerada como el traspaso de instituciones, funciones y bienes
desde una esfera religiosa a una estatal.Di Stefano, Roberto, “Por una historia de la
secularización y de la laicización en la Argentina”, en Quinto
Sol, Vol. 15, N°.
1, La Pampa, 2011a, pp. 4-5; Martínez, Ana Teresa, 2013, Ob. Cit., p. 36.
[42] Bertoni, Lilia, Ob. Cit., pp.
1-2.
[43] Di
Stefano, Roberto, “El pacto laico argentino (1880-1920)”, en PolHis, N° 8, 2 semestre de 2011b, Buenos Aires, p. 80.
[44] Di
Stefano, Roberto, 2011b, Ob. Cit., p. 88.
[45] Di Stefano, Roberto, 2011a, Ob. Cit., p. 15.
[46] Di Stefano, Roberto y Zanatta, Loris, 2009, Ob.
Cit., p. 365.
[47] AGPM, Época
Independiente, Cementerios, carp. 199, doc. 4, 1828, s/p. Además, la ley
establecía que los cementerios podían edificarse en donde ya existía una
ermita. Asimismo, pautaba que los pobres -aquellos sujetos que no eran
propietarios de al menos 100 pesos- serían sepultados de caridad.
[48] AGPM, Época Independiente, Departamento de Luján
de Cuyo, carp. 540, doc. 62, 1872, p. 13.
[49] AGPM, EI, Registro Oficial, carp. 201, doc. 13, 1843,
s/p.
[50] AGPM, EI, Cementerios, carp. 199, doc. 10, 1845, s/p.
[51] Verdaguer, José, Historia Eclesiástica de Cuyo, Premiata Scuola Tipografica
Salesiana, Milano, 1933, p. 256.
[52] Ahumada, Manuel, Código de las leyes,
decretos y acuerdos que sobre administración de justicia se ha dictado la
provincia de Mendoza, Imprenta del “El Constitucional”, Mendoza, 1860,
p. 185.
[53] AGPM, Época
Independiente, Cementerios, carp. 199, doc.10, 1846, s/p.
[54] AGPM, Época
Independiente, Cementerios, carp. 199, doc.10, 1846, s/p.
[55] Ayrolo, Valentina, “Reflexiones sobre el proceso de “secularización” a
través del “morir y ser enterrado”.
Córdoba del Tucumán en el siglo XIX”, en Dimensión
Antropológica, año 16, Vol. 46, 2009, México, p. 124.
[56] Martínez de
Sánchez, Ana María, “Y el cuerpo a la tierra…
en Córdoba del Tucumán. Costumbres sepulcrales. Siglos XVI- XIX”, en Apuntes, Vol. 18, N° 1, España, 2005, p. 15.
[57] Martínez de Sánchez, Ana María, 2005, Ob. Cit., p.
24.
[58] Caretta, Gabriela, “Ciudades de muertos y funerales de Estado.
Paradojas en la reconstrucción de la religión y la política entre los Borbones
y los gobiernos provinciales”, en V. Ayrolo, M. E. Barral y R. Di Stefano (Coords.),
Catolicismo y Secularización. Argentina, primera
mitad del siglo XIX, Biblos, Buenos Aires, 2012, pp. 100-103.
[59]
Di Stefano, Roberto, “La renovación de los estudios sobre el clero secular en
Argentina: de las reformas borbónicas a la Iglesia romana, en Anuario del Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos Segreti”, N°
7, Argentina, 2008, p. 253.
[60] Ayrolo,
Valentina, Funcionarios de Dios de la República. Clero y política en la
experiencia de las autonomías provinciales, Buenos Aires, Biblos, 2007, pp. 101-102.
[61] AGPM, Época
Independiente, Cementerios, carp. 199, doc. 10, 1872, s/p.
[62]Archivo Diocesano de Mendoza (en adelante ADM),
caja 47, asignatura 16.2.1, doc. 2737, 1841, s/p.
[63] AGPM, Época Independiente, Eclesiástico, carp. 66,
doc. 18, 1852, pp. 5-6.
[64] AGPM, Época Independiente, Cementerio, carp. 16,
doc. 28, 1862, p. 70.
[65]AGPM, Época Independiente, Cementerio, carp. 16,
doc. 28, 1862, pp. 70.
[66] Esta comisión era
la encargada de la inspección general del hospital, de este modo, debía
examinar sí el servicio se efectuaba con regularidad. Cfr. Municipalidad de la
Ciudad de Mendoza, Digesto Municipal de la Ciudad de Mendoza
1868-1886, Imp. de M. Biedma, Buenos Aires, 1887, p. 91.
[67] AGPM, Época Independiente, Hospital San Antonio, carp.
83, doc. 9, 1865, p. 13.
[68] AGPM, Época Independiente, Hospital San Antonio, carp.
83, doc. 19, 1866, s/p.
[69] El reglamento del
hospital de San Antonio de Padua de 1868 determinaba que el administrador del
establecimiento tenía la obligación de expedir el boleto de sepultura previo “visto bueno” del capellán. Municipalidad de la Ciudad de
Mendoza, Digesto Municipal de la Ciudad de Mendoza
1868-1886, Imp. de M. Biedma, Buenos Aires, 1887, p. 91.
[70] León León, Marco
Antonio, Tumba profana. Los espacios de la muerte en
Santiago de Chile, 1883-1932. Santiago, LOM Ediciones, Santiago,
1997, p. 51.
[71]AGPM, Época Independiente, Hospital San Antonio,
carp. 83, doc. 19, 1866, s/p.
[72] AGPM, Época Independiente, Hospital San Antonio,
carp. 83, doc. 19, 1866, s/p.
[73] AGPM, Época Independiente, Hospital San Antonio,
carp. 83, doc. 19, 1866, s/p.
[74] Ayrolo, Valentina, 2009, Ob. Cit.,
pp. 115-116.
[75] La libertad de
cultos ha dejado de ser una realidad en algunos de nuestros hospitales, en La Palabra, Mendoza, 3 de mayo
de 1926, p. 1.
[76] Armus, Diego, 2007, Ob. Cit.,
p. 371.
[77] Sánchez, Norma Isabel.
“Historia de la Salud Pública en la Argentina”, en Todo es
historia, núm. 501, Buenos Aires, 2009, p. 16.
[78] Armus, Diego, 2007, Ob. Cit.,
p. 274.
[79] Sánchez, Norma Isabel, 2009, Ob. Cit.,
p.16.
[80] AGPM, EI, Eclesiástico, carp. 68, doc. 107, 1866,
s/p.
[81] AGPM, Época Independiente, Eclesiástico, carp. 68,
doc. 107, 1866, s/p.
[82] Caretta, Gabriela, 2012, Ob. Cit.,
p. 107.
[83] AGPM, Departamento de Guaymallén, carp. 522, doc.
82, 1871, p. 5.
[84] AGPM, Época Independiente, Eclesiástico, carp. 69,
doc. 111, 1871, s/p.
[85] AGPM, Época Independiente, Eclesiástico, carp. 70,
doc. 17, 1872, s/p.
[86] AGPM, Época Independiente, Eclesiástico, carp. 70,
doc. 17, 1872, s/p.
[87] AGPM, Época Independiente, Departamento de
Guaymallén, carp. 523, doc. 34, 1872, p. 25.
[88] AGPM, Época Independiente, Departamento de Luján
de Cuyo, carp. 540, doc. 62, 1872, p. 13
[89] Archivo General de la Provincia de Mendoza (en
adelante AGPM), Época Independiente, Departamento de Luján de Cuyo, carpeta
540, documento 62, 1872, p. 13.
[90] AGPM, Época Independiente, Departamento Luján de
Cuyo, carp. 540b, doc. 38, 1876, s/p.
[91] ¿Qué se va hacer
entonces con los protestantes?, en El Constitucional, Mendoza,28 de mayo
de 1881, s/p.
[92] ¿Qué se va hacer
entonces con los protestantes?, en El Constitucional, Mendoza,28 de mayo
de 1881, s/p.
[93] Municipalidad de
la Ciudad de Mendoza, Digesto Municipal de la
Ciudad de Mendoza 1868-1886, Imp. de M. Biedma, Buenos Aires, 1887,
pp. 222-233.
[94] Ramos, Gabriela, “Transiciones
sombrías: Iglesia, Estado y los registros de defunciones en el Perú”, en Histórica, Vol. XXXVI, N° 2, Perú, 2012, p. 104.
[95] Rodrigues, Claudia, “Lugares dos mortos na
cristandade occidental”, en Revista Brasileira de
História das Religiões, N° 15, Brasil, 2013, p. 115.
[96] AGPM, Época Independiente, Eclesiástico, carp.72,
doc. 1, 1882, s/p.
[97] AGPM, Época Independiente, Eclesiástico, carp. 72,
doc. 1, 1882, s/p.
[98] AGPM, Época Independiente, Eclesiástico, carp. 72,
doc. 1, 1882, s/p.
[99] Verdaguer, José, Historia Eclesiástica de
Cuyo, Premiata Scuola Tipografica Salesiana, Milano, 1933, p. 255.
[100] ADM, caja 5, asignatura 4.2.2, doc. 4208, 1883,
s/p.
[101] El cementerio i el
clero, en El
Constitucional,
Mendoza, 15 de noviembre de 1883, s/p.
[102] El cementerio i
el clero, en El
Constitucional,
Mendoza, 15 de noviembre de 1883, s/p.
[103] El cementerio i
el clero, en El Constitucional, Mendoza, 15 de
noviembre de 1883, s/p.
[104] El cementerio i
el clero, en El
Constitucional,
Mendoza, 15 de noviembre de 1883, s/p.
[105] El cementerio i
el clero, en El
Constitucional,
Mendoza, 15 de noviembre de 1883, s/p.
[106] AGPM, Época Independiente, Eclesiástico, carp. 72,
doc. 48, 1883, s/p.
[107]El Cementerio i el clero II, en El Constitucional, Mendoza, 20 de noviembre de 1883, s/p.
El Ferrocarril era el diario opositor al gobierno
de José Miguel Segura (hijo del ex gobernador Pedro Pascual Segura –quien había
sancionado el mencionado decreto de 1846), mientras que El Constitucional era
el oficialista. Segura formaba parte del gobierno liberal, el cual se
encontraba en proceso de reestructuración. Scalvini, Jorge, “Mendoza y el
Unicato. Aspecto político”, en Revista Historia Americana
y Argentina, N° 1 y 2, FFyL, Uncuyo, Mendoza, 1956-7, p. 288 [En
línea] http://bdigital.uncuyo.edu.ar/objetos_digitales/7200/011-scalvini-rev-haya-1y2.pdf
(Consultado el 20 de octubre de 2017).
[108] El Cementerio i el
clero II, en El Constitucional, Mendoza, 20 de
noviembre de 1883: s/p.
[109] El Cementerio i el
clero II, en El Constitucional, Mendoza, 20 de
noviembre de 1883: s/p.
[110] El Cementerio i el
clero II, en El Constitucional, Mendoza, 20 de
noviembre de 1883: s/p.
[111] El Cementerio i el clero II, en El Constitucional, Mendoza, 20 de noviembre de 1883: s/p.
[112] Bertrand, Régis, “Estudio de los cementerios
franceses contemporáneos. Los problemas de método”, en Trace,
N° 58, México, 2010, p. 76.
[113] ADM, caja 5, asignatura 4.2.2, doc. 4210, 1883,
s/p.
[114] El cementerio y
el clero, en El
Constitucional,
Mendoza, 24 de noviembre de 1883, s/p.
[115] Nuestra última
palabra, en El
Constitucional,
Mendoza, 27 de noviembre de 1883, s/p.
[116] Mendoza, en El Constitucional, Mendoza, 6 de diciembre de 1883, s/p.
[117] Mendoza, en El Constitucional, Mendoza, 6 de diciembre de 1883, s/p.
[118] AGPM, Época Independiente, Eclesiástico, carp. 72,
doc. 103, 1887, s/p.
[119] Rodrigues, Claudia, 2013, Ob. Cit.,
p. 114.
[120] Silva Gotay, Samuel, Catolicismo y política en
Puerto Rico, bajo España y Estados Unidos, siglos XIX y XX,
Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Puerto Rico, 2005, p. 172.
[121] Ayrolo, Valentina, 2012, Ob. Cit.,
p. 119.
[122] El servicio del
hospital se encontraba dividido en diferentes dependencias: administrativa,
sanitaria, económica, religiosa y caritativa, dirigidas por la municipalidad,
los médicos, el ecónomo, el capellán y la sociedad de beneficencia.
Municipalidad de la Ciudad de Mendoza, Digesto Municipal de la
Ciudad de Mendoza 1868-1886, Imp. de M. Biedma, Buenos Aires, 1887,
pp. 88-89.
[123] Administración. Conflicto eclesiástico, en Los Andes, Mendoza, 1 de noviembre de 1902, p. 5.
[124]Campo neutral. El
papismo. El purgatorio y la misa, en Los Andes,
Mendoza, 5 de febrero de 1893, s/p.
[125] Campo neutral. El
papismo. El purgatorio y la misa, en Los Andes, Mendoza, 5 de
febrero de 1893, s/p.
[126] Ramos, Gabriela, 2012, Ob. Cit.,
p. 104.
[127] Ramos, Gabriela, 2012, Ob. Cit.,
p. 90.
[128] Rejistro Civil, en El Constitucional, Mendoza, 8 de febrero de 1881, s/p.
[129] Rejistro del Estado
Civil, en El Constitucional, Mendoza, 21 de agosto
de 1883, s/p.
[130] Rejistro del
Estado Civil, en El Constitucional, Mendoza, 21 de
agosto de 1883, s/p.
[131] Rejistro del
Estado Civil, en El Constitucional, Mendoza, 21 de
agosto de 1883, s/p.
[132] Rejistro del
Estado Civil, en El
Constitucional,
Mendoza, 21 de agosto de 1883, s/p.
[133] Rejistro del
Estado Civil, en El
Constitucional,
Mendoza, 21 de agosto de 1883, s/p.
[134] AGPM, Época Independiente, Eclesiástico, carp. 72,
doc. 77a, 1885, s/p.
[135] Pastoral del
clero argentino, en La Palabra, Mendoza, 19 de marzo de
1889, s/p.
[136] Pastoral del
clero argentino, en La Palabra, Mendoza, 19 de marzo de
1889, s/p.
[137] La Pastoral, en La Palabra, Mendoza, 20 de marzo de 1889, s/p.
[138] El matrimonio civil
y la última pastoral, en Los Andes,
Mendoza, 24 de marzo de 1889, s/p.
[139] Los curas, en Los Andes,
Mendoza, 11 de mayo de 1889, s/p.
[140] AGPM, Época Independiente, Memorias, carp. 130,
doc. 14, 1892, s/p.
[141] AGPM, Época Independiente, Registro Civil, carp.
215, doc. 47, 1896, s/p.
[142] Ley del Registro Civil, núm. 362, Mendoza, 1906,
p. 711.
[143] Ayrolo, Valentina, 2009, Ob. Cit.,
p. 134.