MATERIALIDADES QUE PORTAN SABERES.
JUJUY Y SUS BIBLIOTECAS (1750-1830)
MATERIALITIES
THAT CARRY KNOWLEDGE.
JUJUY AND
ITS LIBRARIES (1750-1830)
Silvano
G. A. Benito Moya
CONICET
Instituto de Estudios Históricos.
Universidad
Nacional de Córdoba. Córdoba, Argentina/
María Luciana Llapur
CONICET. Centro Interdisciplinario
de Investigaciones en
Tecnologías
y Desarrollo Social para el NOA.
Universidad Nacional de Jujuy. San Salvador de
Jujuy, Argentina
Fecha de ingreso: 12/08/2024.
Fecha de aceptación: 06/02/2025.
Resumen
Por lo
usual, los estudios sobre la cultura escrita durante el período colonial y su
transición se han concentrado en espacios urbanos centrales, como las ciudades
metrópoli. Poco a poco eso está cambiando en Argentina.
Jujuy
ha sido postergada, siendo que fue bisagra entre el Tucumán y Charcas, y sus
elites se relacionaron con las ciudades centrales de Salta y Córdoba, pero
también con La Plata y Potosí. Región de mucha conexión comercial a través del
camino real con el puerto de Buenos Aires y la zona minera del Altiplano.
Estudiamos
un conjunto de testamentos y expedientes de testamentarías post mortem,
con los métodos indiciario y comparativo, para reconstruir la dinámica de una
serie de bibliotecas privadas, y así discutir los espacios de circulación y
posesión libresca. Saberes prioritarios de una época, pero también gustos
particulares de sus propietarios; libros que, leídos o no, su presencia en los
estantes era una condición necesaria, habilitándonos a analizar los saberes e
ideas dominantes, en un contexto complejo, pues las reformas borbónicas y la
propia Revolución de Mayo de 1810 generaron nuevas realidades y nuevas
lecturas.
Palabras
clave: Cultura Escrita,
circulación de saberes, historia de las bibliotecas, Ilustración.
Abstract
Cultural Studies on written culture during the colonial period and its
transition have usually been focused on urban central spaces like metropolitan
cities. Gradually this has changed in Argentina.
Jujuy has been overlooked, considering that it was a hinge point between
Tucuman and Charcas. Its elites were interacting with central cities from Salta
and Cordoba as well as La Plata and Potosi. These were regions with a lot of
commercial relation to the port of Buenos Aires and the mining area from the
Altiplano through the Camino Real.
We have studied wills and post mortem Probate Court records with
indiciary and comparative methods to reconstruct the dynamics of a series of
private libraries and thus discuss the circulation spaces and book possession.
The theoretical knowledge from a time period, particular tastes of the book
owners, books (read or not), that with its mere presence were a precondition to
analyse the knowledge and prevailing ideas of the times. We should bear in mind
that this was a complex context since the Bourbon Reforms and even the May
Revolution in 1810 generated new realities and new interpretations.
Key
words: Written Culture; Knowledge circulation; library history; Enlightenment.
San Salvador de Jujuy se fundó definitivamente a
finales del siglo XVI para reforzar el comercio de mercancías y ganado entre Chuquisaca
y el puerto de Buenos Aires. Una avanzada en una frontera caliente, que
aseguraba un corredor a lo largo de la Quebrada de Humahuaca y la Puna. Esto
imprimió en ella el carácter de ciudad de paso y sendos espacios geográficos
fueron sus jurisdicciones. De reducido tamaño y habitantes, su dinámica mixturó
la cultura andina y española con diversos resultados.
Los libros no ocuparon un lugar destacado, pero no se
puede negar que, en cuanto a dispositivos culturales, produjeron efectos
diversos en una población mayoritariamente indígena y analfabeta. Había libros
en algunas tiendas para la venta, y estaban presentes en las nutridas
bibliotecas de un jurista y en las de todos los clérigos. Eran infaltables en
las conventuales de los mercedarios y franciscanos y en la de la hacienda de
los jesuitas de la frontera con el Chaco. Estaban en la ciudad y en los pueblos
de indios de la Quebrada; y circulaban entre los comerciantes, los mineros, los
caciques indígenas y también entre algunas mujeres. Viajaban desde el puerto de
Buenos Aires y desde y hacia Charcas. Los que estudiaban en Córdoba, en la
docta ciudad, los llevaban consigo a su morada solariega. Servían para leer, instruir,
ampliar el horizonte informativo, alimentar el alma y los sentidos de sus
dueños o furtivos poseedores, hasta para comprar y pagar o envolver cosas con
sus hojas ¿Qué funciones cumplieron los libros de Jujuy entre ese siglo XVIII y
los inicios del siglo XIX? ¿Quiénes fueron sus dueños? ¿Qué usos se hizo de estos
objetos gráficos? ¿Cuáles son esos saberes y en qué medida transmitieron los
valores imperantes sobre el deber ser de
los grupos dominantes en su ligazón con la Monarquía y, luego de la Revolución
de Mayo con las nuevas autoridades? Son algunos de los interrogantes que guían
este trabajo.
El estudio se aborda desde la propiedad de los
diversos objetos culturales o, mejor dicho, de las propiedades, porque la
relación del humano con las cosas está históricamente construida y siempre
existieron diversos usos y prácticas de propiedad (Fandos y Teruel, 2014).
Somos conscientes de que para estudiar a fondo la relación de lectura con el
libro se necesitarían otras fuentes -difíciles de hallar en los archivos
jujeños-, otros métodos, y otras lecturas a contrapelo. Aunque, también sabemos
que la frecuentación de la lectura no está necesariamente relacionada con la
propiedad, pues los libros circulan (Chartier, 1994). Aquí interesan muchas
otras relaciones que se tejen en el campo de la cultura escrita, que no
implican solo lectura.
En Argentina, por lo usual, los estudios sobre el libro,
su posesión, su circulación y su lectura durante el período colonial y su
transición se han concentrado en espacios urbanos centrales, como las ciudades
metrópoli, por ser focos de atracción debido a sus instituciones de gobierno,
religiosas y de educación (gráfico 1). Poco a poco aparecen estudios sobre
bibliotecas y libros de otros espacios, considerados marginales por la
literatura tradicional. Jujuy ha sido uno de esos lugares postergados, siendo
que fue una ciudad bisagra entre el Tucumán y Charcas, entre las relaciones de
sus elites con Salta y Córdoba, pero también con La Plata y Potosí y de
conexión comercial importante a través del viejo camino real y otros circuitos
con muchos otros puntos geográficos, como Chile.
Gráfico 1:
Espacios coloniales sobre los que
se han focalizado las publicaciones
Fuente:
Rubí (2010) e investigaciones posteriores de los autores[1].
En Argentina, el interés por el libro colonial data de
mediados del siglo XIX, cuando un grupo de hombres de letras de entonces -Juan
M. Gutiérrez, Antonio Zinny, José Toribio Medina y Bartolomé Mitre, entre otros- se
preocuparon, principalmente, por la producción de las primeras imprentas del Río
de la Plata y el Tucumán. A inicios del siglo XX, mucho antes de que la
temática se desarrollara en Europa hubo dos pioneros, el argentino José Torre
Revello (1940) y el estadounidense Irving Leonard (1949). En su intercambio epistolar tuvieron plena
conciencia de ello y de cómo sus trabajos habían roturado nuevos campos. Fruto
de esta influencia fueron los primeros trabajos que se ocuparon enteramente de
las bibliotecas, sus dueños y la circulación de sus saberes (Furlong, 1944,
1952)[2].
A fines de los ’80 y ’90 la principal autora que se
ocupó de las bibliotecas coloniales fue Daisy Rípodas Ardanaz (1989, 1999). La autora logró
una visión de síntesis del fenómeno del libro, de sus usos, de su fisonomía y
circulación, de las bibliotecas institucionales y privadas, y de la lectura pública
y privada, entre otros tópicos[3].
Jaime Peire (2000) y Roberto
Di Stéfano (2004), a inicios del siglo XXI, han sido señeros[4].
Dos de sus libros analizan la sociedad porteña de fines del siglo XVIII y del
adentrado siglo XIX; los trabajos se ocupan del clero, regular uno y secular el
otro, la capa de mayor alfabetización de la sociedad de entonces y, si bien, no
dedicados al mundo de la cultura escrita sí estudiaron el fenómeno del libro,
incorporando en sus análisis las perspectivas y conceptualizaciones
chartieranas.
En el mismo sentido han ido
los trabajos de Alejandro Parada (1999, 2002, 2009), siempre analizando las
sociabilidades porteñas en torno a las representaciones y prácticas del orbe
libresco, sobre todo de la primera mitad del siglo XIX. El incorporar en sus
trabajos marcos teóricos de la Bibliotecología -que ha formado parte de su
formación profesional-, le ha conferido novedad de enfoque. Ha sido uno de los
que más ha introducido la renovación teórica de la paleografía italiana.
Héctor Cucuzza (2013) ha
escrito el capítulo del período colonial de una obra colectiva dedicada a la Historia
de la lectura en Argentina[5].
Para el espacio misional se ha defendido en 2022 la tesis doctoral de Fabián
Vega, que marcará, sin duda, nuevos rumbos temáticos y metodológicos para el
campo de la historia de la cultura en el espacio colonial argentino.
La historiografía, desde finales de los ’70, inició
una revalorización del análisis cultural desde nuevas perspectivas, que
rompieron con los postulados de la historia de las mentalidades y que dieron
origen a la Nueva Historia Cultural, donde la cultura aparece como una
dimensión que forma parte y atraviesa todas las prácticas sociales, ya que
tanto ella como la sociedad son inseparables (Chartier, 1996: 47). La Historia Cultural
permitió romper con los rígidos esquemas del materialismo histórico, al
plantear la idea de que una sociedad está conformada por distintos grupos que
son capaces de crear y recrear sentidos propios, estrategias simbólicas, a
partir de una realidad determinada y de dotar de significados particulares a
los objetos y a los discursos (Chartier, 1996; Ríos Saloma, 2009).
Durante la década del ‘80, los estudios de Historia Cultural
cobraron auge en Argentina, conformando un campo de carácter amplio, complejo y
diverso en cuanto a sus contenidos y líneas de abordaje. Esto implicó la
preocupación de un creciente número de investigadores por transgredir la
fórmula donde primaba solo el documento, logrando así la apertura de un renovado
campo de trabajo, el de la Historia de la Cultura Escrita, la Historia del
Libro, de las Bibliotecas y la Historia de la Lectura; es decir, de todo
aquello que involucre a las prácticas de escritura y lectura, como de los
contextos de representaciones y sentidos.
Sobre la existencia del libro en el Jujuy colonial se
han producido -con disímiles profundidades- algunos trabajos, no siempre
dedicados exclusivamente a esta geografía. Así, Celina Lértora Mendoza (2003,
2009, 2010) dentro del conjunto de las bibliotecas de conventos franciscanos de
Argentina, ha abordado el contenido del fondo antiguo del cenobio jujeño.
Enrique Cruz (2021), en cambio, aborda la biblioteca de la estancia de San
Lucas, que existió durante el siglo XVIII en la frontera tucumana con el Chaco
y perteneció a la Compañía de Jesús.
Nuestro trabajo se aborda desde el campo flexible,
poroso y lábil de la Historia de la Cultura Escrita y de las Bibliotecas. Con
este enfoque, Luciana Llapur (2019) ha publicado acerca de las bibliotecas
privadas de Salta y el Jujuy colonial, ciudades y jurisdicciones, ya no sobre
lo que se ha conservado, sino sobre lo que alguna vez existió y ya no está.
Las treinta y un librerías que componen el corpus
principal de este estudio se obtuvieron, principalmente, del barrido
pormenorizado de cada una de las testamentarías post mortem
que se hallan en el Archivo de Tribunales y el Archivo Histórico de Jujuy[6]
desde 1750 hasta 1830.
La investigación se acomete a través del método indiciario, que como lo han
descrito los maestros Armando Petrucci (1990, 1999, 2003), Roger Chartier
(1992, 1994, 1999, 2006), Carlo Ginzburg (1991), Robert Darnton (2003) y Fernando
Bouza Álvarez (2018), entre otros: a falta de series documentales específicas
que contengan datos se sigue la observación de indicios, datos fragmentarios
que se recogen, luego de múltiples y variadas lecturas de fuentes muy diversas,
procedentes de varios fondos y archivos. Al no contar con series documentales
específicas para este tipo de trabajo, hemos consultado todos aquellos
expedientes -testamentos y testamentarías en su mayoría- que mencionaban libros
y, a su vez, nos permitían reconstruir la vida de sus propietarios.
De esta manera hemos podido caracterizar la posesión
libresca de la sociedad jujeña, rescatando e identificando los libros que en su
interior circulaban, reconociendo a sus propietarios, quienes ocuparon un lugar
en el entramado social a partir de las relaciones entre sí, pero, además, a
través de sus profesiones y oficios. En esta pequeña pero activa ciudad, donde
los pocos hombres y mujeres dueños de librerías se conocían y relacionaban por
lazos comerciales, parentales, entre otros, los libros también fueron un puente
de vinculaciones y sociabilidad.
San Salvador de Jujuy y sus circuitos múltiples
La llegada de los primeros españoles al espacio que
ocuparía Jujuy se realizó cuando aún no estaba consolidada la conquista de los
Andes Centrales, siendo el adelantado Diego de Almagro quien procuró la
ocupación de los territorios al sur del lago Titicaca (Sica y Ulloa, 2010: 43).
Tras dos intentos de fundación fallidos -1561 y 1575-, el 19 de abril de 1593,
se llevaba a cabo la fundación definitiva de la ciudad de San Salvador de
Jujuy, con el propósito de conectar a Potosí con el Atlántico a través del
puerto de Buenos Aires. Francisco de Argañaraz y Murguía, vecino de Santiago
del Estero, fue quien costeó y llevó adelante la empresa. El proceso de ocupación
y de desnaturalización indígena de la región, empezó a consolidarse con la
fundación de Tarija (1572), Salta (1582) y San Salvador (1593), pues había que
asegurar el camino de toda la Quebrada de Humahuaca y la Puna (Sica, 2014: 21).
Así quedó reforzada y delimitada una franja territorial, flanqueada por dos
fronteras hostiles. Al este los indígenas del Chaco, mocovíes, malabaes, guaycurúes,
tobas, entre otros y, al oeste, los calchaquíes y los diaguitas. La guerra
contra el indio fue una constante en toda la historia colonial del Tucumán. El
carácter bélico de esta sociedad, por su calidad de frontera permanente,
incidió considerablemente en su estructuración social (Mata de López, 2005: 30).
Desde la fundación, Jujuy formó parte de la
Gobernación del Tucumán, pero con la creación del Virreinato del Río de la
Plata en 1776 y la Real Ordenanza de Intendentes de 1782 y la Declaración de
1783, la gobernación fue dividida en dos: la Intendencia de Córdoba del Tucumán
y la Intendencia de Salta del Tucumán. Esta última, con cabecera en Salta y
autoridad sobre Jujuy, San Miguel de Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca
(Cruz, 2011: 13). Tras las continuas guerras civiles -ya entrado el siglo XIX-
se asistió en 1814 a la división de la intendencia en dos provincias: Salta y
Tucumán. Salta ejerció jurisdicción sobre Jujuy, Orán, Tarija y el Valle de
Santa María hasta 1834, cuando se separó y constituyó una provincia aparte (Conti,
2010: 87).
Esta pequeña ciudad, para el siglo XVIII y XIX que
estudiamos, se encontraba emplazada en un damero formado por unas pocas
manzanas, siete de sur a norte y once de este a oeste. Solo una plaza
principal, a cuyo alrededor se emplazaba el cabildo y la iglesia matriz, y dos
conventos religiosos masculinos de Santa Ana (mercedarios) y San Francisco
(observantes franciscanos) y una capilla dedicada al patrocinio de Santa
Bárbara. Y, además de los solares de vivienda, había un pequeño grupo de
tiendas y pulperías que aportaban el dinamismo comercial urbano. El casco
urbano estaba delimitado por los ríos Xibi-Xibi o Chico y Grande. Luego, los
ejidos municipales para las huertas y quintas y, finalmente, la dilatada dehesa,
con sus mercedes, reales de minas, pueblos de indios y los ayllos (Cruz, 2014:
19).
Figura 1.
Plano de la ciudad dibujado por Ricardo Rojas en base al padrón de 1808.
Fuente:
Archivo Histórico de la Provincia de Jujuy, Fondo
Ricardo Rojas, Caja V, Legajo I.
En la economía colonial, Jujuy tuvo un papel activo
por ser ruta de tránsito y contacto, ya que era el punto a través del cual se vinculaban
los territorios colindantes con el Altiplano. Por ser la ciudad más cercana al
área minera, era el punto en el que comenzaba el ascenso hacia las tierras
altas, donde se abandonaba el transporte de las carretas por los animales de
carga (Sica y Ulloa, 2010: 55). La ciudad fue adaptando su economía a las
necesidades del mercado minero, conllevando a una especialización regional de
la producción dentro del espacio peruano. Como resultado de esto, la
estabilidad y evolución económica quedó sujeta al desenvolvimiento de este
mercado.
Previo al éxito del comercio mular, la economía
regional se relacionó con la ganadería y sus derivados, tales como grasas,
cecina, charqui y sebo (Sica y Ulloa, 2010: 56). Luego del éxito minero
potosino, Jujuy diversificó sus negocios, tales como la invernada y venta de
mulas, artesanías y la arriería. Esta última se transformó en una de las
principales actividades económicas para los españoles e indígenas de la
jurisdicción, por el creciente tráfico de comida, bienes de Castilla -entre
ellos el papel y los libros- y de la tierra, herramientas y ganado, que se
vendían en la propia jurisdicción o en otros lugares.
Cuando hubo altibajos en el comercio mular y de
efectos de Castilla por situaciones internas -rebelión altoperuana- y externas -las
guerras de la Monarquía Hispánica con Inglaterra y Francia- los efectos de la
tierra lograron sobreponerse por un microclima económico de relativa
independencia de los centros mineros respecto del comercio portuario y por una
consolidación interna del mercado que tenía su vinculación comercial más intensa
con Charcas (Sica y Ulloa, 2010: 78). Sin embargo, había muchos otros
circuitos, como el que conectaba con Chile a través de la ciudad de Salta que
cruzaba la cordillera de los Andes por el Paso de Guaitiquina que llevaba a San
Pedro de Atacama (Conti y Sica, 2011). Por este, particularmente, se enviaba
ganado a la costa del Océano Pacífico e ingresaban los efectos provenientes de
Santiago de Chile, desde tejidos, chocolate, objetos de cobre, almendras y,
sobre todo, azúcar (Mata de López, 2005: 42).
Esta situación mutó en respuesta al contexto
revolucionario, después de 1810. Las guerras de independencia provocaron una
militarización de la sociedad, porque el territorio fue frecuentemente foco de
los enfrentamientos armados: hubo once invasiones realistas en esta jurisdicción
y su población debió abandonar su tierra en tres oportunidades. Situaciones que
conllevaron a la interrupción del comercio con el Alto y Bajo Perú, los cuales
se restablecieron a partir de la década de 1830, cuando se pacificó el área
(Conti y Gutiérrez, 2009).
La población jujeña era en
su mayoría rural e indígena, y en la ciudad de San Salvador se encontraba la
mayor diversidad étnica, ya que allí había españoles, negros, indígenas y
mestizos, siendo la Puna la que concentraba más del 60% de la población, con
escasa presencia española (Lagos y Conti, 2010: 70). En el censo de 1779, la
ciudad contaba con 1707 habitantes, de los cuales el 25% eran españoles; reuniendo
la mayor concentración de población española de toda la jurisdicción, que
contaba con unos 15.000 habitantes, de los cuales el 4% eran españoles y 81%
indígenas. Los migrantes españoles llegados durante el período borbónico -la
mayoría vascos- se concentraron en la ciudad, ya que ocuparon puestos en la administración
local o se dedicaron al comercio (Conti, 2008).
Solo un reducidísimo grupo
constituía la elite que detentaba los cargos políticos y religiosos -tenientes
de gobernador, alcaldes y regidores capitulares, curas rectores- descendientes,
muchos de ellos, por lazos sanguíneos de encomenderos (Ferreiro, 2010: 48),
aunque la elite se había abierto durante el siglo XVIII a los nuevos migrantes
españoles mediante lazos matrimoniales y de paisanaje. Linaje, riqueza y poder eran, de esta
manera, condiciones indispensables para integrarla (Mata de López, 2005: 179).
Los libros, objetos y mobiliario también fueron representación material de
poder y prestigio, por lo que su posesión implicaba cierto status y posición social.
Sea por herencia, compra o dote, las casas fueron
disponiendo de sus espacios -alcobas, salas, aposentos y estrados- con objetos
y mobiliario adecuado para las tareas que en esas habitaciones se debían
concretar. Sin embargo, muchos de ellos solo fueron adquiridos por gusto y decoración,
mientras que otros -con el paso del tiempo- supieron ser el medio para las
actividades de lectura y escritura, brindando la comodidad necesaria y resguardando
los libros.
Sara Mata de López (2005) asevera que se produjeron
grandes cambios en la sociedad y economía regional a partir de las reformas
borbónicas, ya que en diversos ámbitos modificaron e impactaron en lo existente,
como “la modificación del régimen fiscal, el control de
los bienes de la Iglesia, el establecimiento de una carrera administrativa para
acceder a los más altos cargos en la administración colonial, la organización
de las milicias, y la expulsión de los jesuitas”, formaron parte del
plan de reestructuración de las colonias americanas (Mata de López 2005: 37). Con
ello, también circularon nuevas ideas, otras viejas desempolvadas y libros a
favor, para legitimar el conjunto de medidas.
Las reformas borbónicas y las guerras por la
independencia supusieron una reestructuración. La ciudad de Jujuy y toda la
Quebrada de Humahuaca fue espacio militarizado, si los hubo, en constante
asedio y conflicto, y donde la guerra pasó a formar parte de la vida cotidiana.
En los sucesivos abandonos de la ciudad se debieron elegir qué llevar y qué
dejar, entre ellos los libros.
Los formadores de bibliotecas
Las treinta y una bibliotecas privadas de Jujuy para
el período 1750-1830, reunieron un total de 937 libros[7].
De este universo libresco, nos interesa conocer aquí un fragmento de la vida de
sus dueños, sus profesiones y oficios.
Hombres, y mujeres en menor medida, guardaron estos
volúmenes que, aunque no siempre de su propiedad, se hallaban en sus tiendas,
hogares y petacas de viaje. Del total de libros, veintiocho hombres reunieron
922 y tres mujeres 15 volúmenes.
Gráfico 2:
Posesión libresca por grupos
Fuente: Testamentarías I a XXXII.
Entre las profesiones hallamos clérigos, comerciantes,
militares, hacendados, mineros, un jurista, un artesano y un panadero; empero,
resulta un tanto artificial la distinción tajante entre estas ocupaciones, ya
que la mayoría ejercía el comercio siendo clérigos, militares y hacendados o el
caso de un clérigo dedicado también a la minería. Lejos de superponerse estas
actividades y tareas, respondían a las necesidades de una ciudad y territorio
militarizados en muchos aspectos (gráfico 2). Roger Chartier (1996) ha
advertido sobre usar desgloses sociales previos para dar cuenta de las
diferencias culturales. Las diferencias de estado y de fortuna no siempre
tienen que ver con la frecuentación de lo escrito. Sin embargo, sí creemos que
se pueden al menos dar cuenta de algunas divisiones sociales en torno a
profesiones, oficios o simplemente ocupaciones; primero, porque claramente
advertimos libros que se adquieren de diverso modo por intereses en torno a los
trabajos que se emprenden y, segundo, que Chartier (1994) no se cuida de
usarlas en algunos trabajos.
A.- El grupo que más libros reunió, por obvias
necesidades profesionales, fue el de siete clérigos con 769 volúmenes; sin
embargo, más del 70% de estos (550) pertenecieron solo a dos: los doctores Juan
Pascual Bailón Pereyra -con una de las bibliotecas privadas más grandes del
Tucumán de entonces: 279 libros-, y Diego Antonio Martínez de Iriarte con 271
volúmenes. Este último, presbítero y abogado, descendía de una familia vasca
que, afincada en Córdoba a principios del siglo XVII, se le concedió una
encomienda en las jurisdicciones de San Miguel de Tucumán y en Jujuy
(Zenarruza, 1991: 394). Su padre, el general Diego Tomás, también encomendero
de una parcialidad de los ocloyas, desde 1750 pasó por los puestos de alcalde
capitular y teniente de gobernador, entre otros (Cruz, 2015: 129-131). La
familia, perteneciente al patriciado mercantil, estableció redes que le
permitieron gozar de una posición económica favorable, estrechando lazos con la
Iglesia, como sucedió con la estancia de Perico, adquirida por el bisabuelo de
Diego Antonio, que luego sería viceparroquia y se constituiría como curato en
1773 (Cruz, 2010: 120; Vergara, 1942: 105-106).
Martínez de Iriarte estudió en la Universidad de
Córdoba como convictor de su Colegio de Monserrat entre 1739 y 1747, año en que
obtuvo su doctorado en Teología. Después continuó estudios de leyes en San
Francisco Xavier de Chuquisaca. En 1772 fallece en Salta, donde residió en sus
últimos años, dejando por testamento que se estableciera una capellanía con su
biblioteca, las casas de su morada y otros bienes nada desdeñables, y que las
ganancias de esta, sirviera para la manutención de sus sobrinos -quienes
estudiaban en Córdoba- hasta que el que fuera sacerdote y abogado pudiera
hacerse cargo de la capellanía a condición de que “defendiera como abogado a
los pobres” (XXXII).
La biblioteca más grande que hemos hallado pertenecía
al doctor José Pascual Bailón Pereyra, cura rector de San Salvador de Jujuy y
originario de Córdoba. Murió ab intestato
el 12 de mayo de 1789.
José Pascual había completado todo el currículum en la
universidad de su ciudad natal, pues había estudiado desde el curso bianual de
gramática latina en 1753 hasta graduarse de doctor en teología en 1764. Si bien
había ingresado como manteísta -estudiante externo- en julio de 1757, a través
de una beca dotada ingresó como colegial del Monserrat. Su cursus honorum había iniciado por la
propiedad del árido y desértico curato de Guadacol (La Rioja) en 1764, a cuyo
título se había ordenado in sacris,
hasta que en 1777 se hizo cargo de las doctrinas de Cochinoca y Casabindo
dentro de la jurisdicción del Marquesado del Valle de Tojo, hasta pasar al
curato rectoral de Jujuy (XVI).
La tercera biblioteca clerical más voluminosa, con 87
libros perteneció a Gregorio López de Velasco. Provenía de una familia
universitaria, sobre todo la paterna, profundamente vinculada a los cuadros de
la Iglesia. López de Velasco, en su haber contaba con cuatro tíos paternos
clérigos y dos monjas profesas del Arzobispado de Charcas; todos los varones
habían estudiado en la Universidad de San Francisco Xavier y la mayoría se
había doctorado. Tuvo un hermano universitario y presbítero como él: Pedro López
y un sobrino ordenado in sacris,
el doctor José Mariano Mendizábal que estudió en la Universidad de Córdoba. Una
vez más, es el caso de una familia vasco-americana, que hace alianzas
matrimoniales con el grupo de estos poderosos y afortunados comerciantes (Zenarruza,
1991: 253). Incluso el albacea nombrado por López de Velasco era el clérigo
Juan Ignacio Gorriti. Fue cura de la doctrina de los ocloyas, hizo construir su
iglesia en el pueblo tras un permiso solicitado en 1792; sin embargo, residía
en la ciudad, donde falleció en 1799 (XVIII).
El juicio de inventario y partición de bienes del
clérigo Martín Ignacio de Goyechea declara 75 libros. Hijo del general José
Antonio de Goyechea -que lo conectaba directamente con el fundador del
entronque navarro en Jujuy- y por madre con doña Gabriela de Argañaraz y
Murguía, era descendiente de vasco- navarros ya americanos y, lo más
importante, descendía de toda la elite encomendera fundadora (Zenarruza, 1991: 65).
Doctor en teología y presbítero, había estudiado en Córdoba entre 1743 y 1748.
Con posterioridad pasó a La Plata donde continuó sus estudios en la Universidad
de San Francisco Xavier y como colegial del San Juan Bautista hasta el título
máximo. Al ordenarse, volvió a la ciudad, y en 1803 escribió y entregó su
testamento en pliego cerrado, pidiendo que permaneciera así hasta sus últimos
días. Un año después, en 1804, fallecía en su hacienda de Yala (XIX).
Los Goyechea lograron tejer la mayor red de parentesco
por matrimonio durante el siglo XVIII, al punto de constituir el 40% de la
elite jujeña y los encomenderos del siglo XVIII, en su mayor parte,
pertenecieron a esta familia (Sica, 2019: 186). Muestra de ello son los enlaces
de las mujeres de esta familia con miembros de la conspicua elite jujeña, entre
los que se encontraban Ángel de la Bárcena, Domingo Martínez de Iriarte y José
de la Quadra. Los hermanos del presbítero Goyechea, José Antonio y Miguel
Esteban, además de ser encomenderos, ocuparon diversos cargos en el gobierno
local, y el segundo de ellos fue un importante comerciante de esclavos (Cruz,
2015: 128).
Oriundo de Salta era José Gabriel de Torres, quien
estudió en la Universidad de Córdoba, desde la gramática (1737) hasta graduarse
de Maestro en Artes (1742). Fue colegial del Monserrat del que salió expulsado.
Fue cura propietario de las doctrinas de Cochinoca y Casabindo, le sucedió como
cura interino Bernardino Castellanos y, luego como propietario otro clérigo de
nuestro interés, Antonio Cornelio Albarracín, quien tenía una biblioteca de 8 libros
al momento de su muerte. Torres muere en 1774, cuatro años antes había
redactado su testamento, estipulando que se separasen 20.000 pesos para la
fundación de diez capellanías de 2000 pesos cada una, de las cuales serían
beneficiados sus parientes (Caretta, 2000: 97). Su biblioteca contaba con 22
volúmenes, la mayoría tomos sueltos y “maltratados” según inventariaron los
comisionados (XI).
El maestro Francisco Javier del Sueldo, presbítero
-ordenado en 1735-, tiene al momento de morir una biblioteca de diez volúmenes.
Tuvo una vida de muchas vinculaciones estratégicas; sin embargo, no parece que
hayan sido para ascender en el cursus
honorum de la Iglesia, aunque esto lo favoreció, sin dudas, como
empresario.
Fue cura interino de Humahuaca y capellán propietario
de dos capellanías que, junto a sus emprendimientos, procuraron su sustento. Se
desarrolló sobre todo como comerciante de productos de Castilla y frutos de la
tierra que sacaba de su hacienda sobre el río Perico, con vinculaciones -por
parentesco, amistad o negocios- con los comerciantes de Jujuy más poderosos,
pero también mediante un sistema de redes con otros presbíteros, tales como el
cura rector de la matriz de Jujuy Mtro. José del Castillo, Mtro. Francisco
Castellanos, Mtro. Juan de Herrera, Dr. Diego Antonio Martínez de Iriarte, su
primo Mtro. Pedro Pablo del Sueldo, su hermanastro Dr. Juan José Dávalos y su
albacea Dr. Martín Ignacio de Goyechea. Estaba muy vinculado, curiosamente, al
grupo de comerciantes vasco- americanos en Jujuy y Salta: Miguel de Indaburu,
Gerónimo de Martierena, Miguel de Olasso, Diego Tomás Martínez de Iriarte y sus
dos hijos Gaspar y Diego Antonio, Gregorio Zegada, y el maestre de campo Andrés
Eguren y Tomás de Inda, que serían sus albaceas y, en Buenos Aires, a Francisco
Díaz de Perafán.
Su pequeña biblioteca, con 10 tomos, muestra que la
mayoría de sus lecturas derivaban de su oficio. Había sido un individuo
presente en la familia, sus criados y esclavos. Había traído a sus tres
sobrinitas y al sobrino varón Tomás Mealla -huérfanos de padre- desde Tarija a
Jujuy. A Tomás lo condujo él mismo a Córdoba al Colegio Monserrat, para que
fuera a la Universidad. Lo mantuvo hasta graduarse de doctor y dotarlo para que
se ordenase. Declaraba haber hecho lo mismo con su otro sobrino Miguel
Villafuerte, habiéndolo hecho estudiar en la Universidad de Córdoba y haberlo
mantenido como convictor en el Monserrat. Dejó bienes para sus esclavos
libertos y los hijos de estos a quienes había doctrinado, alfabetizado y pagado
por la instrucción de oficios, entre ellos el de zapatero (XIII).
En 1802, fallecía el presbítero Mtro. Antonio Cornelio
de Albarracín, dueño de 8 volúmenes. Fue manteísta de la Universidad de Córdoba
entre 1739 y 1745 graduándose de Maestro en Artes en 1746. En 1777 se lo ve
como teniente cura de la campaña de San Salvador y, luego, cura del beneficio
de Cochinoca y Casabindo (XXI).
José Joaquín Bernal no llegó a concluir sus estudios
como clérigo, murió joven, probablemente muy enfermo en 1810. Uno de los
mayores acreedores que se presenta en la testamentaría, Manuel de Tezanos
Pinto, le había prestado 235 pesos para que pudiera retomar estudios en la
Universidad de Córdoba. Efectivamente, lo encontramos allí cursando el primer
año de teología y entrando al Seminario de Nuestra Señora de Loreto desde junio
a octubre de 1805. Se anotó que salía por enfermedad. Durante ese corto período
en los libros universitarios se lo presentaba como “pobre y huérfano”. Entre
sus 13 libros se halló la mayoría sobre medicina y cirugía, y por la rareza de
estas obras en el circulante jujeño podríamos conjeturar que pueda haberse
armado una biblioteca para el tratamiento de sus reiterados achaques (XXII)[8].
Los clérigos constituyen el grupo que aparece más
abroquelado, porque verdaderamente componen un estamento social y se presta
ayuda, favores y libros (Serrera, 1994: 70) y también realizan actividades
comerciales fuera de su ocupación “profesional”.
B.- Los comerciantes, grupo fundamentalmente seglar, se
dedica a este ramo en forma exclusiva, y son nueve propietarios de unos 80
libros. Aunque desde esa perspectiva las divisorias de una clasificación por
oficios son muy lábiles, pues el grupo que llamaremos hacendados también se
dedican al comercio y, dentro de este último también hay algunos individuos
militares.
Domingo López Mojardín declara en su testamento de
1752, ser asturiano, soltero y no tener descendencia. Era síndico del convento
de San Francisco. Es un comerciante del ramo de productos de Castilla y “de la
tierra” y muy vinculado al comercio del puerto de Buenos Aires, pero también a
la Capitanía General de Chile y directamente con comerciantes de la propia
España. En una taleguita suya se encontraba un “librito de devociones muy
viejo”, la definición de “viejo” muestra su uso, su compañero de viaje en la
talega, sus imprecaciones a Dios, su fe (I).
Un año después, don Martín de Argañaraz y Murguía
fallecía súbitamente mientras caminaba por una calle de Jujuy a las cuatro de
la tarde de un 15 de febrero de 1753. Había oficiado de mayordomo del hospital
de Jujuy en 1728, 1733 y 1735 (Cruz, 2015: 128). Es difícil saber cómo venía el
parentesco, por la existencia de varios homónimos contemporáneos, pero confluía
en un abuelo encomendero que poseyó la encomienda del pueblo de Ossa que, a su
vez, había pertenecido a su bisabuelo y, luego, los pueblos indios de Paypaya y
Purmamarca. (Zenarruza, 1991: 18). En su casa encontraron su biblioteca formada
por quince libros, de los cuales según informaciones posiblemente de sus
dueños, algunos eran prestados. Lamentablemente, la impericia de quien los
inventarió nos ha vedado el conocer su contenido (II).
Pedro Miranda, comerciante minorista, poseía una
pequeña tienda, cuyo local alquilaba al momento de fallecer en 1754. Al
inventariar los objetos, solo se hallaba un libro titulado Las siete estrellas de Francia que, para la venta, subsistía en
acogida promiscuidad con los bártulos de mercería (III).
El andaluz, capitán de forasteros, José Alberto
González, muerto súbitamente en enero de 1763, tenía una tienda en San
Salvador. Decía estar casado en Cádiz y, entre sus papeles, se encontró
correspondencia con una hija, datada en Sevilla. Los libros diversos que se
inventariaron, sumando un total de 7 tomos, aparentemente eran de su uso
personal y no estaban a la venta (V). Con un par de tomos más, 13 en total, nos
encontramos a Andrés Eguren y Lecuona, vasco de nacimiento, de Guipúzcoa, y
como tal tenía libros en su idioma y un diccionario vasco- castellano, como
otros propios de su profesión de comerciante (XV).
El comerciante cántabro Domingo Manuel Sánchez de
Bustamante, natural de Cabezón de la Sal, había amasado una formidable fortuna
al momento de morir en 1796. Estaba casado con doña María Tomasa de Araujo y
Zárate, por la que se vinculaba con la elite encomendera fundadora. Sin dudas,
un comerciante muy poderoso, vinculado a importantes miembros de la elite
mercantil de otras ciudades del Virreinato, que además ofició de alcalde de
segundo voto en varios períodos, también como maestre de campo y tesorero real
(Cruz, 2015: 130, 131 y 134). Entre sus redes comerciales figuraba nada menos
que don Martín de Álzaga, junto a Juan José de Lezica y Juan Antonio de Lezica
y Ozamiz, todos poderosos mercaderes de Buenos Aires. Para Tucumán aparece el
militar y comerciante José Antonio Álvarez de Condarco, que tendría mucho que
ver, luego, en la causa emancipadora (Cutolo, 1968: 144-145). Quizá por
paisanaje, se vinculaba también en Córdoba con Francisco Javier de la Torre, que
tenía, a su vez, parentesco con los Lezica (Cutolo, 1975: 192-194), por lo que cerraba una poderosa red de
vinculaciones.
En su casa existía una variada biblioteca compuesta
por 14 títulos y 26 tomos (XXVIII). En las hijuelas, todo el conjunto de libros
fue para el hijo menor, Teodoro Sánchez de Bustamante, que por entonces cursaba
en el Real Colegio de San Carlos en Buenos Aires al que había ingresado en
1792, seguramente gracias a las vinculaciones que su padre tenía con la elite
político- mercantil del puerto. Por razones de salud y buscando mejor clima
debió trasladarse a Chuquisaca y graduarse en la Universidad de San Francisco
Xavier, primero de doctor en teología (1799) y, más tarde de bachiller en
cánones y leyes (1801). En la Academia Carolina de Practicantes Juristas hizo
su pasantía y en 1804 se graduó de abogado por la Real Audiencia (Rípodas
Ardanaz y Benito Moya, 2017: 183).
Los libros recibidos en herencia lo acompañaron en
muchos de sus periplos por el Virreinato y luego las Provincias Unidas del Río
de la Plata de un hombre que, sin exageración de historiador, era un
intelectual con una ingente capacidad. Inició una carrera pletórica que desde asesor
general del cabildo de La Plata (1806) pasó por presidente de la Academia
Carolina (1809). Luego de la Revolución de 1810 Saavedra lo nombró fiscal
interino de la Audiencia de Buenos Aires, pero se volvió a Jujuy y rechazó otros
nombramientos de los Triunviratos. Los sucesivos comandantes del Ejército
Auxiliar del Norte, Belgrano, San Martín, Fernández de la Cruz y Rondeau lo
retuvieron como secretario. Presidente del Congreso de Tucumán, suscribió el acta
de independencia. Ambrosio Funes que lo conoció, dijo de él que era “el sujeto
de más probidad y de mejores luces que he tratado en estos tiempos” (Cutolo,
1983: 618-621).
Otro comerciante, y que también tenía libros para la
venta, era don Bartolomé Antepara, fallecido en 1819. Por primera vez un
inventario deja de forma distinta los libros que tiene a la venta en su
comercio y los de su uso personal. Solo dos libros, de teología e historia,
encuadernados en fina pasta in quarto,
aparecen para la venta. Y, luego, encontrados entre sus ropas en el espacio
íntimo de su casa cuatro libritos de su uso personal para su edificación
espiritual (XXIII). Tiempo antes de morir, había ejercido como alcalde de
barrio, y había combatido con Güemes (Baldiviezo, 2020).
El último comerciante por considerar es don Andrés
Ramos, fallecido en 1824. En 1812, tras el primer éxodo, Ramos se queda en la
ciudad (Conti, 1992: 29), y ya para 1816, Güemes impuso un tributo forzoso a
los enemigos de la patria, siendo este uno de los considerados detractores
(Peirotti, 2007: 18). Don Andrés resguardaba en su hogar 11 tomos, entre los
cuales se hallan obras de pensamiento ilustrado (XXVI).
El grupo que hemos llamado “hacendados”, también se
dedica al comercio; y entre ellos haremos una distinción entre aquellos que
tienen rango militar y han seguido una carrera de ascensos castrenses, de los
que no la tienen.
C.- Los hacendados militares son: general Juan del
Portal (IV), coronel Manuel Eduardo Arias (XXIV), capitán Miguel Delgado Garzón
(VI); y el salmantino José Hernández Cermeño (XXX), sin que podamos precisar su
grado militar.
D.- Los simplemente hacendados son Juan Ignacio
Guerrico (XXXI) y Fernando Dávalos, que también era minero (XII). Los
hacendados militares reunieron 45 libros en total, pero de estos Juan del
Portal tenía 32 en una alacena de la sala principal. Casado con María Josefa de
Urrutia, natural de Santa Cruz de la Sierra, era un matrimonio altamente
alfabetizado, del grupo de vascos americanos que constituían la elite jujeña.
En la gestualidad simbólica, la importancia se
manifestaba en las viviendas y utillaje, pero también en quién era don Juan del
Portal, encomendero, hacendado, regidor perpetuo veinticuatro en 1724, alcalde
ordinario de primer voto en 1732, 1734, 1747, 1748 y 1752 y, nada menos que
teniente de gobernador en 1735 (Cruz, 2015: 128-129). Tuvo una larga
experiencia militar en la frontera del Chaco, tanto en Santa Fe como en Jujuy
(Sica, 2019: 149). Del paradero de los libros nada más sabemos, ni a cuáles
manos pasaron entre sus hijos, a sabiendas que ninguno siguió estudios
universitarios, sin embargo, una de sus hijas, Gregoria, se casó con el
comerciante don Andrés de Eguren, y su nieta Cándida, con otro militar, Ignacio
Guerrico, ambos propietarios de libros.
El coronel Manuel Eduardo Arias, había nacido y
residido en Humahuaca, y fue un militar hacendado destacado por su actuación y
presencia en la Guerra de la Independencia, siendo nombrado por el gobernador
Juan Ignacio Gorriti comandante militar y político de la Quebrada de Humahuaca,
la Puna y Orán. Formó parte de las milicias de Güemes, luchando contra el bando
realista. Murió en 1822 en la provincia de Salta.
Miguel Delgado Garzón fue comerciante y minero.
Natural de Humahuaca y antiguo vecino del paraje del Rodero, fallece en 1751 en
su hacienda de la Limpia Concepción de la Cueva, otorgada por merced del
gobernador Baltasar Abarca.
Si bien, Miguel Gerónimo tenía vivienda en Humahuaca,
el lugar de su pequeña biblioteca es en la estancia donde vivía. No se puede
saber con certeza cuántos eran los volúmenes, pues de cinco inventariados se
declaran “unos que por no valer nada no se han tasado”.
Con un par de libros, José Hernández Cermeño,
salmantino de Ciudad Rodrigo, militar y juez real subordinado del partido
minero de Porco, viudo de la Marquesa del Valle de Tojo -de cuyo matrimonio no tuvieron
hijos-, da su testamento el 4 de octubre de 1810 en la Villa de Talavera de la
Puna. Su hijastro es el último marqués Juan José Feliciano Fernández Campero
(1784- 1820), a quien su madre antes de morir había pedido que cuidase de Hernández
Cermeño en su vejez.
José Ignacio Guerrico, comerciante, pero por entonces
teniente ministro de hacienda de la Tesorería Nacional de Jujuy recepciona en
1813, de parte del Presidente de la Audiencia de Charcas Francisco Antonio
Ortiz de Ocampo, al tiempo de su retirada de Charcas por las derrotas de
Vilcapugio y de Ayohuma, varios bienes entre los que se encuentran enseres de
plata y libros del tesoro de la Real Audiencia, pues aparece un tomo de la Real Ordenanza de Intendentes, los cuatro
tomos infolios de la Recopilación de Indias
y el misal de la capilla audiencial. A sabiendas del contexto conflictivo de la
ciudad, estos bienes quedan en poder y resguardo del teniente Guerrico, que al
igual que el comerciante Ramos, estuvo obligado a pagar contribuciones
forzosas, y a pesar de sospechar de sus intenciones a favor de la Corona,
continuo en su cargo, y en años posteriores fue diputado de la primera
legislatura jujeña y también supo desempeñarse como ministro del gobernador
Roque Alvarado (Aramendi, 2014: 105).
Fernando Dávalos testa y muere en la hacienda de La
Angostura en octubre de 1776, era un comerciante de mulas y minero aurífero dedicado
y exitoso. Junto a su archivo personal debidamente ordenado se encontraron tres
libros. De su vida profesional, la Practica
Judicial de Villadiego, y de la paraprofesional Historia de la Iglesia y otro de Teología moral (XII).
E.- Entre los sectores medios de la sociedad hemos
detectado dos bibliotecas. De un sombrerero y mediano comerciante de 1799, y de
un panadero. Asencio Bravo, el primero, que tiene una biblioteca típica de un
alfabetizado promedio de la Quebrada y de la Puna. Su catón, su gramática
latina, su libro de lectura y su catecismo moderno y probabiliorista, el de Fleury,
no cualquiera[9].
Probablemente necesitara de morfología y sintaxis para leer la versión latina
de los Ejercicios de San Ignacio (XIV).
En 1826 fallecía el panadero Juan Lagos, un peninsular
gallego a quien no le fue bien. Se casó con una jujeña Raymunda Sánchez Guzmán
y procrearon seis hijos. Tiene cuatro libros hallados en un baúl (XX).
F.- En casa de caciques también había libros. Diego
Sandoval es un curaca que se ocupa de la recaudación del tributo indígena en
Humahuaca. La función política, sus intereses y posibilidades han contribuido a
su alfabetización. Lee y escribe, como queda palpable en su testamento de 1761.
Los tres libros que deja para sus hijos y nieto varones resumen, de algún modo,
su ciclo vital y sus intereses. La aritmética para su nieto, relacionada a su
cargo de recaudador del tributo; un libro sobre los juicios de residencia para
su hijo Fausto, que campea al hombre político, al hombre de gobierno como
cacique, como guía del cabildo indígena y, la Descripción
del Chaco del jesuita
Pedro Lozano para Fausto, su otro hijo; su identidad, sus raíces. Si bien, él
mismo declara venir del Cuzco, y ser lo que denominaba como “indio forastero”,
muy probablemente de nación quechua; esto no lo limitaba a ir más allá en sus
lecturas, en la comprensión de la “república de indios” (IX).
El oficio de cobrador -del que Sica (2019) encuentra
seis en la Quebrada y en la Puna antes de la Real Ordenanza de Intendentes de
1782-, no siempre va acompañado de niveles de alfabetización medios, y donde
este cacique sobresale por sus conocimientos. Quizás estos hayan sido
promovidos por su oficio, aquel que también le trajo disgustos, como la denuncia
de incesto que quedo sin resolver, quedando la duda si aquella situación era
cierta o tal vez una venganza por ser recaudador (Santamaría y Cruz, 2000: 33).
En 1764 fallecía Asencio Chorolque en Yavi, casado,
con ocho hijos. Al parecer todos los integrantes de la familia eran
analfabetos, y por ello pedían que se firmara a ruego. Esto nos lleva a pensar
que la tenencia de dos libros se debía más que nada a su valor económico y
simbólico en su pretendida relación con la cultura escrita (VIII).
Un año después fallecía Juan Zerpa. Había sido
gobernador indígena. En su inventario solo aparece un libro de la Vida del Padre Loy, pero en su vivienda
hay tintero de plomo, plumas, escritorio con dos gavetas, papelera con tres
gavetas y una cajuela con varios papeles, lo que da indicios de que su nivel de
alfabetización era completo, pues no solo sabe leer sino también escribir (VII).
Pascual Zerpa, posiblemente el padre, era en 1734 gobernador indígena de
Cochinoca (Santamaría y Cruz, 2000: 20).
G.- Las mujeres que aparecen en posesión de libros son
solo tres y los inventarios post mortem reúnen,
entre todas, 15 volúmenes. Nicolasa Quintana Argañaraz tenía uno, Catalina Zebreros,
cuatro, y María Ana Gorriti, diez. La primera de ellas fallece -sin dejar por
escrito su postrera voluntad- en enero de 1774 dejando dos hijos menores.
Estaba casada con José Lorenzo Albernas, quien no vivía con ella. En una petaca
se encontraba la Guirnalda Mystica
de Baltasar Bosch de Centellas in quarto,
un cuaderno con varios apuntes, tres tinteros con tinta y plumas. Allí se
declara que estaban prestados por José Pizarro, y por ello no se inventarían
para devolvérselos (X). Quedará en el orden de la curiosidad los objetos
gráficos, el préstamo y su utilidad ¿Acaso Nicolasa, de las conspicuas familias
de la elite jujeña, sabía leer y escribir? ¿Había pedido prestada la petaquita,
provista de todos esos instrumentos de la cultura escrita, para escribir alguna
esquela o para enseñar a leer y escribir a sus hijos mediante tres tinteros y
un cuaderno con varios apuntes? Son interrogantes que quedaran sin respuesta.
Catalina Zebreros fallece en 1791 y solo tenía en su
biblioteca la Recopilación de Leyes de
Indias en sus habituales cuatro tomos de a folio y, aunque sabía
leer y escribir, declaraba en su testamento no poder hacerlo “por la vista”.
Esta poderosa encomendera, originaria de Córdoba del Tucumán y descendiente
directa de los fundadores de la ciudad doctoral, estuvo casada en terceras
nupcias con Juan Francisco Martierena, de descendencia vasca. Sus dos hijos
sacerdotes, Manuel y Antonio, vivían en la casa con ella. Se advierte,
claramente, en el expediente, que no se inventarían las posesiones de los dos
hijos que suponemos tenían sus bibliotecas personales (XVII).
Los infolios son un cuerpo de libros que, con
seguridad han pertenecido a su tercer y último esposo -matrimonio de 1738-,
para serles de utilidad en sus diversos empleos públicos, como haber
desempeñado por dieciocho años consecutivos el cargo de tesorero del ramo provincial
de sisa, además de primo hermano del segundo marqués consorte del Valle de Tojo
(Zenarruza, 1991: 489) y apoderado de este último. En 1743 había sido alcalde
ordinario de primer voto (Cruz, 2015: 52).
Por último, María Ana Gorriti, proveniente de una
familia notoria, sus hermanos ocuparon cargos de gobierno y se destacaron en
los tiempos revolucionarios. Casada con Carlos de Aguirre muere en el paraje de
Miraflores en 1826, mientras su marido se hallaba en Oruro por asuntos
comerciales. Desconocemos el nivel de alfabetización del matrimonio, aunque
Carlos también venía de una familia de bastante instrucción, pues tenía dos
hermanos presbíteros (XXVII).
En una ciudad tan pequeña como la de Jujuy, donde eran
pocos y se conocían, las personas aquí abordadas tuvieron vinculaciones y
relaciones, ya sean comerciales, familiares o de amistad y afinidad. Es un
grupo representativo, al menos, de los que tuvieron libros y no dejaron rastros
documentales o estos se perdieron. Algunas de estas bibliotecas son
significativas de aquellos personajes de transición participantes de la causa
revolucionaria y otros defensores del bando realista. Estas bibliotecas y sus
propietarios pueden ser la clave para comprender aquellas ideas y saberes que
circulaban en Jujuy por esas décadas.
El
reposo de los libros: espacios y mobiliarios
Los espacios y la cultura material de una época nos
permiten imaginar cómo se desarrollaban las diferentes actividades y tareas en
un hogar, el uso que hacían los propietarios de esas áreas y de los objetos y
mobiliarios que allí se encontraban, además de acercarnos a los estilos y
gustos de la época. Según Arnold Bauer,
cultura material refiere a las formas en que hombres, mujeres y niños producen
las cosas, las moradas que habitan, las herramientas que emplean, y la forma en
que se usan (2002: 404). La pertenencia a grupos sociales también se
establecía a partir de la adquisición de objetos y mobiliario que supusieran
una distinción y jerarquía social, haciendo que los materiales, detalles y
decorados cobren importancia como criterios de diferenciación social, premisa
observable en muchos de los casos trabajados, donde la materialidad condice a
la estratificación social.
En Jujuy, los libros están en salas y aposentos, rodeados de
otros objetos gráficos que portaban escritura, tales como cuadros al óleo de
distintas advocaciones o láminas de papel, como aquellos mapamundis en la sala
principal del clérigo Pascual Pereyra o los relojes que engalanaban las paredes
de Ignacio Guerrico y Manuel Sánchez de Bustamante (XVI, XXXI, XXVIII).
Los libros de los jujeños también estaban en repisas,
estantes y alacenas, que contenían otros objetos, y otras de uso exclusivo para
el reposo de los libros, como aquel estante nuevo de cedro con su espaldar sobre
el que se hallaba la librería de Martínez de Iriarte o las repisas para libros pintadas
de colorado en poder de Asencio Bravo. También podemos imaginarnos a Andrés de
Eguren en su dormitorio, hojeando algún libro de los ubicados en su estante. Las
alacenas, como la que se ubicaba en la sala principal de Juan del Portal, sirvió
como lugar de visibilización y prestancia para los libros. A veces la falta de
mobiliario específico podía suplirse con unas sencillas tablas que oficiaban de
repisa, como las de cedro del clérigo López de Velasco (XXXII, XIV, XV, IV,
XVIII).
De naturaleza móvil y siempre preparadas para el viaje
estaban cajas, cajones, baúles, y petacas. Estos no respondían a la necesidad
de mostrar, pero sí de conservar un objeto frágil como el libro y, quizás de
ocultar ciertos intereses y lecturas. En sus diversos tamaños y materiales,
supieron ser el albergue de un sinfín de objetos y, entre ellos, de libros. Estos
objetos vestían un espacio y denotaban prestigio según los materiales de su
confección, pues los había de madera de cedro, roble o simplemente pino con
detalles estéticos o ninguno.
En una caja del indio Asencio Chorolque, entre papeles
se hallaban dos libros o aquella de don Sánchez de Bustamante, que contenía
plata labrada y papeles pertenecientes al convento franciscano de la ciudad
(VIII, XXVIII). De mayores dimensiones y con algunos detalles, los
baúles fueron de amplio uso, algunos
de ellos utilizados no solo para guardar, sino para transportar, como los
declarados por don Hernández Cermeño en tiempos revolucionarios, los cuales
contenían vajilla, enseres y varios libros o las petacas, como aquellas de doña
Nicolasa, las cuales no eran de su propiedad, y una de ellas contenía un libro
(XXX, X). Los escritorios,
papeleras y escribanías contenían por lo usual papeles, pero no hemos
encontrado que hayan servido para conservar librillos (II).
La luz para la lectura
indefectiblemente la proporcionaba el astro rey, pero en la noche bien servían
las velas en faroles, candeleros, palmatorias, hasta linternas y una pantalla de dos luces de plata de Guerrico
(XXXI) a los que se unían anteojos, pocos,
pero no inusuales, como aquel par que se encontraba en el cajón del escritorio
del clérigo Sueldo (XIII).
Algunos de los objetos aquí
presentados tuvieron un valor que superaba meramente lo económico, adquiriendo
significado a partir del sentido, valor y uso que el humano les dio (Moreyra,
2009: 123).
El valor de los libros: conformación y fragmentación de las
bibliotecas
El libro en América es más caro que en España por
múltiples factores: embalaje, transporte y varios impuestos. San Salvador de
Jujuy es un mercado escaso del libro, aunque no muy caro en relación a otras
plazas regionales. Algunas comparaciones contemporáneas realizadas sobre
idénticos textos, formatos y encuadernaciones arroja que Salta es una plaza de
precios más elevados, aunque ninguna como La Plata, que al decir del fiscal
Luis María de Moxo y Francolí, Charcas tiene fama de país caro (Rípodas
Ardanaz, 2003: 870). Como plantea Di Stefano, los libros además de escasos son
costosos en el Buenos Aires colonial, pues “quienes los venden deben
vérselas con un mercado demasiado pequeño, y quienes los buscan tienen que
pagar precios demasiado elevados por ellos” (Di Stefano, 2001: 520).
Si esto ocurría en una ciudad como aquella, con mayor dinamismo, población, y
oferta, en Jujuy pues resultaba más dificultoso adquirir los libros sea por la
indisponibilidad o el precio de los mismos.
Sin embargo, San Salvador no posee casi tasadores
especializados en libros. Mucho peor en el ámbito rural, pues las tasaciones
caían en los alcaldes de la santa hermandad o en quienes ellos delegaban.
Rípodas Ardanaz constata para Charcas que “el costo
promedio por volumen varía según el grupo a que pertenezcan los dueños de las
bibliotecas apreciadas” (Rípodas Ardanaz, 2003: 870). Por ejemplo, las
bibliotecas de los abogados -independientemente de su contenido- valen más que
las de los clérigos, particularidad que parece repetirse en San Salvador.
Si establecemos analogías de comparación entre los libros
de las bibliotecas de Diego Antonio Martínez de Iriarte -abogado y clérigo- y
la de José Pascual Bailón Pereyra -clérigo- sobre el mismo libro, formato,
encuadernación y estado de conservación, sistemáticamente la del abogado supera
a la del clérigo en el precio de los libros[10].
Algunos ejemplos básicos pueden arrojar luz sobre lo que exponemos: la Recopilación de Leyes de las Indias en sus cuatro volúmenes
infolios sale exactamente el doble en la del abogado -30 pesos- que en la del
clérigo -16 pesos-; un ejemplar de la Biblia y sus concordancias se tasa a 18
pesos en la de Martínez de Iriarte y a solo 14 pesos en la de Pereyra, un
comentarista bíblico como el famoso Cornelio à Lapide en 10 tomos se tasa en 60
pesos y 40 pesos, respectivamente, y cada tomo de las populares obras del
ilustrado Benito Feijóo del Teatro Crítico
y las Cartas Eruditas cuesta 2 pesos y solo 1
peso y medio, según sea la del abogado y la del clérigo.
También en la comparación de ambas librerías pudimos
comprobar que una Suma Teológica de Santo Tomás en
12 tomos de Martínez de Iriarte (1772) vale aproximadamente el doble (36 pesos)
que su comentarista Francisco Suárez en 25 tomos en el inventario de Pereyra de
1789 (35 pesos). Es evidente que, luego del extrañamiento jesuítico la
literatura de sus autores bajó de precio, y subió la de las obras teológicas
recomendadas desde el poder monárquico.
En el otro extremo de los precios, los libros pasaban desapercibidos, por lo
que no eran tasados ni considerados al momento de la repartición de bienes, ya
sea por el mal estado en que se encontraban debido al uso o maltrato, como
también por el poco valor otorgado a los volúmenes. Para la tasación de estos
el estado era fundamental, ya que en gran medida -en conjunción con la temática
y el autor- de ello dependía su valor, por lo que algunos directamente no
tuvieron precio, por ser “viejos”, “inservibles” o estar “maltratados” (II,
XVIII).
Las bibliotecas privadas de Jujuy eran modestas y, en
muchos casos, podía contarse su contenido con los dedos de una mano ¿Cómo
llegaban los libros? ¿Cómo fue el proceso de su conformación?
Daisy Rípodas
Ardanaz (1999) ha estudiado en profundidad las diversas maneras que había de
hacerse con libros en el período colonial. Más allá de las habituales, que eran
por compra en comercios más o menos especializados o la de recibirlos como
herencia; señala que había otras, tales como adquisiciones en almonedas o
ventas particulares, compras fuera del lugar de residencia mediante el encargo
a terceros, viajes personales, vendedores ambulantes, regalos, suscripciones, libros
como elementos de pago y, el “temido” préstamo, pues siempre estaba el riesgo
de pérdida por la no devolución que era frecuente y las quejas recurrentes. De
todas estas posibilidades que la autora ha recogido a lo largo de diversos
casos rioplatenses, tucumanenses y chuquisaqueños, no hemos podido detectar
todas estas maneras en las fuentes jujeñas.
En Jujuy no había negocios dedicados exclusivamente a
la venta de libros como sí había en la capital virreinal a fines del siglo
XVIII. Pedidos fuera de la ciudad, los libros llegaban desde el Puerto de
Buenos Aires, principalmente, o desde Charcas para cobijarse en alguna
biblioteca particular o para formar parte de los objetos vendidos en las
tiendas jujeñas, como en la de Martín Argañaraz y Murguía, que entre los
productos ofrecidos tenía tres Oficios
parvos para la venta. Como afirma Rípodas Ardanaz (1999: 251), en
estos expendios se vendían obras de fácil salida.
Otro medio para adquirir los títulos en Jujuy era
realizar el pedido a algún librero que pudiera enviarlos, como el clérigo José
Pascual Pereyra, que poseía la biblioteca más grande de todo el Jujuy de la
segunda mitad del siglo XVIII y, siendo oriundo de la docta Córdoba, quizá allí
había tenido más posibilidades de formar una abultada biblioteca para la época
que, luego, habría devenido en itinerante. No obstante, trabajaba encargándolos
a comerciantes libreros porteños. Al momento de morir se encontraban entre los
documentos de su archivo personal una cuenta de libros -ya pagada- de marzo de
1789 y la correspondencia con don Jaime Nadal y Guarda, que remitía desde
Buenos Aires siete títulos aún en camino (XVI). Este comerciante catalán había
residido en Salta desde su llegada al Río de la Plata en 1777, probablemente
desde allí había empezado a hacer negocios con el clérigo, pero en ese año de
1789 o poco antes ya residía en Buenos Aires y había abierto comercio en la
calle “del Temor” (Cutolo, 1978: 10). También, antes de su expulsión eran los
procuradores jesuitas quienes recibían y ejecutaban toda clase de encargos,
sobre todo libros que no venían solo para sus colegios. El jesuita Gervasoni,
unos años antes de 1767 -la fecha funesta para la Compañía-, compra libros para
unas treinta personas entre quienes estaba el Marqués del Valle de Tojo
(Rípodas Ardanaz, 1989: 471).
El intercambio o el préstamo también era un recurso
habitual en Jujuy, con la posibilidad de que aquel libro prestado no volviera
junto a su dueño, obra del descuido o de la muerte, como José Pascual que tenía
libros en préstamo y prestados, los Sermones de las maravillas
de Dios de Antonio Osorio de las Peñas “que por ser perteneciente al
colector no se tasó”. Era del presbítero tucumano Antonio de Aráoz, el colector
de rentas eclesiásticas del Obispado del Tucumán en la jurisdicción de Jujuy.
La amistad entre José Pascual y Antonio o el posible patronazgo eclesiástico
del sacerdote experimentado con el novato -entre los documentos había una deuda
de Aráoz con Pereyra por el préstamo de 128,7 pesos-, puede haber venido por el
tío de Antonio, el doctor Diego Miguel de Aráoz y Paz, que había sido compañero
contemporáneo de Pereyra en la Universidad de Córdoba y ambos habían coincidido
en el mismo período como colegiales monserratenses. El hecho de aclarar quién
era su dueño resguardaba una clara intención de que fuera devuelto a los
anaqueles de dicho colector (XVI).
La herencia era otra forma de adquirir títulos
-testimonio principal de ella son la mayoría de las fuentes de este trabajo-;
sin embargo, han quedado algunos ejemplos de algunas formas particulares del
ejercicio de ella. Por ejemplo, sospechamos que la presencia de cuatro juegos
de Breviarios en la biblioteca del doctor López de Velasco, descritos como “alguno
trunco” y la mayoría “viejos y muy maltratados”, podría referirse a regalos en
vida o herencia de sus tíos clérigos. Los Breviarios, libros de lectura
intensiva diaria, era común que al final de una vida apareciesen como gastados,
muy usados, y truncos. Lo que no era nada común, que un solo clérigo tuviese
cuatro juegos en su haber (XVIII). En esas herencias se dan los casos del libro
como objeto de valor económico, como la india Antonia Micaela Chorolque, que
recibió en las hijuelas de su padre un libro de La vida de San Pedro González Telmo y un Diurnito viejo siendo analfabeta (VIII) o
del libro con valor cultural, que implica necesariamente lectura, como Matías y
Rafael Lagos y Sánchez que adquirieron cuatro libros, tres el primero y uno el
segundo, mientras que las hijas mujeres no heredaron ninguno, permitiéndonos
entrever que eran estos los que sabían leer (XX).
Sin embargo, algunos de los propietarios de las
bibliotecas aquí trabajados decidieron un destino distinto a la indiferencia
frente a sus libros y por ello -antes de morir- ya dejaban estipulado quien
sería el depositario, así heredó Juan José Dávalos la biblioteca de su
hermanastro el doctor Francisco Javier del Sueldo, quien le había pagado sus
estudios universitarios, dotándolo congruamente para su ordenación in sacris. Como muestra de su cariño, y de
bregar por el oficio que profesaban, Dávalos recibió desde los libros más
íntimos de un sacerdote como el breviario, el diurno y un semanasantario, como
así “los demás libros que se hallen por míos a tiempo de mi fallecimiento”
(XIII).
En otras situaciones, se podían adquirir libros en los
remates para pagar los costos de entierro y las deudas pendientes del fallecido.
Así ocurrió en la almoneda de don López de Mojardín, en la cual Cayetano
Gutiérrez compró un libro (I).
Si bien en las fuentes directas no hemos detectado
casos de compras por suscripciones de los periódicos y obras de la Imprenta de
Niños Expósitos de Buenos Aires, sí sabemos que desde la última década del
siglo XVIII había una red de venta de los productos de esta imprenta y que en
Jujuy había un encargado de ventas (Rípodas Ardanaz, 1999: 251).
No son ajenos los vendedores ambulantes estudiados por
Rípodas Ardanaz para México y Zacatecas (1989). En 1804 el comerciante jujeño
José Miguel de Tagle está en Buenos Aires comprando mercancías con la intención
de conducirlas hasta Potosí. Los mercaderes porteños Antonio Ortiz y José
Martínez de Hoz le encargan venderles un lote de libros de cuyo sobreprecio
dependerá la ganancia de Tagle[11].
Este también debe recoger el dinero que en Jujuy ha producido la venta de
varios cuadernos titulados Restablecimiento de la
religión en Francia. De todos los libros quedan en Jujuy el Semanario de Agricultura y Artes dirigido a Párrocos (13
tomos) que lo compra el Marqués del Valle de Tojo y el Evangelio
Meditado comprado por el Dr. Juan Ignacio Gorriti[12].
Así como una biblioteca se conforma, también se
fragmenta, se descompone y se dispersa sea por la muerte de su propietario, sea
por los traspiés y la mala fortuna de la vida, como alguna confiscación o los
peores saqueos, vandalismo y catástrofes climáticas. Aquí caben también algunas
de las modalidades que sirvieron, igualmente, para componer o formar
bibliotecas, pues tocan de uno y otro lado.
Tras la muerte de sus propietarios, por lo general los
libros se dispersan, tal es el caso del cacique gobernador Diego de Sandoval en
su memoria testamentaria, dejando un libro para su nieto y dos libros para
ambos hijos (IX). Otros se subastan y, así como incrementan una librería dispersan
otra, como en el remate de los bienes de Bartolomé Antepara, en el cual el
doctor Saracíbar compró los dos tomos de la obra de Echarri (XXIII).
También la muerte, en ciertos casos, marcaba el paso
para que los libros fueran devueltos a sus propietarios o para que aparecieran
antiguos dueños reclamándolos como propios, así sucedió con la biblioteca de
María Ana de Gorriti y Carlos de Aguirre. En 1826, María Ana de Gorriti
fallecía, quedando como cuidadora de sus bienes Basilia Ruiz, pues el viudo
Carlos de Aguirre se encontraba en Oruro, y el hijo de ambos aún era menor de
edad (XXVII). Tras lo sucedido, y luego de inventariarse los bienes, irrumpió en
la casa familiar Ana Gorriti, hermana de María Ana, llevándose cuatro libros
que decía pertenecer a su madre Feliciana Cueto, descendiente de la elite
encomendera fundadora de Jujuy (Zenarruza, 1991: 149). Cierto es que no podemos
afirmar de quienes eran los libros, si de doña Feliciana o del matrimonio
Aguirre Gorriti, aunque sí podemos manifestar que estamos en presencia de dos
familias alfabetizadas de Jujuy, con miembros formados y destacados para la
época[13].
Ese temido préstamo generaba mucha dispersión, el
doctor José Pascual a quien lo hemos visto recipiendario de libros en préstamo,
a su vez, aplicando el precepto latino del do
ut des, también prestó libros, pues los que inventarían su librería,
al encontrar trunca la obra en cuatro tomos del cisterciense Antonio José
Rodríguez Nuevo aspecto de la teología
médico- moral, optan por aceptar que “no aparecen más que tres, y
con concepto a que estará prestado el tomo” la tasan más barata (XVI). El
préstamo a veces implica la curiosidad por la novedad, tal es este último caso,
de una obra ilustrada que había tenido sucesivas ediciones desde la primera en
1742. Argañaraz y Murguía tenía entre sus libros algunos prestados, sin
especificar la cantidad ni mencionar sus dueños (II). O bien, los tomos de Historia de la Florida y Ensayo Cronológico, que estaban en poder
del padre Hoyos y que completaban la obra de Garcilaso, eran de la biblioteca
del clérigo Martínez de Iriarte (XXXII).
Este fue el derrotero de algunas bibliotecas, sin
embargo, debemos considerar el contexto jujeño desde los albores
revolucionarios hasta 1830, donde la militarización de la ciudad y el continuo
asecho y saqueo de la misma, en conjunción con los éxodos, provocó la pérdida
de objetos y el vandalismo en las casas, por lo que, seguramente, muchos libros
sufrieron estas consecuencias. El convento franciscano de la ciudad en el
detalle de su estado expresaba los ingresos y los bienes que resguardaba,
aludiendo a las reiteradas retiradas -éxodos-, manifestando que en su
biblioteca solo había “algunas obras truncas”[14].
Las
ideas se escriben y circulan
La presencia de letrados universitarios siempre fue
escasa en la ciudad, solo conocemos en la segunda mitad del siglo XVIII a Diego
Antonio Martínez de Iriarte que, por su condición de clérigo, le estaba limitada
su actuación como abogado graduado en Charcas. La mismísima Recopilación de Leyes de las Indias (lib.1, tít. XII, ley 1)
mandaba expresamente que el clérigo no fuese alcalde, abogado o escribano, con
algunas excepciones, como defenderse a sí mismo o a sus parientes más cercanos
o a la Iglesia en la jurisdicción que le tocara o a pobres y miserables (Benito
Moya, 2012: 798). Aunque Martínez de Iriarte se saltaba algunas
de esas disposiciones, según veremos.
La justicia en primera instancia era ejercida por los
alcaldes del cabildo y por los tenientes de gobernador, personajes, en la
mayoría de los casos, carentes de formación jurídica. Eso trasuntaba todos los
procesos, tanto civiles como penales, que eran eminentemente prácticos y con
nula alegación de doctrina. Esta realidad no era privativa de un espacio como
el jujeño, también se daba en ciudades centrales del Tucumán como Córdoba, con
algunos atenuantes (Llamosas, 2008: 17). No se ha encontrado en la lectura
completa de los treinta y un expedientes sucesorios con libros ni una sola cita
o mención a un corpus legislativo o a jurisprudencia por parte de los agentes
de justicia de la ciudad y campaña -alcaldes ordinarios y alcaldes de la santa
hermandad, respectivamente-. A tal punto era la escasez de abogados que, ante
casos jurídicos complejos, Jujuy consultaba a asesores letrados de Salta (XXI)
o, en su defecto, a la misma Audiencia de Charcas. Por ello, se percibe escasa la
literatura jurídica en las casas de los jujeños, más allá de algunos cuerpos
legislativos como la Recopilación
indiana y el Concilio de Trento (XI, XVII,
XIV, XXI); salvo contadísimas excepciones, como un Fernando Dávalos, que tenía
un tomo del práctico Alonso Villadiego y un Andrés Eguren que tenía el Laberinto de comercio, para consulta jurídica de sus
actividades empresariales (XII, XV).
Diego Antonio Martínez de Iriarte era tenido por un
personaje de autoridad en Jujuy, eso se trasunta en el juicio sucesorio del
capitán Miguel Gerónimo Delgado Garzón que, muerto en 1751, había dejado herederos
menores de dos matrimonios. Los alcaldes que intervinieron en el largo pleito
favorecieron a los hijos del segundo y, los menores del primero se defendieron
con el asesoramiento secreto de Martínez de Iriarte. Sus escritos parecen
ofuscar al alcalde José Antonio de Zamalloa, quien cuando logra averiguar que
Martínez de Iriarte está en entretelones, depone su actitud hostil hacia los
menores (VI).
No obstante, Martínez de Iriarte era un provocador que
fue expulsado de la ciudad de Jujuy y debió afincarse en Salta donde lejos de
moderarse, continuó generando perturbaciones de orden público; por ejemplo, asesoraba a la
propia alcaldía capitular cuando le tocaba el turno a algún pariente o se
erigía en abogado de una y otra parte pleiteante, lo que había ocasionado
divisiones y malestar entre los salteños.
Su biblioteca es la más abundante en obras jurídicas,
tanto de Jujuy como de Salta, pues equipada en Jujuy la traslada a Salta donde murió en 1772
(Benito Moya, 2012: 798-799). Junto al clérigo Juan Pascual Bailón Pereyra,
poseían la mayor cantidad de obras de derecho.
Respecto de los textos
legales, como ya se ha dicho, lo que tiene mayor presencia es la Recopilación de Leyes de las Indias
y el Concilio de Trento
y, menos, la Nueva Recopilación de Leyes de Castilla
y el Corpus Iuris Canonici, que solo los
tiene Pereyra. Como rareza, Martínez de Iriarte posee dos compilaciones: Recopilación de estatutos de Orihuela (1703) de Tomás
Martínez y un Repertorium universale in
sex tomos de jure privato et judiciis
(XXXII, XVI).
Los civilistas italianos, representantes del mos italicus tardío, solo están en la biblioteca de Martínez
de Iriarte: Giacomo Menochio (1532-1607), Giuseppe Mascardi (+1588), Nonnius
Acosta, y de la literatura de procesos Giovanni Battista Asini. Entre los
hispanos, está en los anaqueles Sebastián Jiménez de la Universidad de
Salamanca quien, junto a otros, toma una vía conciliadora del derecho romano
civil, canónico y regio (de Dios, 2016). Lo que sobresale de esta biblioteca es
su tradicionalismo, representado en el mos italicus
tardío (siglos XVI-XVII) y caracterizado por el comentario de comentaristas del
Corpus Iuris Civilis, que tampoco lo
hemos detectado como cuerpo en ninguna biblioteca. Sin embargo, al menos una
obra se avizora como un atisbo de modernidad, la del civilista holandés Arnold
Vinnen, que sirvió para estudiar el derecho romano durante el siglo XVIII,
tanto en Charcas (Rípodas Ardanaz, 2015: 138) como en Córdoba (Benito Moya,
2011: 348) y seguido por círculos ilustrados.
En cuanto a la cantidad de canonistas sigue descollando
la biblioteca de Martínez de Iriarte y algunos en la de Pereyra. Figuran
canonistas generales como el jesuita Adam Huth, comentarista de las Decretales,
el franciscano germano Anaklet Reiffenstuel (1641-1703) y Martino Bonacina
(1585-1631). Los hispanos son el salmantino Francisco Salgado de Somoza
(1595-1665) -discípulo de Solórzano Pereyra-, Diego Mejía de Cabrera y Gonzalo
Suárez de Paz. Como dato de actualidad está el Cursus iuris
canonici hispani et indici del jesuita Pedro Murillo Velarde
(1696-1753), uno de los más importantes canonistas indianos, cuya primera
edición salió en 1743 (Benito Moya, 2022: 187). Entre los hispanos, las obras
refuerzan el regalismo borbónico, ya que las temáticas recurrentes son asuntos
del patronato regio y de los recursos de fuerza. Sin embargo, en varios casos
no se trata de obras completas, sino de tomos sueltos.
El mayor contenido de las dos bibliotecas -Pereyra y
Martínez de Iriarte- es sobre el derecho patrio -que nuclea al castellano,
indiano y aragonés-. Allí hay una amplia literatura de comentaristas y obras
procesuales; no obstante, sorprenden muchas ausencias. Entre las obras de comentaristas
del derecho castellano se pueden citar la Política para corregidores
del salmantino Jerónimo Castillo de Bobadilla, representante del mos italicus (Tomás y Valiente, 1975); Commentarii iuris civilis
in Hispaniae regias constitutiones de Alfonso de Acevedo (1518-1598);
las Variae resolutiones de Antonio Gómez,
eminente profesor salmantino (de Dios, 2016); y la Curia
Philipica y el Laberinto de comercio
terrestre y naval del Reyno de
Juan Hevia Bolaños; y el poco usual Tractatus de hispanorum
nobilitate de Juan García de Saavedra, más vinculado a comentar la Nueva Recopilación que al derecho nobiliario (Rípodas
Ardanaz, 1975: 530). Entre los procesualistas hay tres tratados para
escribanos: Diego Bustoso y Linares; Pedro Melgarejo Manrique de Lara; y
Gabriel de Monterroso y Alvarado, todos escribanos en sus villas españolas. Los
comentaristas del derecho indiano son el gran jurista humanista Juan de
Solórzano Pereyra (1575-1654), oidor casi por
veinte años de la Audiencia de Lima; y Gaspar de Villarroel (ca.
1587-1665) con Gobierno eclesiástico pacífico y unión de
los dos cuchillos pontificio y regio, quien fuera obispo de Chile y
arzobispo de Arequipa y Charcas. Y algunas rarezas como una obra de derecho de
la Corona de Aragón de Miguel de Cortiada (+1691) y de la de Portugal con
Antonio da Gama.
La presencia de libros de regnícolas
del siglo XVI y XVII en bibliotecas de la segunda mitad del siglo XVIII no
parece reflejar herencias vetustas conservadas de generación en generación,
sino más bien la nueva política borbónica que vuelve a desempolvar los viejos autores
defensores de las regalías reales, para diseñar y configurar la base ideológica
del regalismo. Para los borbones, la sociedad útil era la ordenada y ello
estaba en todas las instituciones. Los autores, teólogos y juristas, eran los
que contribuían con la pluma a dar legitimidad y conformación, son resortes
armónicos que servían para equilibrar las aspiraciones ilustradas de
centralización jurídico-administrativa, la expansión y control comercial y el
fortalecimiento de una nueva cultura basada en la felicidad y utilidad de los
vasallos. Principios, todos, que entran en crisis a principios del siglo XIX. Para
Peire (2008: 115-116) se produce un “resquebrajamiento de lo que fue el
cerramiento de la semántica política y su fundamento religioso en la época de
la contrarreforma y al mismo tiempo la apertura y producción de nuevos
significados”.
En cuanto al campo teológico, como es de esperar las
bibliotecas más equipadas son las de los siete clérigos que, para mayores
puntualizaciones todos estudiaron durante la administración jesuítica de las
universidades de Córdoba y La Plata. Las dos más voluminosas en contenido
teológico continúan siendo las de Pereyra y Martínez de Iriarte, pero le sigue
en número la de Gregorio López de Velasco, que se ordena in sacris en 1767 o 1768 y cuya librería
es la típica de un clérigo postridentino que no se actualizó. Era voluminosa, con
87 tomos y, por la descripción de doce libros “inservibles”, arrojaría la
presunción de que los había heredado varios de sus parientes (XVIII).
¿Qué es lo más común en todas ellas? Los breviarios
(en dos o cuatro tomos), los semanasantarios, los diurnales y el misal, pues
claramente no dejan de celebrar misa y de rezar el oficio diario para clérigos
seculares. El otro libro es la Biblia y sus concordancias, aunque no la poseen
todos, lo que muestra, una vez más, que el clero postridentino no era muy
asiduo a su lectura, pero también puede significar la vuelta a las fuentes
escriturísticas propio del siglo XVIII, con una pincelada “ilustrada” en la
historia de la exégesis bíblica. Por ejemplo, a fines del siglo XVIII se crea
en la Universidad de Córdoba una cátedra de Sagrada Escritura que no la hubo
desde la fundación de la corporación (Benito Moya, 2008: 83)
Entre los comentaristas bíblicos algunos tienen el moderado
jesuita Cornelio à Lapide (1567-1637) con sus 11 tomos o las obras completas de
Francisco Suárez (1548-1617). En la teología moral priman las obras jesuíticas,
pues es de notar que todos han estudiado bajo esa escuela. Martínez de Iriarte
tiene un Lacroix, un Arsdekin y para el estudio de las consecuencias morales de
la bula de santa cruzada: un Mendo. Torres Gaete tiene un Busenbaum, un Juan
Martínez de la Parra y un Paolo Segneri. Pereyra tiene un Calatayud; sin
embargo, a juzgar por su biblioteca, es este el clérigo que más interés ha
tenido de estar acorde a los nuevos rumbos de la teología después de la
expulsión y supresión de la Compañía de Jesús. Tiene la Theologia
de Noël Alexander y la Theologia Moralis
de Larraga, ambos dominicos y propuestos como modelo por la misma Monarquía
Hispánica (Benito Moya, 2011: 166). Le sigue Antonio Cornelio Albarracín con
otro Larraga (XXI), y López de Velasco con un Jaime de Corella (XVIII).
Jacques Benigne Bossuet con Variaciones
de las Iglesias Protestantes, está en la biblioteca de Martínez de
Iriarte. Es el teólogo francés que representa el ideario de la moral rigorista
y “nacionalista” propuesto por los borbones, con la obligación de obedecer al
rey en conciencia (Peire, 2008: 119). Teólogo jansenizante, empleado por los
teóricos del reformismo borbónico, se enseña en la Universidad de Córdoba,
luego de la expulsión jesuítica, pues sobre la base teológica galicana de
crítica al ultramontanismo papal que propone, se erige la defensa de la persona
y las regalías del rey (Benito Moya, 2011: 345-347). Para los borbones, el buen
clérigo era también el buen burócrata, que se ponía al servicio del Estado.
En el plano concionador se espeja lo mismo, aunque no
tan evidente pues hay matices. La biblioteca de Pereira es la que más
literatura ignaciana guarda, mientras que la de Martínez de Iriarte tiene más
literatura sermonística franciscana. Sin embargo, es Pereyra el más a la
“moda”, con varios sermonarios traducidos del francés que le traerían a Jujuy
los gustos neoclásicos y el abandono del sermón barroco (Herrejón Peredo, 2003).
¿Se perciben
influencias ilustradas en los libros que circulan? Desde luego que hay algunas.
Dos clérigos tienen el Teatro Crítico
Universal y las Cartas Eruditas de
Benito Jerónimo Feijóo, ilustrado cristiano temprano, que circula con aplauso
en el Río de la Plata de la
segunda mitad del siglo XVIII (XXXII, XVI). Asimismo, la obra del Abate Pluche Espectáculo de la naturaleza, que se imparte en el estudio
de la Física en la Universidad de Córdoba, está en los anaqueles de otro
clérigo. En astronomía, el Lunario del
padre jesuita santafesino Buenaventura Suárez encuentra sitio en dos
bibliotecas (V, XXXII), junto al interés antropológico por el Origen de los indios del Nuevo Mundo del dominico Gregorio
García o la Descripción Chorographica del Gran Chaco Gualamba
del jesuita Pedro Lozano, estos últimos en las bibliotecas del curaca
alfabetizado de Humahuaca Diego de Sandoval y del comerciante vasco Andrés
Eguren (IX, XV). En una frontera siempre caliente de avanzada sobre el Chaco,
seguramente también había otros intereses.
El comerciante cántabro
Domingo Manuel Sánchez de Bustamante tiene una variada biblioteca compuesta por
14 títulos y 26 tomos, que no solo era utilitaria a su profesión empresarial
como un Compendio de contratos o
el ilustrado título del Discurso sobre el
fomento de la industria popular, sino también a sus apetencias
intelectuales por la teología como el famoso Promptuario
de teología moral de Larraga, pues él era síndico del convento
franciscano de Jujuy o, curiosidades intelectuales, tales como el Lunario del jesuita Suárez o El sabio instruido o el Teatro Crítico de Feijóo (XXVIII).
La muerte, en junio de 1824, y el posterior inventario
del cordobés de origen Manuel Antonio López, revela la nueva realidad, respecto
del libro y su circulación, que ha provocado la revolución de 1810 y la
posterior independencia. Manuel Antonio, comerciante, es sobre todo impresor,
el primero de todo Jujuy; entre sus bienes figura “una imprentita de mano con
dos o tres libras de letras sueltas” (XXV).
López, seguramente había logrado pública autorización,
gracias al Estatuto Provisional para la Dirección y Administración del Estado
de 1815, redactado por la Junta de Observación establecida por el Cabildo de
Buenos Aires durante el directorio de Ignacio Álvarez Thomas, que había restablecido
un viejo decreto de 1811 sobre la libertad de imprenta, y declaraba “que todo
individuo del país o extranjero puede poner libremente imprentas públicas en
cualquiera ciudad, o villa del Estado con solo la calidad de previo aviso al
gobernador de la provincia, teniente gobernador y cabildo respectivos”.
Aunque no hayamos constatado ningún impreso salido de
esa imprenta, se colige fácilmente que la misma está en pleno funcionamiento
por los negocios de López con otros comerciantes del papel. En su tienda se
inventarían enormes cantidades de resmas, y tiene una red para conseguir y
distribuir papel que no se limita a las utilidades de su imprentita, sino que
tiene negocios con “las provincias de arriba” a cargo de Casimiro Marquiegui, y
cargamentos que están en la Aduana, en Cobos -Salta-, y en Córdoba que aparenta
ser su aprovisionadora. Es curioso, que en su poder se hallan dos títulos muy
sugerentes, “un diccionario en dos tomos francés y español” y “un tomo de
cartas persianas”, junto con otros 5 libros.
Había otros aires para el correr de las Lettres persanes de Montesquieu, libro
prohibido por el Index en un tiempo no muy lejano,
que circulaba también en la primera versión española publicada en Madrid por la
Imprenta Nacional en 1821 y en Cádiz en el mismo año y 1822[15].
Dada la muerte de don Manuel en junio de 1824 ¿habría llegado al Río de la
Plata y a Jujuy algunas de las versiones en vernáculo? Quizá la presencia de un
diccionario en dos tomos francés- español pueda darnos la pista probable de que
corría una versión en francés de las que se publicaron en el siglo XVIII y que,
ignorando las flamantes versiones vernáculas, se estaba traduciendo la obra con
fines de publicarla en esa imprenta (XXV).
Algunas
reflexiones finales
En este trabajo hemos querido presentar un espacio
marginal de propiedad y circulación del libro en el Río de la Plata. Más allá
de que tengamos la certeza de que durante las guerras independentistas y las
sucesivas incursiones militares y éxodos se perdió mucha documentación[16],
hay una secuencia cronológica apreciable sin lagunas demasiado prolongadas en
el tiempo, lo que nos permite hacernos una idea de lo que alguna vez hubo.
Creemos valioso empezar a estudiar y reflexionar no solo sobre espacios
centrales, ya que a través del estudio inexplorado de espacios marginales podremos
hallar nuevas hipótesis para armar el rompecabezas de la cultura escrita de
manera más completa. Jujuy era una plaza difícil para conseguir libros:
mediterránea, ubicada entre Salta y Charcas, pero alejada, sin librerías y
libreros especializados, y con una pequeña imprenta tardía cuya producción aún se
debe descubrir y estudiar.
A través de estas páginas hemos indagado, descripto y
caracterizado la posesión libresca de la sociedad jujeña, dando cuenta los
libros que circulaban junto con las temáticas más sobresalientes. También nos hemos
enfocado en quienes fueron sus propietarios que ocupaban su lugar en el
entramado social a partir de relaciones sociales y familiares como aquellas
estrechadas a través de sus profesiones y oficios. Allí también los libros aparecen
como puentes de vinculación, siendo parte de los momentos de sociabilidad.
Las principales bibliotecas, las más provistas, son las
de los clérigos, miembros todos sin distinción de la elite jujeña, a quienes
les había servido en sus cursus honorum.
Ahora bien, con una población en su mayoría indígena, también se observa la
posesión libresca y su circulación entre los altos sectores indígenas
alfabetizados, como los caciques y sus hijos varones. Si bien, la mayoría de la
población femenina es analfabeta, incluso las doñas de la elite, en el siglo
XIX empieza a cambiar, y ya las hijas leen, escriben y frecuentan libros.
Otro aspecto no menor que se ha estudiado ha sido el
ajustar, primero, la mira microscópica analizando las principales corrientes
jurídicas y morales a la realidad jujeña. Derecho y teología son en múltiples
aspectos una unidad inseparable, pues operan mancomunadamente tanto en la
Monarquía Hispánica como en las flamantes instituciones “nacionales” y
provinciales en las primeras décadas del siglo XIX. Jujuy, comparada con
ciudades metrópoli como Córdoba o Buenos Aires, presenta mucha menor proporción
de autores y títulos, lo que no implica necesariamente menor variedad de
temáticas y problemáticas que interesan al poder. Los grandes temas, los
grandes títulos y problemas teóricos que desvelan a la Corona y luego al nuevo
orden están presentes.
En segundo lugar, ya desde una mira telescópica, las
bibliotecas de esta región de los confines imperiales responden a las políticas
globales de dominación en el orden normativo y moral a través de la letra
impresa. El contenido jurídico, teológico, científico y literario se convierten
en dispositivos del deber ser de la
comunidad, la familia y el individuo. Por ejemplo, se ve mucha literatura
jesuítica en la mayoría de las bibliotecas, esto se debe, en parte, a que
muchos de los clérigos hallados fueron alumnos de los jesuitas en sus
universidades, pero también a que, en una ciudad marginal con menos controles,
la literatura ignaciana siguió circulando. El control se manifestó principalmente
en centros académicos, no así en el espacio de las bibliotecas privadas. Es
esto una muestra más de cómo la Compañía, ya extinta, se las arregló para
seguir en la mentalidad colectiva, a través de sus libros, entre otras cosas. O,
también, ya en otro período y en otra realidad se ve cómo en 1824 desde la
imprentita local que se instala se pretendería publicar a Montesquieu traducido.
Por eso este estudio de media duración muestra mosaicos
de distintas épocas y tiempos de transición desde las concepciones sobre el
poder de los Austrias y los dos primeros Borbones -sostenidos por una ingente
literatura jesuítica-, hasta las lecturas iluministas de franceses más propias
del siglo XIX; pasando por el paquete nada menor de reformas borbónicas y su
nueva concepción galicana y regalista del poder que se manifiesta en la recuperación
de viejos y nuevos regnícolas.
Ahora, ¿por qué la literatura probabilista seguía tan
presente? Por siglos la Compañía de Jesús había destinado la flor y nata de sus
intelectuales a solucionar los mayores problemas y desafíos del Nuevo Mundo: administración
de sacramentos a los indios, sobre todo el matrimonio y la confesión; los
ayunos cuaresmales o advenimientos; las bulas de cruzada; los ejercicios
espirituales y devotos. Debía resultar imposible
obedecer in totum las órdenes regias, por la razón
de que no había otra literatura que contemplase la totalidad de realidades
americanas y que reemplazara o auxiliara a capellanes, párrocos, obispos e
incluso funcionarios civiles y militares. También quienes habían estudiado en
las universidades y colegios bajo el paraguas de un vetusto “paradigma”, y
entonces alejados de los centros neurálgicos de irradiación cultural tales como
Córdoba, La Plata o Buenos Aires, les resultaría difícil aggiornarse
o convencerse y, mientras en la faz pública se mostraban con ropajes a la moda,
en la faz privada no estarían del todo convencidos.
Bibliografía
Aramendi, B.
(2014). Un funcionario en la revolución: postulados presentistas y un estudio
de caso de la real hacienda en Jujuy. Memoria
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Argentina Juan de Garay.
[1]
El gráfico no es exhaustivo en el relevamiento de toda la bibliografía sobre
Historia de las bibliotecas y la lectura en Argentina -está excluida la de la
historia del libro, la imprenta y el periodismo-. Tampoco lo es el inestimable
trabajo de Eduardo Rubí, que recoge la producción aproximadamente hasta 2009.
Lo que buscamos es reflejar una tendencia.
[2]
Solo tomamos libros para el
desarrollo de este somero estado de la cuestión que, a nuestro juicio, han
marcado hitos. Los autores que han escrito artículos o capítulos en obras
colectivas, que desde principios del siglo XX se dedicaron a estudiar la
historia de las bibliotecas y la circulación libresca, están subsumidos en el
gráfico 1.
[3]
El hecho de que viajara una vez al año, junto a su esposo José M. Mariluz
Urquijo, y permanecer alrededor de dos meses en Europa investigando y
recorriendo bibliotecas, archivos, museos y librerías, y tomando contacto con
diversos intelectuales, sobre todo españoles, le permitió formar una voluminosa
biblioteca especializada, difícil de hallar por entonces en Argentina. Ella, y
el grupo al que formó, introdujeron la renovación de muchos temas: vida
cotidiana, mentalidades, cultura material, religiosidad, libros, bibliotecas y
lecturas.
[4]
Estos autores han desarrollado más extensamente sus aportes al campo de la
cultura escrita mediante dos trabajos posteriores: Di Stéfano (2001) y Peire
(2008). Ambos destacan los aportes de Daisy Rípodas Ardanaz, mediante la
profusión de citas de sus trabajos y de los hallazgos documentales que la
autora publicó con eruditos estudios introductorios. En su trabajo Peire
afirma: “agradezco a esta autora su inestimable y generosa
ayuda para la elaboración de este trabajo” (Peire 2008: 125).
[5]
El capítulo está basado en gran parte en la producción de la Imprenta
de Niños Expósitos y enfocado en la realidad porteña.
[6] Para evitar tautologías innecesarias en
torno a las fuentes archivísticas, hemos asignado un número a cada uno de los
expedientes de las treinta y un testamentarías, que luego servirá para citar la
fuente en el cuerpo del texto. Lo hacemos en guarismos romanos, para evitar
cualquier tipo de confusión con otras signaturas archivísticas o fechas. Archivo de Tribunales de la Provincia de Jujuy: I.- Domingo
López de Mojardín, Expedientes 1752-1753, legajo 1248, 1752; II.- Martín de Argañaraz y Murguía, Expedientes 1752-1753,
legajo 1258, carpeta 38, 1753; III.- Pedro Miranda, Exps., leg. 1274, carp. 39,
1754; IV.- Juan del Portal, Exps. 1756-1758, leg. 1325, carp. 40, 1758; V.-
José Alberto González, Exps. 1762-1764, leg. 1398, carp. 42, 1763; VI.- Miguel
Gerónimo Delgado Garzón, Exps.
1764-1766, leg. 1414, carp. 43, 1751; VII.- Juan Zerpa, Exps. 1764-1766, leg.
1429, carp. 43, 1765; VIII.- Asencio Chorolque, Exps. 1764-1766, leg. 1428,
carp. 43, 1765; IX.- Diego de Sandoval, Exps. 1759-1761, leg. 1381, carp. 41,
1761; X.- Nicolasa Quintana de Albernas, Exps. 1774-1776, leg. 1587, carp. 49,
1774; XI.- José Gabriel de Torres, Exps. 1774-1776, leg. 1600, carp. 49, 1774;
XII.- Fernando Dávalos, Exps. 1776, leg. 1653, carp. 50, 1776; XIII.- Francisco
Javier del Sueldo, Exps. 1779, leg. 1735, carp. 53, 1779; XIV.- Asencio Bravo,
Exps. 1782-1783, leg. 1804, carp. 55, 1799; XV.- Andrés de Eguren, Exps.
1783-1785, leg. 1835, carp. 55, 1785; XVI.- José Pascual Baylón Pereyra, Exps.
1788-1790, leg, 1932, carp. 60, 1789; XVII.- Catalina Zebreros, Exps., leg.
1976, carp. 62, 1791; XVIII.- Gregorio López de Velasco, Exps. 1799-1803, leg.
2083, carp. 66, 1799; XIX.- Martín Ignacio de Goyechea, Exps. 1799-1803, leg.
2190, carp. 69, 1804; XX.- Juan Lago y esposa, Exps. 1804-1807, leg. 2257,
carp. 71, 1817; XXI.- Antonio Cornelio de Albarracín, Exps. 1804 -1807, leg.
2271, carp. 72, 1806; XXII.- José Joaquín Bernal,
Exps., leg. 2363, carp. 74, 1810; XXIII.- Bartolomé Antepara, Exps. 1817-1831,
leg. 2499, carp. 77, 1819; XXIV.- Manuel Eduardo Arias,
Exps. 1821-1822, leg. 2525, carp. 78, 1822; XXV.- Manuel Antonio López, Exps.,
leg. 2586, carp. 80, 1824; XXVI.- Andrés Ramos, Exps., leg. 2603, carp. 80,
1824; XXVII.- María Ana Gorriti, Exps., leg. 2695,
carp. 82, 1826. Archivo Histórico de la Provincia de Jujuy,
XXVIII.- Manuel Sánchez de Bustamante, Fondo Padre Vergara, caja I. leg. 3,
1799; XXIX Objetos de la Real Audiencia, Fondo Padre Vergara, caja I, leg. 8,
1813; XXX.- José Hernández Cermeño, Fondo Marqués, carp. 166, 1810. XXXI.- José
Ignacio de Guerrico, Fondo Padre Vergara, caja I, leg. 3, 1799. Archivo y Biblioteca Históricos de Salta, XXXII.- Diego
Antonio Martínez de Iriarte, Fondo Judicial, exp. 2, 1772.
[7]
El número nace de aquellos inventarios en que pudimos contabilizar los libros,
en dos casos no se especificó la cantidad por “no valer nada”.
[8]
Las referencias documentales
sobre los estudios académicos de los clérigos y el inicio de sus carreras
curiales han sido extraídas de Archivo General e Histórico de la Universidad Nacional
de Córdoba, Libro de matrículas nº 1 y Libro de grados nº 1. Archivo del Colegio
Nacional de Monserrat, Libro de la entrada de los Collegiales del Collegio de
N. S. de Monserrate de esta ciudad de Córdoba, (1702-1767). Archivo del
Arzobispado de Córdoba, legajo 25, Concursos a curatos y oposiciones (1699-
1859).
[9]
Es necesario mencionar que los
catecismos no solo sirvieron para instruir en la fe y evangelios a los
feligreses, ya que también en algunos de ellos se aludía a cuestiones
políticas, armonizando elementos religiosos, políticos y cívicos (Medina, 2014:
375).
[10]
Martínez de Iriarte muere en
Salta y allí se confecciona su inventario y tasación, y Pereyra en San
Salvador. Son mercados distintos y sus precios son diferentes: Salta es más
cara; sin embargo, la relación de diferencias de costos del mismo producto gráfico
llama mucho la atención.
[11]
Colección
documental “Mons. Dr. Pablo Cabrera”, FFyH- UNC, documento nº 644.
[12]
Colección documental “Mons.
Dr. Pablo Cabrera”, FFyH- UNC, documento nº 646.
[13]
Las hermanas Gorriti fueron
hijas de Ignacio de Gorriti -un hacendado salteño, que contaba con libros (Llapur,
2019)-, y hermanas del canónigo Juan Ignacio Gorriti, quien se destacó como
orador sagrado y patriótico. Los hermanos Gorriti, José Ignacio y Juan Ignacio,
fueron gobernadores de la provincia de Salta. Por su parte, los hermanos de
Carlos de Aguirre, se habían formado como clérigos.
[14] Archivo del Convento Franciscano de
Jujuy, Disposición de 1816, folio 3v.
[15]
Peire (2008: 132) detecta la
circulación de este libro en Buenos Aires desde la década del ’80 del siglo
XVIII. Antes que él, ya había estudiado el tema Torre Revello (1965).
[16]
En los sucesivos “éxodos jujeños” los fondos documentales principales se
repartieron entre funcionarios y vecinos comprometidos. Se hizo lo mismo con el
Archivo de Gobierno, luego de la retirada del Ejército en 1812. Se debe a
Teodoro Sánchez de Bustamante el haberlo reunido de nuevo (Cutolo, 1983:
618).