Revista
Andes, Antropología e Historia
Vol. 34, Nº 2, Julio – Diciembre 2023
Esta obra está bajo licencia de Creative
Commons Atribución - No Comercial CC BY-NC
https://creativecommons.org/licenses/by-nc/4.0/ ISSN Nº 1668-8090
INTERPELANDO
IDENTIDADES CAMPESINAS: MEMORIAS Y USOS DEL PASADO INDIGENA EN CONFLICTOS
TERRITORIALES EN EL DEPARTAMENTO FIGUEROA, SANTIAGO DEL ESTERO
INTERPELLATING PEASANT IDENTITIES: MEMORIES AND
USES OF THE INDIGENOUS PAST IN TERRITORIAL CONFLICTS IN THE DEPARTMENT OF
FIGUEROA, SANTIAGO DEL ESTERO
Carlos Alberto Bonetti
Instituto de Lingüística, Folklore y Arqueología (ILFyA)
FHCSyS- Universidad Nacional de Santiago del Estero
carlybonetti@gmail.com
Fecha de ingreso: 12/12/2022
Fecha de aceptación: 29/11/2023
Resumen
El presente artículo aborda las formas de interpelación y
revisión de las identidades rurales y de los usos del pasado en contextos de
conflictos territoriales. Se trata de exponer reflexiones en torno al trabajo
realizado con dos comunidades del departamento Figueroa de la provincia de
Santiago del Estero. Se analiza, por un lado, la problemática de tierras en la
zona del chaco santiagueño desde una perspectiva histórica que permita
comprender la situación de la tenencia de la tierra así como las dinámicas
poblacionales. Por otra parte, damos cuenta de procesos de revisión de la
identidad campesina en coyunturas de violencia donde el pasado indígena, los
vínculos comunales y los usos del territorio se vuelven visibles y necesarios
para la defensa territorial. A través de una metodología participativa con la
comunidad campesina de Pozo del Castaño y la indígena “Yaku Muchuna”
evidenciamos -mostrando diferencias y similitudes- cómo las identidades y la
revisión del pasado son emergentes de situaciones de conflictividad, donde lo
indígena le otorga profundidad histórica a los reclamos y devela sufrimientos y
violencias de largo plazo.
Palabras
claves: identidad, memorias,
campesinado, indígena, tierras
Abstract
This article deals with the ways of interpellation and revision of rural
identities and the uses of the past in contexts of territorial conflicts. The
aim is to present reflections on the work carried out with two communities in
the department of Figueroa in the province of Santiago del Estero. On the one
hand, the land issue in the Chaco area of Santiago del Estero is analyzed from
a historical perspective that allows understanding the land tenure situation as
well as the population dynamics. On the other hand, we account for processes of
revision of peasant identity in situations of violence where the indigenous
past, the communal links and the uses of the territory become visible and
necessary for territorial defense. Through a participatory methodology with the
peasant community of Pozo del Castaño and the indigenous community of
"Yaku Muchuna", we demonstrate -showing differences and similarities-
how identities and the revision of the past are emergent in situations of
conflict, where the indigenous aspect gives historical depth to the claims and
reveals long term suffering and violence.
Key Words: identity, memories, peasantry, indigenous, land
Introducción
Este artículo[1]
tiene por objetivo exponer reflexiones en torno a las maneras en la que la
identidad campesina se ve interpelada o por lo menos revisada en situaciones de
conflictividad de tierras, y al mismo tiempo, cómo el pasado se convierte en un
recurso necesario para la defensa territorial. La experiencia de trabajo de
campo con dos comunidades[2]
del departamento Figueroa, Santiago del Estero, nos permite exponer algunos
resultados en esta dirección. Una de ellas con pertenencia al MOCASE
(Movimiento Campesino de Santiago del Estero) en la localidad de Pozo del
Castaño y, la otra, auto reconocida como pueblo originario Tonokoté de la
localidad de San Felipe[3].
Son escasos
los trabajos que problematizan la identidad del campesinado en tanto sujeto
histórico y aún menos los que trazan una perspectiva histórica para entender
las lógicas de tenencia y ocupación de la tierra en la vasta geografía
santiagueña. Si bien muchos de los abordajes se centran en la acción colectiva[4],
las estrategias productivas de defensa territorial o bien en el uso alternativo
del derecho[5],
la pregunta sobre lo que representa un campesino o cómo se reconfiguran
sentidos en torno a esta categoría[6]
nos parece necesaria para comprender el reposicionamiento de estas comunidades
en contextos de violencia donde sus territorios son cercados por los
empresarios, perjudicando sus actividades productivas y vitales que van desde
el pastoreo de los animales hasta el trabajo forestal en pequeña escala.
La relación
que abordamos entre memoria e identidad, largamente trabajada en el plano
teórico y en numerosas investigaciones empíricas, nos posibilita entender que
se trata de una conexión inherente en tanto la primera es una condición
necesaria para la segunda, pero que en nuestro caso se presenta en relación a un
sujeto rural subalternizado y en un contexto de violencias donde la
tematización de este vínculo puede observarse con mayor peso en los últimos
años en la difusión de conflictos o denuncias públicas a través de distintos
medios, y quizás, en menor medida, en las argumentaciones de las defensas
judiciales. Nuestra apuesta teórica reside en tomar la identidad como objeto,
partiendo de la propuesta de Stuart Hall[7]
de situar el análisis en términos de posicionalidad del sujeto, lo que implica
un proceso de sutura entre una posición objetiva y formas de subjetivar tal
posición. Como el mismo autor lo plantea, más que comprender la identidad como
una entidad estable y segura, de lo que se trata es de un proceso de
identificación en el que se pone en tensión estructura y agencia, en tanto se
dirimen las condiciones y posibilidades
de legitimar y/o transformar los discursos identitarios. Un proceso de
identificación implica justamente una reposición de los sujetos en el marco de
ciertas circunstancias como lo son en estos casos situaciones de rupturas y
conflictividad. Por otra parte, abordamos a las memorias como representaciones
y reconstrucciones del pasado a partir de las necesidades y circunstancias del
presente, en tanto el pasado es constantemente actualizado[8]
y por lo tanto se constituye como un objeto de disputa.
Las
experiencias de trabajo en ambas comunidades nos posibilitaron, más allá de las
diferentes estrategias de defensa territorial, evidenciar las formas en que
tensionan, interpelan y revisan su propia identidad como campesinos, en
relación con lo indígena y su representación en el pasado y el presente. Es
importante remarcar que, más allá de la diferencia en términos de reetnización,
ambas comparten una cultura e historia común en la que se entrelazan
características ecológicas y ambientales (bosques secos con grandes quebrachos
y clima semiárido) por ser parte del extenso territorio del chaco-santiagueño,
relaciones históricas de poder en torno a la tenencia de la tierra con una
familia de la elite santiagueña en los siglos anteriores, así como aspectos del
bilingüismo quichua-castellano y de prácticas productivas y de trabajo
vinculadas al obraje, la caza, recolección y la cría de animales de granja.
Más allá de los debates en torno a las significaciones
sobre el campesinado, aquí lo concebimos como una categoría histórica-cultural
anclada en las representaciones sobre los sujetos rurales de la provincia y que
posteriormente, hacia la década del 80, y como consecuencia de las primeras
organizaciones y acciones colectivas del sector, comenzó a constituirse también
como parte de una identidad política[9].
Hablar del
campesino implica reconocerlo como un sujeto colectivo que supone una serie de
representaciones que, en muchos casos, estereotipan de forma negativa su
identidad y en otras la resaltan como parte de la matriz identitaria
provincial. Sea como fuese, no se constituye en un sujeto etnizado y las
diferencias trazadas pasan por la dicotomía con lo urbano y en rasgos
culturales generales que supuestamente lo constituyen. Es así que esta
categoría cultural para marcar la alteridad local está fuertemente arraigada en
la sociedad santiagueña y no se vincula específicamente con aquellas
concepciones que lo sitúan como productor agrícola-ganadero distinguiéndolo de
obreros rurales o de otras actividades tal como lo comprenden algunos autores[10].
En nuestro caso, lo concebimos como un sujeto del medio rural (incluso
migrantes a las ciudades) históricamente subalternizado y con una
pluriactividad que implica desde la pequeña agricultura hasta el trabajo
forestal, y que en las últimas décadas se reconvirtió en una categoría política
en el marco de los conflictos de tierras.
Si bien no
hay una precisión acerca de los inicios de esta denominación, ya en el siglo XX
comienza a expandirse como categoría para denominar al sujeto rural que
anteriormente había sido caracterizado de distintas formas[11].
De esta manera el campesino es el resultante de una síntesis histórica que
encubre la diversidad colonial expresado en la cultura rural, y al mismo
tiempo, sujeto hacedor de una serie de actividades económicas que van desde la
agricultura familiar hasta el oficio de hachero como parte de una identidad
arraigada con la expansión del obraje.
En los casos que aquí exponemos lo indígena
aparece como sustancial en la revisión del pasado, no exento de tensiones y
ambigüedades con las formas de identificación desde el presente. La diferencia
está puesta en que una de las comunidades inició un proceso político que
posibilitó la construcción y legitimación estatal de una nueva identidad como
comunidad indígena. Sin embargo, como veremos, la categoría de campesino se
alterna con la de indígena/originario más allá del proceso de reemergencia
étnica o etnización a decir de Bartolomé[12],
que implica un reconocimiento en base a características diferenciales que
posibilitan pensarse como etnia y auto reconocerse como pueblos originarios.
Podría decirse que la expresión de Bartra de “campesindio”[13]
refleja las identificaciones locales con todas las salvedades respecto del caso
mexicano, pero que en definitiva dan cuenta de los debates en algunos países de
Latinoamérica en relación al uso de la categoría de campesino en detrimento del
componente indígena.
Destacamos
que el trabajo realizado con las comunidades fue en base a metodologías
participativas que incluyeron talleres para trabajar las memorias a través de entrevistas
grupales con el objeto de reconstruir episodios vividos o transmitidos en
relación a la estancia, el obraje, y las relaciones sociales establecidas a
través de esos modos de producción; la elaboración de árboles genealógicos a
partir de ciertas dimensiones como trabajo, poblamiento, migración e identidad
que posibilitó una reconstrucción de índole individual pero también comunal. En
el caso de la comunidad de San Felipe, además de esta metodología, se sumó un
mapeo para referenciar sitios significativos en el territorio.
Más allá de
las historias y las condiciones ambientales que unen a ambas comunidades, San
Felipe posee una población pequeña que estructura sus actividades económicas en
torno a la explotación forestal para la comercialización de postes o trabajo
artesanal, el meleo, algunos animales para autoconsumo dado el problema de agua
potable, conjuntamente con subsidios o planes estatales, siendo la capilla y el
salón comunitario el punto de encuentro. La escuela primaria es la única
institución estatal en el territorio. Pozo del Castaño, tiene una población
mayor a partir de los distintos parajes de influencia, posee una posta
sanitaria, una comisaría, escuela, capilla y un salón comunitario donde se
desarrollan las reuniones de la comunidad. Las actividades económicas
principales, además de las migraciones estacionales, son la cría de animales
generalmente para autoconsumo, algún emprendimiento apícola, la caza y la
posibilidad de acceso a planes estatales. En ninguno de los casos se trabaja en
la agricultura, siendo una actividad que la reconocen como diluida en el pasado
y difícil de reflotar por la faltante de agua y otras condiciones materiales.
El artículo
se estructura de la siguiente forma. En un primer apartado realizamos una
breve caracterización histórica de las tierras en la zona de frontera del río
Salado, situándonos específicamente en el departamento Figueroa para evidenciar
procesos de larga duración que permitan comprender la expansión de la
privatización y explotación de las tierras y en paralelo de las identidades
rurales subalternizadas. En una segunda parte, planteamos los dos casos
trabajados para dar cuenta de cómo las identidades y el pasado se convierten en
objeto de revisión y recurso para la lucha en los conflictos territoriales, no
exento de contradicciones internas a partir de relaciones con el Estado en
donde lo indígena aparece como un sujeto y una posición a la que se apela para
darle profundidad histórica a las violencias sufridas y las demandas por el
territorio.
Figura 1:
Ubicación de las localidades de San Felipe (azul) y Pozo del Castaño (rojo)
Fuente:
Gobierno Electrónico Argentina. Las referencias son nuestras.
Las tierras
del Salado y el campesinado en perspectiva histórica
Luego de haber sido un espacio fronterizo desde el
período colonial, la zona del río Salado fue poblándose progresivamente hacia
el este como consecuencia de distintos procesos económicos y ecológicos
(condiciones del terreno para la ganadería, explotación forestal, etc.) durante
el siglo XIX y principios del XX. Si bien la presencia indígena había
constituido una problemática constante para el sector criollo por los llamados
malones a lo largo de la frontera del Salado, el despliegue de la violencia
estatal a partir de dispositivos militares y en otros casos evangelizadores, determinó
la persecución, matanza y desplazamiento de estas poblaciones.
La
militarización de los espacios fronterizos fue acentuándose en la segunda mitad
del XIX con la presencia de los Taboada[14]
y como parte de una política del gobierno de la Confederación preocupado por
restaurar un frente de fortines para atender nuevamente a las fronteras con el
Chaco, descuidadas durante las guerras civiles[15].
La
preocupación constante por la expansión territorial en la zona chaqueña
justificó una serie de campañas y expediciones a una escala mayor como la
iniciada por Bosch en 1883 y la de Victorica en 1884 que perpetraron el
genocidio indígena y parte de su desterritorialización. El inicio de esta
campaña denominada como “conquista del desierto verde”, significó para la
provincia la ampliación de su territorio en sus límites con la Gobernación del
Chaco y dos décadas después una nueva expansión que implicó la delimitación
definitiva de su geografía. Sin embargo, hacia fines del XIX, los problemas en
la frontera se agudizaron a tal punto que comprometieron la colonización
criolla en la zona del Salado sur y el flujo comercial con el litoral.
Para ese
momento, e iniciado el siglo XX, los nuevos territorios anexados a la
jurisdicción por los nuevos límites con el Chaco, le permitían al Estado un
mayor control de la zona, aunque no en su totalidad debido a la continuidad de
las excursiones indígenas hasta por lo menos la primera década de ese siglo[16].
Esto se dio en un contexto donde el Estado Nacional colaboró creando
dispositivos de confinamiento y concentración como fueron las reducciones
indígenas, tal el caso de Napalpí. Estos espacios contribuyeron a disminuir la
belicosidad en los territorios colonizados y a sedentarizar a las poblaciones
indígenas a través del trabajo asalariado en los obrajes de Chaco y Formosa[17],
y si bien en territorio santiagueño no hubo este tipo de instituciones para ese
momento, algunos propietarios de obrajes conjuntamente con colonos comenzaron a
reducir población indígena[18].
De esta manera, comenzó una nueva etapa política y económica sobre esos
territorios en la que se conjugaron colonización, privatización y explotación
del bosque nativo.
La economía
en la costa del Salado se basaba casi exclusivamente en la cría de ganado y
siembra de cereales. La actividad ganadera no era nueva en la zona ya que se
inicia con el establecimiento de las reducciones jesuíticas en el siglo XVIII[19].
Los desbordes del río dejaban tierra fértil lo que facilitaba la práctica
agrícola por parte de un encadenamiento de pequeñas poblaciones en sus márgenes
que se dedicaban al cultivo y a la cría de ganado menor en su mayoría, la cual
se alternaba con la presencia de estancias y puestos.
Además de la
ganadería y la precaria agricultura, la recolección de miel constituyó una
actividad que, si bien para esos tiempos ya no era central en términos
comerciales como lo fue en la Colonia, revistió una gran importancia para el
autoconsumo y el intercambio. “Salir a melear” representaba una tarea cotidiana
en la zona, pero no por ello fácil. Los meleros se internaban en el bosque
chaqueño por lo que conocían gran parte del territorio, sirviendo como baqueanos
en muchos casos. Esta actividad permitía llegar a puntos poco explorados y
sobre todo tener comunicación y negociar con las poblaciones chaqueñas[20].
De esta
manera la migración paulatina hacia el oriente del Salado por parte de la
población criolla fue un proceso largo (últimos años del XIX y primeras décadas
del XX), impulsado por los propios ganaderos y la misma actividad del meleo.
Durante todo el XIX la actividad ganadera se mantuvo en las orillas del río,
pero el agotamiento de los pastos, sumado a la gran presencia de dueños de
hacienda, en ocasiones con títulos de herencia de esas tierras, fueron las
causas de la migración[21].
Se trataba de
un territorio poco explorado por los habitantes de la costa y sin presencia
estatal. En este espacio marginal y lindante con la gobernación del Chaco se
generaron cambios a partir de las migraciones de los saladinos y principalmente
con la llegada del ferrocarril, que posibilitó el asentamiento de nuevas
poblaciones. En los límites de este territorio del departamento Figueroa
comenzaron a instalarse las estancias de la descendencia de los Taboada,
aprovechando mano de obra de poblaciones campesinas desindianizadas del Salado,
de aquellos meleros que ya residían en esas tierras (quizás poblaciones
indígenas chaqueñas desplazadas) y posiblemente de algunos pobladores cautivos
de la frontera[22].
En este
contexto, la explotación del bosque nativo por terratenientes extranjeros y en
algunos casos locales, permitió acumulación de riqueza y depredación del monte
santiagueño. De esta manera,
el nuevo ordenamiento territorial giró en torno al obraje y a la forma de
organización social que implicaba este trabajo. Es así que este sistema
extractivista y de explotación de la población rural subalternizada, vinculado
al trazado del ferrocarril, se constituyó en una de las principales actividades
económicas de la provincia y fundamentalmente de la zona media y norte del
Salado. En este proceso también se produjo la consolidación de sociedades
anónimas como Quebrachales Tintina, La Forestal, Ottavia, entre otras, que
tenían por objetivo la adquisición, negociación y explotación de los bosques,
así como también establecer grandes estancias para la ganadería y la
agricultura[23].
En Figueroa,
como en otras partes del chaco-santiagueño, el Sindicato de Tierras que
congregaba capitalistas de Buenos Aires adquirió una cantidad importante de
leguas entre fines del XIX y primeros años del XX[24].
De esta manera, convivieron en la región del Salado las estancias de los
Taboada y aquellas tierras de propiedad extranjera que fueron explotadas en la
extracción de madera, actividad que posteriormente continuaron empresarios
locales a partir de la adquisición de nuevas tierras.
Como ya
señalamos, el traslado de los ganaderos como consecuencia del agotamiento de
los pastizales de las orillas del río, supuso una migración incierta que
implicaba tiempos largos hasta su establecimiento definitivo. Pues había que
construir represas, ahondar los pozos para acopiar agua de las lluvias,
trasladar el ganado y formar, esencialmente, una población que pudiera servir y
mantener los establecimientos. En esa zona, se había formado una cultura ganadera
en base a una organización señorial, patriarcal y latifundista que le imprimía
ciertas particularidades[25].
En las
estancias de Pozo del Castaño y San Felipe, como en muchas otras, la
organización suponía la presencia de estas familias extensas emparentadas como
en el caso de la familia Taboada, a las que se sumaban peones y agregados, que
constituían la necesaria base sobre la que se asentaba este tipo de
establecimientos, y le adjudicaba un orden de funcionamiento, donde se
mezclaban jerarquías, relaciones horizontales a partir de una cultura campesina y redes parentales
para asegurarse la reproducción social. El patronazgo como sistema pudo
funcionar a partir de este tipo de organización que posibilitaba una serie de
intercambios y lealtades entre el patrón, los peones y los agregados a partir
de interacciones no siempre verticales. Dichas estancias comenzaron a
expandirse como consecuencia del mismo crecimiento de la población y de esta
manera se empezaron a cubrir determinadas demandas como la educación a partir
de la creación de escuelas y en algunos casos posta sanitaria como parte de la
presencia estatal en el territorio.
Después de la
muerte de los propietarios, estas tierras fueron arrendadas/vendidas o
apropiadas por obrajeros locales o empresarios inmobiliarios que se dedicaban a
negocios especulativos. Sin embargo, fueron los peones, agregados y su
descendencia los que progresivamente poblaron y expandieron sus familias sobre
estos territorios. La explotación forestal en estas zonas de Figueroa fue
determinante en diferentes aspectos. La ganadería y la estancia en decadencia
dieron paso a la actividad forestal y a la migración de muchos pobladores hacia
el trabajo en el obraje como conchabados, o a las cosechas de algodón en Chaco,
entre otras actividades estacionales. De esta manera el campesinado quedó residiendo
en las tierras de las antiguas estancias desarrollando múltiples actividades
que implican migraciones temporales, extracción de madera y miel, caza y cría
de ganado menor, generalmente para autoconsumo, y en algunos casos pequeños
almacenes a lo que debe sumarse en los últimos años el acceso a planes
sociales. Esta residencia por varias generaciones, otorga al campesinado un
derecho de posesión (reconocido por la denominada ley veinteañal) que se
tensiona con los títulos de propiedad de los herederos de los antiguos
propietarios y de sus posteriores ventas.
En este
sentido, la inestabilidad jurídica de la tenencia de la tierra los coloca en un
estado de vulneración constante ante el avance de la frontera agropecuaria y
los consecuentes conflictos territoriales. La residencia histórica en los
terrenos de las viejas estancias de los Taboada, de los cuales muchos fueron
vendidos por su descendencia, complejizan aún más la situación. Una revisión
por las mensuras catastrales da cuenta de las sucesivas ventas o intentos de
prescripción desconocidos por las comunidades campesinas e indígenas, y que van
desde financieras extranjeras, obrajeros locales, hasta empresarios ganaderos
de otras provincias.
Tanto en Pozo
del Castaño como en San Felipe, las comunidades lograron organizarse como
colectivo campesino y participar en distintas instancias institucionales como
la Mesa de Tierras para canalizar los conflictos y ser acompañadas en el
tránsito por lo judicial; pero en paralelo desarrollaron una serie de acciones
como parte de estrategias para resistir en los territorios, la primera
integrándose en el MOCASE y la segunda reconociéndose como parte del pueblo originario
Tonokoté a partir de ciertas condiciones jurídicas y políticas que comenzaron a
gestarse desde la reforma constitucional de 1994 en lo que refiere al
reconocimiento a la preexistencia de los pueblos indígenas y con ello a
derechos territoriales y a otras legislaciones, así como políticas educativas y
sanitarias, lo que posibilitó un movimiento de auto reconocimiento en toda la
geografía nacional. Sin embargo, esta situación trajo aparejada ciertas tensiones
jurídicas en relación a la tenencia de la tierra; por un lado, entre el reconocimiento
estatal del territorio indígena por parte del INAI (Instituto Nacional de
Asuntos indígenas) y los títulos de propiedad de herederos o nuevos
propietarios que reclaman esos terrenos, y por otro, la misma situación en
relación a la aplicación de la llamada “ley veinteañal” por parte del
campesinado.
Revisión del
pasado indígena e identidad campesina en Pozo del Castaño
En el 2008 se
presenta el primer conflicto territorial en la localidad de Pozo del Castaño.
En esos tiempos las movilizaciones de la comunidad y las presentaciones en la
justicia local se convirtieron en las estrategias necesarias, no solo para
emprender una extensa lucha en el plano judicial y político, sino también para
darle visibilidad pública a la problemática. Una empresa de Córdoba dedicada a
la ganadería había comprado a herederas de un reconocido obrajero de la zona,
más de 10.000 hectáreas ubicadas al oeste de la localidad, lugar de uso común
para el pastoreo de animales, de otras actividades productivas y de presencia
de sitios arqueológicos.
La
conflictividad tuvo picos de violencia producto del cerramiento y el desmonte
que formaban parte del plan productivo de los empresarios y que vulneraban los
derechos posesorios de los pobladores, incluso, poniendo en jaque los modos de
vida y la cotidianeidad de la comunidad[26].
En esos primeros momentos los campesinos se movilizaron cortando la ruta
nacional 34 y forzando un interdicto judicial que frenó el avance momentáneo
del empresario sobre esas tierras.
La dimensión
de la problemática puede visibilizarse a partir de ciertos datos generales,
como los expresados en el informe de la REDAF (Red Agroforestal Chaco
Argentina) del año 2012, en el que se relevan, durante el período 2007-2011,
214 casos de conflictos de tierras en la región norte, de los cuales 122 habían
tenido lugar en la provincia. Lamentablemente no hay una sistematización y
actualización de datos oficiales con los cuales podamos evaluar la
profundización e implicancia actual de la problemática[27].
Cuando esas
tierras estaban en manos de otros propietarios o empresarios como en el caso de
los Taboada o de otros obrajeros, su uso cotidiano y comunal no se había visto
afectado. En este caso, fue el alambre y la imposibilidad del uso
históricamente extensivo del territorio lo que activó el conflicto.
Las
estrategias de resistencia de las familias fueron decisivas para la difusión de
esta situación. La vinculación con instituciones como la Universidad Nacional
de Santiago del Estero, la Dirección de Bosques y otros, generó la puesta en
marcha de investigaciones y búsqueda de información para sumar argumentos
científicos que avalen a los planteos de la comunidad. Asimismo, la
intervención del Comité de Emergencia y la Mesa Provincial de Tierras como
espacios resultantes de las luchas campesinas y de la visibilidad de la
problemática de tierras en la provincia, fueron de suma importancia para
validar los argumentos utilizados por la comunidad en las causas judiciales
iniciadas.
El conflicto,
no sólo generó la organización del campesinado para llevar adelante medidas en
el plano político y jurídico y para denunciar las violencias, sino que también,
activó un proceso reflexivo para pensarse identitariamente desde una dimensión
histórica y territorial, revisando no solo el pasado indígena presente en la
oralidad[28]
y en la huella arqueológica, sino también de aquellas prácticas comunales que
implicaban otras formas de sociabilidad y trabajo y que actualmente la
consideran erosionadas, o por lo menos debilitadas.
Nuestra
intervención y acompañamiento como parte de un proyecto de investigación de la
universidad se basaba en la propuesta de trabajar a partir de dos interrogantes
principales: ¿Qué podía aportar un enfoque que busque indagar en la producción
de memorias locales a la lucha y resistencia por la posesión territorial? Y,
por el otro, ¿cómo hacer intervenir los conocimientos históricos en esa
dirección?
Figura 2:
Talleres en Pozo del Castaño
Fuente:
Fotografía propia
En los distintos
encuentros -mediante entrevistas grupales y el armado de genealogías[29]-
indagamos sobre el pasado y la presencia histórica de las familias, la vida
comunitaria, los usos del territorio en relación a las principales actividades
económicas como la cría de animales de granja, la venta de postes, la caza y la
recolección. Por otro lado, la identidad en tanto forma de auto-representación
que los posiciona como sujeto colectivo fue un aspecto que nos posibilitó
advertir ciertos quiebres y continuidades respecto a las representaciones del
pasado. En este caso, la historia oral y la memoria se convierten en un canal
para explorar no solo las subjetividades en la (re)construcción del pasado[30]
en relación al trabajo en el obraje, la vida cotidiana, los lazos comunitarios,
etc., sino también la adquisición, bajo ciertas circunstancias, de un valor
instrumental para la defensa de los territorios en condiciones históricas y
estructurales de desigualdad.
Uno de los
aspectos más significativos que surge en la identificación genealógica se
vincula, justamente, con lo indígena. La figura recurrente y representativa de
Indalecio Carabajal, conocido como “Tata[31]
Inda”, un poblador que vivió durante la primera mitad del siglo XX, cristaliza
para los castañenses la imagen del “indio” que es objetivada en su fenotipo y
en prácticas de caza y recolección, como generalmente aparece en las
representaciones de los sectores rurales de la provincia para referirse,
principalmente, a pobladores antiguos. Sin embargo, las caracterizaciones van
más allá de estas descripciones y tipificaciones raciales y se asocian a
destrezas y manejos de recursos de caza y conocimiento del monte, e incluso
hasta convertirse en una referencia que se invoca desde el pasado para tener
suerte cuando se internan en el monte a cazar. Uno de los referentes de la
comunidad señala criterios de demarcación entre lo indio y lo campesino
(generalmente difusos), pero que en este caso se vincula con lo que planteamos
arriba, donde la categoría de indio actúa en la marcación de aquellos
pobladores que por fuera de la educación estatal sabían interpretar al monte a
partir de conocimientos “sobrenaturales”.
Esta
construcción de subjetividad local en torno a la identidad indígena revela las
características culturales e históricas de esta categoría:
Mi abuelo Bonifacio (nieto de Indalecio) por
los rasgos era un tipo rudo y hereje, para mí ha sido como un indio porque no
está atravesado por una formación educativa. Le gustaba vivir en el monte,
andaba mal de salud, pero igual todos los días salía al monte. Por ahí lo
comparo con su hermano Ciriaco que tenía otra forma de vivir, que se parecía
más a un campesino, era un viejito que era arriero y tenía vacas, arriaban
vacas a Clodomira[32].
En la figura
de "Tata Inda" como personaje histórico para la comunidad se condensa
la imagen de lo indígena en el que parece funcionar como un puente con el
pasado para la identificación con esa ascendencia. Sin embargo, las recurrentes
apelaciones al mestizaje, por parte de los pobladores, implican un
posicionamiento como sujeto diferencial en la que prevalece la identificación
como campesinos/as.
Esta
categoría de autodefinición no solo refleja una designación en términos
geográficos o de trabajo, sino que pasa a tener una impronta política, en tanto
reconocimiento en las últimas décadas como sujeto político y movilizado. Por
supuesto que debemos considerar que las categorías responden a contextos de
legitimación y que las políticas conceptuales[33]
remiten a condiciones de posibilidad para designarse y ser legitimado como
indio y/o campesino. Esta resignificación del significante campesino implica un
proceso de identificación[34]
en el que se generaron articulaciones entre una posición histórica como sujeto
subalternizado del espacio rural y una subjetivación construida como agente
político.
En este
contexto lo indígena se convierte en la referenciación de un “pasado” en donde,
más allá de algunos reconocimientos individuales de pobladores, como en el caso
de Clara: “yo me siento india y cuando me preguntan no tengo por qué ocultar”[35],
no se traduce en una identidad colectiva de los castañenses. Como sabemos, en
las memorias también están inscriptos los silencios que evidencia una
producción de narrativas cargada de vacíos[36]
como parte de políticas del olvido y autonegaciones generadas desde la
construcción del Estado Nacional y de los distintos momentos de consolidación
de los Estados provinciales que proyectaron imaginarios en torno a la alteridad
interna.
En el caso de
la provincia de Santiago del Estero uno de los agentes estatales que mayor
eficacia simbólica tuvo en la negación o divorcio con lo indígena y lo
afromestizo fue la escuela. Justamente en zonas del Salado donde fue señalado
por intelectuales y escritores de fines del siglo XIX como territorio poblado
por santiagueños “poco civilizados” o “en vías de civilización” (un ejemplo de
ello son las “Memorias descriptivas de la provincia” escritas por Gancedo y
posteriormente por Fazio), se fue expandiendo, a principios del siguiente
siglo, un discurso a través de la escuela que mostró al mestizaje como lugar
posible de identificación en el marco del postulado de “crisol de razas” donde
se destacaban los rasgos de la herencia hispana e indígena en el sujeto
santiagueño marcado como habitante de la campaña o campesino. Uno de esos
discursos está presente en manuales escolares como el de Moreno Saravia de 1938
donde sostenía que el santiagueño era el resultado del mestizaje indígena
europeo excluyendo toda posibilidad del componente afro[37].
Algunos de
estos indicios históricos para pensar la construcción de un discurso estatal de
la diferencia y que fue proyectándose a la población rural a través de la
escuela y de otros actores, nos permite argumentar que si bien no borró
necesariamente lo indio como categoría social y de uso en las marcaciones del
sujeto rural, aportó a la desvinculación respecto a todos los marcadores
culturales que puedan hacer sospechar hacia afuera de las comunidades (y quizás
también hacia adentro) que se trataban de “verdaderos indígenas”. Esa misma vigilancia
cultural también implicó a la lengua quichua que se la desindianizó y en todo
caso se la reconoció como “lengua criolla” y folklorizada durante el siglo XX.
Los mismos castañenses reconocen lejanamente la relación de su lengua quichua
con lo indígena y su identificación gira en torno a ambigüedades y tensiones en
el que generan un corte con el pasado. Y si bien esto no es propio de la
provincia, Pizarro lo identifica en Catamarca y Rodríguez para Tucumán[38],
las propias dinámicas históricas locales nos muestran como las rupturas
evidencian un pasado poblado por indios incivilizados y en la actualidad por
campesinos “mestizos”.
El obraje y
el desmonte, constituyen otros puntos de inflexión en las memorias y en las
mismas interpelaciones sobre la identidad. El conflicto territorial parece
significar una nueva demarcación social a modo de frontera[39],
que sitúa en la dinámica social una nueva forma de considerarse en relación a
un sujeto novedoso, en este caso el empresario ganadero, y a un proceso de cerramiento
efectivo de las tierras. En las entrevistas son recurrentes las menciones sobre
las consecuencias ecológicas del desmonte, entre las que se destaca a las
constantes sequías que dificultaron el desarrollo de la pequeña agricultura
campesina, principalmente cuando se establece una comparación con los
“antiguos”. Sus antepasados tenían cercos para la siembra, es decir,
desarrollaban prácticas productivas que se fueron diluyendo como consecuencia,
entre otros aspectos, de las condiciones ambientales y ecológicas. Este corte
con el pasado y su necesidad de revisión, así como la valoración del territorio
y de prácticas productivas y de sociabilidad de los llamados “antiguos”, parece
reactivarse en la coyuntura de conflictividad.
De esta
manera, el trabajo en el obraje articula las memorias del campesinado en dos
direcciones que generan cierta ambigüedad. Por una parte, implica el trabajo
asalariado para una población que vivió en una relación de patronazgo en la
estancia de los Taboada, con lo cual los antiguos atendían la hacienda y vivían
a partir del consumo de los animales y la cosecha de maíz, actividades que
alternaban con la caza y recolección, pero por otro, las nostalgias sobre un
monte más tupido y extenso, dan cuenta de las consecuencias actuales de los
recursos del monte.
Mi abuela Rómula también le atendía la
hacienda a los Taboada, le sacaba la leche a las vacas y hacía quesos para
poder vivir, porque me contaba mi abuelo en ese tiempo, que iban para la
invernada ahí para el lado de Bandera Bajada, a comprar el maíz para sembrar y
con eso nos alimentábamos, hacían harina para hacer tortillas. Mi abuelo no se
si le pagaban o no. Hasta que se abrieron los obrajes de quebrachos los Taboada
lo tenían de peón a él[40].
Para muchos
el obraje representaba la posibilidad del primer ingreso y es parte de la
valoración que algunos “viejos” realizan en torno al trabajo. En los talleres
uno de los participantes destacaba lo que pudo obtener a partir de los
campamentos y que el ocaso del obraje industrial había representado la
decadencia para la población. La figura del hachero es muy fuerte (podemos
decir incluso que representa una identidad laboral en los hombres) y sintetiza
de alguna manera el sacrificio y la vida en “monte adentro” con todos los
conocimientos necesarios para sobrevivir en esas condiciones, y por otro lado,
la posibilidad del trabajo remunerado que implicaba el acceso a ciertos bienes
con cheques o giros que para sobrevivir terminaban cambiándolos en los
almacenes locales o del patrón. Los contratistas los conchaban y durante varios
meses seguían la ruta de los montes para la tala del quebracho. De esta manera,
Taco Pozo en Chaco o Salta eran algunos de los destinos de los campamentos de
los hacheros que se instalaban durante varios meses en ranchos armados por
ellos mismos con una cama de palos o bien durmiendo en el piso. Más allá de
estas condiciones de precariedad, los castañenses mayores recuerdan ese pasado
con cierta nostalgia.
Por otra
parte, las generaciones más recientes y sobre todo que tienen una participación
más activa en la organización política campesina, cuestionan el sistema del
obraje por las situaciones de precariedad y explotación, tratando de convencer
a los “viejos” de las condiciones indignas del trabajo, la negación de derechos
laborales y de las consecuencias sociales, culturales y ambientales del
desmonte.
Más allá del
obraje y de la figura del hachero como parte de una marca de identidad
masculina local, emerge una construcción de identidad en términos territoriales
en la que se elabora un sentido de pertenencia en relación a las dimensiones
materiales y simbólicas del espacio habitado con perspectiva histórica, donde se
articula, compara y valora un pasado en relación a las circunstancias del
presente[41].
Lo que se aprende en el territorio y desde los “viejos” se traduce en una
memoria hecha cuerpo[42],
en un conocimiento práctico que implica la disposición a la caza y a la recolección
como formas de ocupación y circulación territorial, donde el pasado no se
representa, sino que se actúa, se pone en práctica. Tal como nos señala uno de
nuestros informantes respecto al aprendizaje sobre la caza y el uso del monte: “viene de la gente de antes, los mayores, cuando nacemos ya nacemos
sabiendo todo eso”[43].
En esta
comparación con el pasado, los antiguos pobladores, identificados en algunas
ocasiones como indios, son resignificados en el contexto de conflicto. Muchos
de ellos se personifican en las historias familiares bajo el sentido
comunitario de “nuestros abuelos”. De este modo, los campesinos reflejan una
necesidad de resistir en el territorio a partir de poner en valor sus
antepasados y de significar su relación con el monte chaqueño, los aprendizajes
derivados de la caza, la recolección, la agricultura familiar y hasta el mismo
trabajo de hachero (más allá de las contradicciones respecto al uso/degradación
del monte), saberes y prácticas trasmitidas, en la que los “antiguos” desempeñaron
un rol fundamental. Al mismo tiempo, las reminiscencias respecto a un pasado
con lazos comunitarios más sólidos y su aparente disolución, emergente en gran
parte de los relatos, forman parte de una memoria que necesita reconstruirse y
que el mismo conflicto interpela.
Aquí la
violencia también cobra una dimensión histórica en las memorias largas como
plantea Da Silva Catela[44]
en relación al sufrimiento vivenciado por sus antepasados. Es recurrente las
menciones sobre el padecimiento de las condiciones materiales de vida de los
“antiguos”, la dependencia a los estancieros, la carencia en tiempos de sequía,
la migración forzada como única posibilidad de generar ingresos y subsistir, a
lo que se suman aquellas violencias simbólicas donde el pasado indígena y la
lengua quichua fueron históricamente omitidos y silenciados en las aulas. Es
decir, que los conflictos con los empresarios no representan un hecho o
episodio aislado de violencia, sino que es constitutivo de relaciones
socio-económicas con otros agentes en una historia territorial más larga.
Aquellos
discursos que problematizan la identidad y el pasado aparecen principalmente en
situaciones de trabajo reflexivo, como en el caso de los talleres o en
reuniones de la propia comunidad, donde emergen interpelaciones en torno a su
lugar como campesinos/as ante las situaciones extremas de violencia o en
ciertas argumentaciones de la luchas por el territorio, pero aún sin
considerarlos como recursos sólidos para la defensa territorial en el plano
judicial y político. La propia historia local a partir de la oralidad no es
concebida como un posible instrumento político para llevar a otro plano de
discusión la problemática. Generalmente, las herramientas pasan por los
argumentos jurídicos de la posesión o bien a partir de la legislación de
bosques como un recurso necesario para garantizar la posesión de tierras en
disputas y de este modo frenar los planes productivos de los empresarios.
De pueblo
campesino a comunidad indígena: Las luchas de la comunidad “Yaku Muchuna”
A diferencia
de la comunidad de Pozo del Castaño, la de San Felipe hizo un proceso de auto
reconocimiento como pueblo indígena bajo el nombre de comunidad “Yaku Muchuna”
(donde escasea el agua en lengua quichua). Sin embargo, como ya lo dijimos, se
trata de dos pueblos cercanos que comparten una misma cultura rural, parentesco
en algunos casos, el uso de la lengua quichua y, como vimos, un proceso
histórico de tenencia de la tierra que implicó a la misma familia Taboada como
propietaria de las estancias que se instalaron hacia fines del XIX y de otras
porciones de tierras acaparadas por capitalistas foráneos para la explotación
del bosque nativo.
A partir del año 2009 los pobladores comienzan un proceso
de auto reconocimiento como comunidad indígena perteneciente al pueblo Tonokoté
que se institucionaliza entre el 2011-2012 con el otorgamiento de la personería
jurídica y la culminación del relevamiento territorial que realiza el INAI en
el marco de la Ley 26.160. Como en otras localidades, el auto reconocimiento
sucede en un contexto de conflicto territorial, convirtiéndose en una
herramienta con cierta eficacia para evitar desalojos o avances de los
empresarios del agro sobre las tierras. En este punto es necesario advertir que
si bien las reemergencias étnicas se desarrollan en coyunturas desfavorables
para los pobladores en base a la situación jurídica sobre la tierra, este
proceso no se hace en un vacío y tampoco es eminentemente instrumental, más
allá de la necesidad de visibilizar diacríticos étnicos que reproducen en
muchos casos la mirada colonialista que el propio Estado construye y espera
sobre las comunidades[45].
En este caso,
el inicio de este proceso se entrelaza con el conflicto territorial iniciado
con un histórico obrajero que había explotado las tierras por cerca de tres
décadas y que tras un largo período de ausencia había intentado en el 2003
retornar a San Felipe para continuar con la explotación forestal. La
resistencia de la comunidad en el territorio campesino (hasta esos momentos
auto percibida como campesina) y en el terreno judicial comenzó a cobrar
relevancia en el departamento Figueroa hasta la constitución de la Mesa de
Tierras. Las experiencias de otras comunidades como la de San Roque (costa del
Salado) les permitió poner en marcha el proceso, a partir de encuentros con la
autoridad indígena de esa comunidad que los ayudó a ir constituyéndose en base
a un trabajo silencioso y paciente de auto reconocimiento de las familias y del
procedimiento ante el INAI para su legitimación estatal[46].
Figura 3:
Cartel de entrada de la comunidad “Yaku Muchuna”
Fuente:
Fotografía propia.
Es importante
referenciar dos aspectos de la reemergencia étnica en la localidad y en general
en la provincia: por un lado, como dijimos, un cierto sentido heurístico que
adquiere la revalorización de la identidad indígena en coyuntura de conflictos
y violencias, y por otro, las maneras que definen, dan sentido y vivencian su
propia indianidad en términos de memoria y (re) vinculaciones con el pasado.
En cuanto al
primero, es necesario señalar las condiciones tanto jurídicas como políticas a
partir del reconocimiento constitucional y de una serie de legislaciones nacionales
que contribuyeron al autoreconocimiento, a lo que se suma una mayor vinculación
de las organizaciones campesinas con otras de la región o la misma inclusión en
la CLOC-Vía Campesina lo que también contribuyó en el proceso.
En Santiago
del Estero, desde los últimos años del siglo XX se visibilizan comunidades
indígenas, llegando a contar en la actualidad con seis pueblos y más de ochenta
comunidades en distintas zonas rurales y urbanas de la provincia[47].
Algunas de ellas integran organizaciones como el MOCASE Vía Campesina, mientras
otras tienen vínculos o forman parte de otras redes u organismos indígenas a
nivel nacional. El hecho de que la mayor parte de las comunidades rurales
adscriban a la identidad indígena para garantizar derechos territoriales,
educativos y sanitarios que como campesinos no lo obtenían, nos habla de la
importancia del Estado en su apertura al reconocimiento, pero al mismo tiempo a
mostrarse como un agente que participa activamente en la construcción de la
etnicidad[48].
La referente y autoridad de la comunidad, señala:
Si bien veníamos de un proceso de defensa de
un territorio y que era una herramienta como para abrazar el territorio más
factible que como comunidad campesina que veníamos gastando mucha plata en la
defensa, y que si teníamos que conservar ese monte y empezar a pagar impuestos
por ese monte como comunidad campesina estábamos muertos, porque si bien la
gente sacaba madera pero no iba a ser suficiente para mantener tanto espacio de
territorio, seguro que íbamos a terminar achicando el espacio del territorio.
Cuando nos ha llegado esa información, yo me acuerdo bien claro que nos hemos
reunido ahí y hemos dicho: -vamos a comenzar a averiguar, esto sería una
oportunidad[49].
La nueva
etnicidad da forma y evidencia silencios y olvidos que actuaron como parte de
las políticas estatales desde el siglo XIX. En este caso, el soporte
político-jurídico encausó nuevas formas de auto referenciarse que habían sido
auto negadas o puestas en duda por las propias generaciones pasadas[50].
La misma autoridad de la comunidad refiere, que si bien existían señales de sus
antepasados: “nuestros orígenes nos venían diciendo,
gritando de que somos preexistentes”[51],
aún no se conocían las posibilidades (ni existían las condiciones) para ser
reconocidos como pueblo originario. Hasta esos momentos la lucha y organización
se había dado como comunidad campesina.
Es necesario
comprender que las interpelaciones a las identidades -en este caso campesina-
como a las propias formas de representar el pasado responden a situaciones de
conflictividad y donde se crean nuevas formas de posicionarse como sujeto
político en el espacio social. Quizás, muchas veces, el problema,
principalmente para el Estado, radica en concepciones hegemónicas que ven a la
identidad como algo estático y coherente y no como producto de contingencias
históricas y como parte del despliegue de recursos necesarios para preservar y
proyectar un futuro en el territorio. Como lo planteamos en la introducción,
las circunstancias remiten a procesos de identificación que implican re significar
la posición del sujeto, en este caso de campesino a indígena, lo que genera
también tensiones en las mismas poblaciones rurales que en muchos casos
reproducen el discurso estatal de la extinción indígena. Lo que resulta, en
ciertas ocasiones, problemático para los avances en la organización del sector
y en los acuerdos de campesinos y pueblos originarios. La “falta” de
continuidad histórica y la ausencia de “rasgos culturales distintivos” que
demarquen ciertas fronteras étnicas entre los pueblos y con el campesinado,
suele resultar el argumento principal para las negaciones de las identidades
indígenas a partir de una concepción objetivista de las mismas.
En lo que
respecta a las propias memorias y su articulación con la identidad indígena,
los pobladores reconocen en la lengua quichua, los saberes locales y los usos
del territorio, elementos constitutivos de su indianidad. En el taller que
abordamos para trabajar la relación pasado-presente a partir de las memorias y
de un mapeo territorial participativo, las apelaciones sobre cierto discurso
sutil, doméstico y hasta oculto[52]
de sus abuelos acerca de su posible ascendencia indígena se solapaba con el
bilingüismo quichua-castellano, las prácticas de caza y recolección y con la
materialidad de la evidencia arqueológica a partir de los propios vínculos que
generaban con ellas (algunas reconocidas como pozos de indios), forjando así un
estado de “sospecha” recurrente sobre sus antepasados. El carácter de la vida
dura y pesada del monte también define lo indígena, la obstinación, la
resistencia física en el arduo trabajo de hachero o recolección de miel y el
conocimiento por tradición y práctica. Estos funcionan como marcadores de
aboriginalidad[53]
para la población.
Como en todo
acto de memoria, el pasado no representa un depósito de recuerdos, si no que se
reconstruye y resignifica a la luz del presente. De esta manera los hechos y
procesos actuales (como la misma reetnización como pueblo Tonokoté) permitió
mirar hacia atrás con otra perspectiva y entender la imposibilidad de
visibilizarse y de constituirse como comunidad en el pasado. Uno de los
integrantes, nos explica esa relación y las herramientas que actualmente se
disponen:
Tenemos el valor de que uno que nos
represente como indígena, todos debemos seguir parejo, coincidir y defender lo
que se ha fundado esto. Más atrás no conocíamos, cualquiera decía: -yo soy
arrendatario, listo-. Te pagaban lo que querían y vivías con eso, y si no, no
tenías sostén para tu familia. Por eso, a eso me refiero. Entonces vamos
creciendo, ahora tenemos el valor de ser fundadores de esto y agradezco que nos
han hecho conocer el derecho que uno tiene de ser indígena[54].
En este
sentido, el proceso también posibilitó la revisión de un pasado en términos de
la tenencia de la tierra ya que, anteriormente, se consideraban como
“vividores” de aquellas familias principales como los Taboada-González con los
cuales construyeron vínculos de trabajo, parentesco y subalternización bajo la
figura del “respeto y la reverencia” como marcas del patronazgo. Justamente,
este sistema que funcionó desde la instalación de las estancias a fines del XIX
y principios del XX reprodujo esta lógica de lealtades y de reconocerse como
“viviendo de prestado”, sin advertir sus derechos posesorios y en este caso,
histórico y ancestral. Como ya advertimos en el caso anterior, aquí también
prevalecen memorias largas en torno a la violencia material y simbólica donde
ubican a sus antepasados como “ocupantes” de tierras y subordinados a los
Taboada y en la imposibilidad de reconocerse como indígenas ante las vergüenzas
de una identidad que en se conservaba domésticamente.
Si bien la
reetnización bajo la figura de pueblo Tonokoté permitió gestionar y ser
reconocidos por el Estado, los fundamentos históricos y antropológicos al que
se acude y se adjunta a las carpetas técnicas del INAI reproduce una imagen
esencializada de lo indígena con una historia distanciada y desagenciada para
la comunidad ya que generalmente es narrada por disciplinas como la historia,
arqueología y la antropología, atravesada muchas veces por un discurso
colonialista. Aquí se describe la religión, la alfarería, la organización
social y las diversas etapas agro alfareras con un mapa provincial en el que se
ubican a las distintas etnias de manera estática. Si bien estos argumentos
fueron necesarios para la gestión ante el organismo estatal, son las propias
memorias y las prácticas en el territorio a las que les atribuyen la identidad
indígena generando una suerte de etnicidad o “indigenismo de entrecasa”[55].
Como dijimos,
además de los saberes del monte y el uso de las plantas medicinales, la lengua
quichua constituye uno de los principales fundamentos en el auto
reconocimiento. Señalada como la lengua de los “antiguos” y cuya importancia
radicaba en la socialización de las familias, da cuenta que en las generaciones
anteriores “se aferraban a la quichua” para transmitir conocimientos y los
quehaceres de la vida cotidiana. Sin embargo, la escolarización y por ende la
alfabetización en castellano, sumado a las “vergüenzas” inculcadas en el marco
de cierta vigilancia cultural[56],
produjo cortes en la transmisión de esta lengua[57].
El señalamiento de estos diacríticos en las entrevistas muestran la necesidad
de escapar, o por lo menos de matizar, cierto esencialismo estratégico que en
muchas ocasiones las comunidades deben usar para mostrar especificidad étnica
al Estado como la denominación de la autoridad Kamáchej (proveniente del
dialecto cuzqueño-boliviano), símbolos y ceremonias como la Pachamama, incorporada
a partir de la reetnización. Estos señalamientos de la comunidad “Yaku Muchuna”
no refieren a una etnicidad específica como parte del pueblo Tonokoté, si no
aspectos generales de lo que podemos llamar “cultura rural campesina” que
iguala a pueblos auto percibidos como campesinos e indígenas. En este sentido,
reconocen la necesidad de reconstruir una historia local que permita
resignificar el pasado como comunidad indígena y al mismo tiempo generar
espacios para la transmisión, algo que se presenta problemático por la
migración de los jóvenes.
Sin embargo,
a partir del año 2013 un nuevo conflicto hacia el norte de San Felipe que
figura en las mensuras catastrales como propiedad original del Sindicato de
Tierras y que luego pasó a manos de un obrajero y actualmente a una empresa
local, puso en alerta y movilizó a la comunidad que reclama ese territorio
argumentando su uso a partir de actividades forestales, de caza y recolección
de miel y frutos, además de ser un espacio de pastoreo de los animales y de
reforestación de árboles nativos como el algarrobo blanco. La depredación por
más de 100 años del obraje en San Felipe y parajes aledaños, redujo fuertemente
el monte y los quebrachales, por lo que los pobladores debieron buscar y
conservar el escaso monte en la zona. Esta situación derivó en la solicitud
ante el INAI para relevar también ese territorio que actualmente usan y
comparten distintas comunidades de parajes vecinos en lo que respecta a las
actividades de extracción de maderas, caza y recolección de miel. En ese
sentido, una de las estrategias fue la instalación de un rancho para vigilar la
zona ante la intromisión de empresarios. Esto produjo también situaciones de
violencia a partir de su quema y destrucción en reiteradas ocasiones.
Reflexiones
finales
En base a lo
planteado es necesario organizar los comentarios finales en tres direcciones.
El primero acerca de cómo se problematiza la identidad campesina y los usos del
pasado a partir de los conflictos y la organización; el segundo sobre los
procesos históricos de larga duración acerca de la tenencia de la tierra; y el
último sobre el aporte de las disciplinas para pensar la necesidad de convertir
los hallazgos en evidencia jurídica y comenzar a interpelar a las instituciones
estatales.
En primer
lugar, la categoría de “campesino/a” para referenciar a la población rural
santiagueña tiene una larga tradición en el discurso social provincial, en
muchas ocasiones cargada de connotaciones estigmatizantes y como una etiqueta
que favoreció el ordenamiento de la propia diversidad interior en el siglo XX y
quizás anteriormente. En la década del ochenta y a partir de la organización
del sector se convierte en una identidad política y comienza instalarse un giro
positivo en la auto representación. La reciente etnogénesis, como en el caso de
la comunidad “Yaku Muchuna”, funcionó como una herramienta para la protección
de los derechos territoriales y paralelamente para poder revisar el pasado en
términos de una memoria fragmentada y dispersa en torno a lo indígena. Asumir
una identidad étnica implica poner en tensión una categoría histórica y
cultural como la de campesino y reconocer la indianidad oculta bajo este
genérico desmarcado éticamente. En este caso los usos del pasado se vuelven
necesarios en situaciones de legitimación de posesión territorial en donde lo
indígena le otorga profundidad histórica a las demandas. Aquí es importante
señalar que se conjugan ciertos aspectos de reinvención identitaria (banderas,
símbolos y rituales), buscando establecer diacríticos como parte necesaria de
la reconstrucción de una “identidad prehispánica perdida”, junto a apelaciones
en relación a la lengua quichua y otros marcadores de indianidad.
En este
sentido, la identidad indígena representa cierta novedad para el campesinado
santiagueño que convivió históricamente con negaciones e imaginarios sobre lo
indígena instalados por agentes estatales y que tuvieron su efecto simbólico en
la reelaboración de las identidades y en las ambigüedades que actualmente
mantienen con ese pasado. En este marco, debemos entender a las memorias
subalternas en una dinámica relacional, ya que las memorias dominantes no solo
fijan contenidos, sino también límites a las interpretaciones históricas[58].
Si bien las reemergencias de pueblos originarios se vuelven un recurso
indispensable en ciertas condiciones de desigualdad, también producen
diferencias al interior del campesinado con el cual comparte gran parte de la
historia, las memorias y la lengua, pero que queda en situación de desventaja
al carecer de una legislación que lo contemple como un sujeto diverso y de
derecho.
En aquellas comunidades campesinas como Pozo del Castaño
el no reconocimiento como pueblo originario no implica para nada la
desvinculación con lo indígena. Como vimos, la identificación con los
“antiguos” y el propio reconocimiento doméstico de la ascendencia indígena en
el trabajo con las genealogías, evidencian el mismo vínculo que otras
poblaciones reetnizadas. Aquí el pasado se vuelve objeto de revisión en las
situaciones conflictivas donde se traza una comparación con los “viejos” y
ciertas prácticas productivas en torno la siembra o actividades comunales como
los encuentros para hilar o desgranar el maíz donde las mujeres tenían un rol
preponderante cuando sus esposos salían a las cosechas o a los campamentos del
obraje. En este caso, la defensa territorial se piensa también en clave
histórica cuando refieren a que defienden sus tierras por todo lo que allí
aprendieron y en memoria de sus abuelos y de las violencias sufridas, lo que
implica todo un capital simbólico del pasado que se traslada al presente para
pensar nuevamente sus identidades en el espacio rural, y no solo a partir de
cuestiones materiales o productivas.
En segundo
término, remarcar la necesidad de comprender los conflictos territoriales a
partir de historizar el mercado de tierras en la provincia y en el departamento
Figueroa. Darle profundidad histórica al problema no solo permite realizar un
seguimiento en torno a los que figuran como propietarios en escrituras o
mensuras desde el siglo XIX, sino que también nos permite comprender los
mecanismos de privatización de tierras, el desarrollo de las estancias y del
obraje como sistemas de explotación de la mano de obra de poblaciones rurales
subalternas (indígenas, mestizos, criollos) que fueron quedando en esas tierras
en condición de campesinos y que en las últimas décadas comenzaron a alambrarse
producto de la expansión de la frontera agropecuaria y del agro negocio. En
este sentido, el trabajo de archivo en relación a las memorias locales
representa un trabajo colaborativo para dar cuenta de estos procesos donde
familias como los Taboada que gobernaron Santiago durante la segunda parte del
siglo XIX, tuvieron en propiedad grandes porciones de tierra y donde el
campesinado funcionó como mano de obra en los trabajos ganaderos y
posteriormente como hacheros en los campamentos del obraje. Trasladar los
documentos históricos al territorio para dialogar con las memorias locales fue
una metodología que dio resultados interesantes. En este sentido, el uso de las
mensuras para advertir el mercado de tierras en la zona y la mención a meleros
en el siglo XIX, mostrando una ocupación preexistente, permitió a los
pobladores sumar elementos a los relatos de los “antiguos” en relación al
poblamiento, las relaciones de lealtad y subalternidad con la familia Taboada y
sobre todo de mirarse como sujeto colectivo en la historia.
Por último, la producción de conocimiento en relación a
las memorias e identidades en un contexto de conflictos necesita dar un paso
más cuando se trabaja con poblaciones campesinas. Este paso es el más
problemático ya que implica convertir el dato científico en evidencia en el
plano jurídico, lo que significa entrar en disputa para interpelar otro campo. Y
si bien no fue parte de nuestro objeto el abordaje de lo jurídico, consideramos
necesario señalar que este campo mantiene su estructura política y epistémica,
y que como otras instituciones está atravesada por representaciones hegemónicas
acerca del campesinado que terminan obturando la comprensión de los procesos
históricos y de las lógicas de ocupación y uso territorial que van a contrapelo
de la racionalidad capitalista.
El problema,
más allá del agenciamiento de las comunidades, el repertorio de acciones
colectivas de resistencia y de sus organizaciones que ya tienen un largo
recorrido, tiene otros dos aspectos que deben considerarse. El primero y
fundamental por una cuestión de derechos, es la necesidad de contar con una
legislación específica. Como dijimos al comienzo, el actual campesinado, al no
ser contemplado jurídicamente como un sujeto colectivo con determinadas
particularidades culturales y sociales (los avances en el reconocimiento de los
derechos de las y los campesinos por parte de la ONU constituye un paraguas
global, pero aún sin incidencia concreta en el país) y al no contemplarse desde
el Estado particularidades productivas, culturales ni lingüísticas, los
conflictos son resueltos judicialmente sin ninguna prerrogativa, y es la vía por
la que, en muchos casos, terminan perdiendo sus derechos posesorios.
En tal
sentido, a diferencia de los pueblos originarios que poseen reconocimiento
constitucional y una serie de leyes en distintos ámbitos, el “indiferenciado
campesinado”, no goza de derechos similares. El efecto de esta representación,
-que reconoce superficialmente diversidad cultural y lingüística-, es la
profundización del ocultamiento de las desigualdades estructurales e
históricas.
Finalmente la
posibilidad de trabajar desde las ciencias sociales con el propósito de
convertir en prueba aquellos datos que puedan determinar la presencia histórica
de las familias en el territorio. En este caso, el encuadre histórico nutrido
por las propias memorias nativas junto a la evidencia documental (sabemos que
para la justicia es la principal fuente de prueba) podría convertirse en el
elemento de legitimación del campesinado. Además del trabajo de archivo en la
búsqueda de mensuras, censos y otros registros que comprendan los apellidos de las
familias campesinas o que muestren la dinámica política y económica en el medio
rural, junto al mercado de tierras y a la mano de obra en esas zonas, la
reconstrucción del pasado de la comunidad a partir del árbol genealógico y las
memorias viene a complementar y situar la perspectiva nativa sobre el
territorio. El reconocimiento no solo de su ascendencia, sino también de las
propias concepciones sobre el espacio-tiempo, el reconocimiento del pasado
indígena, la reproducción material y simbólica de las familias a partir de los
recursos del monte y la necesidad de revitalizar lazos que consideran
debilitados, constituyen solo algunos de los aspectos desde los cuales puede
contribuir el conocimiento histórico y el trabajo con las memorias locales.
Por ello, el
valor de esta propuesta metodológica reside en dar visibilidad a una historia
en el territorio y una identificación negada y subestimada, muchas veces, por
los mismos pobladores, para advertir procesos de ruptura con el pasado, pero
también de reconocimiento y valoración en las circunstancias de conflicto.
Cabe aclarar
que todo esto no tendría un efecto estructural si no pensamos seriamente en una
reestructuración de los organismos del Estado, donde áreas tan sensibles como
la justicia, la educación y la salud puedan capacitarse y formar desde una
perspectiva intercultural, es decir, centrada en la diversidad, y desde allí
romper prejuicios profundos a partir de un necesario y verdadero trabajo de
inclusión que reconozca la pluralidad y las desigualdades que suelen
reproducirse cotidianamente en estos ámbitos.
[1]
Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en el 12° Congreso
Argentino de Antropología Social realizado entre los meses de junio y
septiembre de 2021.
[2]
Aclaramos que tomamos el término “comunidad” como un concepto nativo, es decir
como parte del discurso de poblaciones campesinas o indígenas en referencia a
la convivencia en el mismo espacio geográfico (localidad/paraje) y donde prima
un sentido político (acciones colectivas y organización) e histórico.
[3]
En el transcurso de los años 2017-2019 se trabajó con la comunidad de Pozo del
Castaño en un proyecto de CICyT UNSE, y recientemente se abordó un trabajo
conjunto con la comunidad Tonokoté “Yaku Muchuna” en el marco de otro proyecto
sobre territorialidad, memorias e identidades en el que junto a otros
integrantes elaboramos un informe técnico.
[4] Algunos trabajos al respecto:
Alfaro, María Inés y Guaglianone Adriana (1994), “Los Juríes. Un caso de
conflicto y organización”, en Giarracca, Norma (Comp.), Acciones
colectivas y organización cooperativa, Buenos Aires, Argentina, Centro
Editor de América Latina, pp. 141-154; De Dios, Rubén (2010), “Los campesinos
santiagueños y su lucha por una sociedad diferente”, en Pereyra, Brenda y
Vommaro, Pablo (Comp.), Movimientos sociales y
derechos humanos en Argentina, Buenos Aires, Argentina, Ediciones CICCUS,
pp. 25-46; Barbetta, Pablo (2012), Ecologías de los saberes
campesinos: más allá del epistemicidio de la ciencia moderna. Reflexiones a
partir del caso del Movimiento Campesino de Santiago del Estero Vía Campesina,
Buenos Aires, Argentina, CLACSO; De Salvo, Agustina (2014), “El Mocase:
orígenes, consolidación y fractura del movimiento campesino de Santiago del
Estero”, Revista Astrolabio, N° 12, pp. 271-300.
[5] Ver trabajos de Gómez
Herrera, Andrea (2019), “Hacer posesión: dispositivos y prácticas de gobierno
de lo común en una población rural de Santiago del Estero, Argentina”, RevIISE - Revista De Ciencias Sociales y Humanas, N° 14, pp.
135-146; Gómez Herrera, Andrea, Jara, Cristian, Díaz Habra, María y Villalba,
Ana (2018), “Contracercar, Producir y resistir. La defensa de los bienes
comunes en dos comunidades campesinas (Argentina)”, Eutopía
Revista De Desarrollo Económico Territorial,
Nº 13, pp. 137-55; Fonzo Bolañez, Claudia Yésica (2020), “Sensibilidades
legales y usos alternativos del derecho. El encierro ganadero comunitario El
Rejunte (Figueroa, Santiago del Estero)”, Cuestiones de sociología,
N° 23, e106, https://doi.org/10.24215/23468904e106
[6] Ver Jara, Cristian (2016),
“¿Qué es un campesino? La construcción de un sujeto político ambiguo en
Santiago del Estero (Argentina)”, Astrolabio, N°
16, pp. 340-361; Bonetti, Carlos (2020), “Memoria, historia e identidad en el
contexto de conflictos territoriales: El caso de Pozo del Castaño, Santiago del
Estero”, Tramas/Maepova, N°8, pp. 51-65.
[7] Hall, Stuart (1996), “¿Quién
necesita identidad?”, en Hall, Stuart y Du Gay, Paul (Comps.), Cuestiones de identidad cultural, Buenos Aires, Argentina, Amorrortu,
pp. 13-39.
[8] Candau, Joel (2008), Identidad y memoria, Buenos Aires, Argentina, Ediciones Del
Sol.
[9]
Bonetti, Carlos; Suárez Mauricio y Fanzzini Mónica (2022), “De hijos del obraje
a productores algodoneros. La construcción de una identidad política campesina
durante el conflicto de Los Juríes, Santiago del Estero”, Perspectivas
Revista de Ciencias Sociales, N° 14, pp. 674-704.
[10]
Autoras como Agustina Desalvo (2011) sostienen, a partir de una perspectiva
marxista, que la proletarización del sector por la venta de fuerza de trabajo
los convirtió en obreros rurales, lo cual dificulta continuar reconociendo en
términos objetivos a campesinos en Santiago del Estero, y específicamente en
departamentos como Figueroa. Nuestra comprensión de la categoría en términos
históricos y culturales, sumados a la autopercepción de los sujetos, nos aleja
de esta concepción productivista. Ver Desalvo, Agustina (2011), “¿Campesinos o
asalariados rurales? Una caracterización social actual de las familias rurales
del Departamento de Atamisqui, Santiago del Estero”, Mundo
Agrario, 11 (22). Recuperado de: https://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.4795/pr.4795.pdf
[11]
La producción escrita hacia fines
del siglo XIX como las Memorias Descriptivas elaboradas para la provincia, o en
publicaciones de autores foráneos, denomina a los sectores rurales como
“habitantes de la campaña”, “pobladores rurales”, entre otros.
[12] Bartolomé, Miguel (2003), “Los pobladores del
desierto genocidio, etnocidio y etnogénesis en la Argentina”, Cuadernos de Antropología Social, N° 17, pp. 162-189.
Disponible en: http://www.scielo.org.ar/pdf/cas/n17/n17a09.pdf
[13]
Bartra, Armando (2008), “Campesindios. aproximaciones a los campesinos de un
continente colonizado”, Boletín de Antropología
Americana, N°44, pp. 5-24.
[14]
Manuel Taboada fue gobernador de la
provincia en distintos períodos durante la segunda mitad del siglo XIX y su
hermano Antonino Jefe militar de la Frontera del Río Salado. La familia y su
descendencia se hizo de grandes extensiones de tierra en los departamentos
Banda, Figueroa y Moreno.
[15] Schaller, Enrique (1986), “La
colonización del territorio nacional del Chaco en el período 1896-1921”, Cuadernos de Geohistoria, N° 12, pp. 156.
[16] Periódicos locales como “La
Reforma” o “El Siglo” publicaron de manera regular en los inicios del siglo XX
(lamentablemente solo contamos con ejemplares hasta 1905) notas acerca de
malones indígenas o de persecuciones que hacía la policía de frontera en la
zona sur y este de la provincia.
[17]
Mignoli, Luciana y Musante, Marcelo
(2018), “Los cuervos no volaron una semana”. La masacre de Napalpí en clave de
genocidio”, Revista de Estudios sobre Genocidios, N°
13, pp. 27-46.
[18]
En la estación Averías algunas
familias se dedicaron a reducir poblaciones indígenas ante la ausencia de la
policía. Las publicaciones en el periódico “La Reforma” de 1902 no dan detalles
de dónde eran ubicados o bajo que promesas, sin embargo, es posible que se los
haya incorporado al trabajo en los obrajes recientes de la zona o al servicio
personal.
[19] Bilbao, Santiago (1964-65),
“Poblamiento y actividad humana en el extremo norte del Chaco Santiagueño”, Cuadernos del Instituto Nacional de Antropología, Nº 5, pp.
143-206.
[20] Bonetti, Carlos, Ramos,
Marian, Maldonado, Noemí y Suárez Mauricio (2019), “Historia de la tenencia y
posesión territorial en el Gualamba y Pozo del Castaño”, en Bonetti, C.
(Comp.), Tierras y territorios en el chaco santiagueño. Antropología
de los conflictos del campesinado en Pozo del Castaño, Bellas Alas,
Santiago del Estero, pp. 51-89.
[21] Bilbao, Santiago, 1964-1965, Ob. Cit.
[22] En el censo de 1869 se registran indígenas del Chaco
en distintas zonas de la provincia, principalmente en el área de frontera.
Muchos de ellos, desnaturalizados por las políticas de militarización, servían
en las quintas de la ciudad o en estancias.
[23] Dargoltz, Raúl (2018), Hacha y Quebracho: historia ecológica y social de Santiago del Estero,
Santiago del Estero, Marcos Vizoso.
[24] En
una de las operaciones que se realizan, adquieren 500 leguas cuadradas en los
departamentos de Figueroa y Copo entre 1897 y 1904. Rossi, Cecilia (2013),
“Deuda pública, bancos, tierras fiscales y Sindicato. Cuestiones de las tierras
de la frontera Chaco-santiagueña entre dos siglos: 1890-1910”, en Banzato,
Guillermo (Dir.), Tierras rurales. Políticas, transacciones y
mercados en Argentina, 1780-1915, Rosario, Prohistoria, pp. 177-197.
[25] Bilbao, Santiago, 1964-1965, Ob. Cit.
[26] En sus inicios el conflicto
tuvo hechos de extrema gravedad como la intervención de bandas armadas que
respondían al empresario y amedrentaban a la población. La participación de la
policía local también estuvo cubierta de sospechas a partir de supuestas
complicidades. Estos hechos no son aislados, sino que forman parte de prácticas
que suceden en la mayor parte de los conflictos y denunciados por las
organizaciones.
[27] Si bien no contamos con datos
oficiales por parte de los organismos del Estado, la difusión periódica de las
organizaciones campesinas e indígenas sobre intentos de desalojos o conflictos
en distintos puntos de la provincia, dan cuenta de un agravamiento de la
situación de tenencia de la tierra más allá de algunas herramientas y del avance
en espacios de contención estatal.
[28]
En nuestro país se dio un extenso proceso de ocultamiento e invisibilización
indígena privilegiando el componente blanco – criollo en la conformación de la
identidad nacional. Esto tuvo su comienzo con las campañas militares hacia
fines del XIX en Patagonia y Chaco en la consolidación de la construcción del
Estado Nación y que tuvo su continuidad en gran parte del siglo XX a través de
negaciones y ocultamientos generados en espacios escolares y en ámbitos
estatales que se encargaron de borrar o de hacer cierta vigilancia sobre
aquellas diferencias culturales. Esto generó sentimientos de vergüenza por
parte de poblaciones que se desmarcaron públicamente de lo indígena. En este
sentido, los actuales procesos de auto reconocimiento van sacando de a poco
esos discursos ocultos.
[29] El trabajo genealógico se hizo
de manera participativa y abierta con la presencia de las familias en los
talleres. No se buscó seguir una perspectiva netamente biologicista, sino de ir
advirtiendo los lazos que establecen con el pasado familiar y comunal a partir
de ciertas dimensiones como: migración, trabajo, identidad.
[30] Halbwachs, Maurice (2004), La memoria colectiva, Buenos Aires, Argentina, Miño Dávila.
[31] Tata significa “padre” en
quichua. En este caso sería el “padre o mayor” Indalecio.
[32] Entrevista realizada en el mes
de agosto de 2018 en territorio de Pozo del Castaño a Roger. Realizada en el
marco del Proyecto de investigación “Territorio y territorialidad en el chaco
santiagueño: Conflictos, resistencias e identidades en comunidades campesinas e
indígenas. Una perspectiva histórica y antropológica”, dirigido por el autor
entre 2018 y 2019.
[33] De la Cadena, Marisol (2006),
“¿Son los mestizos híbridos? Las políticas conceptuales de las identidades
andinas”, Universitas humanística, N° 61, pp.
51-84.
[34] Hall, Stuart, 1996, Ob. Cit.
[35]
Entrevista realizada en el mes de agosto de 2018 en territorio de Pozo del
Castaño a Clara. Realizada en el marco del Proyecto de investigación
“Territorio y territorialidad en el chaco santiagueño: Conflictos, resistencias
e identidades en comunidades campesinas e indígenas. Una perspectiva histórica
y antropológica”, dirigido por el autor entre 2018 y 2019.
[36]
Becher, Pablo; Becher, Melisa
(2017), “Memoria e historia oral”, Miradas en la diversidad,
Buenos Aires, Colectivo de Estudios e Investigaciones Sociales, pp. 57-80
[37]
Moreno Saravia, Medardo (1938). Escuela y Patriotismo,
Santiago del Estero, Argentina, Tipografía Zampieri.
[38]
Pizarro, Cynthia (2004), Ahora ya somos civilizados: La invisibilidad de la identidad indígena
en un área rural del Valle de Catamarca, Córdoba, Argentina, EDUCC.
Rodríguez, Lorena (2019), “Alteridades indígenas en Tucumán en el paso de la
colonia a la república. Un acercamiento a la configuración de la matriz
provincial de identidad”, en P. López Caballero y Ch. Giudicelli (Eds.), Regímenes de alteridad. Estados-nación y alteridades indígenas en
América Latina, 1810-1950, Villa María, Argentina, Editorial
Universitaria Villa María, pp. 157-191.
[39] Barth, Fredrik (1976), Los grupos étnicos y sus fronteras. La organización social de las
diferencias culturales, México, Fondo de Cultura Económica.
[40] Entrevista realizada en el mes
de agosto de 2018 en territorio de Pozo del Castaño a Obispo. Realizada en el
marco del Proyecto de investigación “Territorio y territorialidad en el chaco santiagueño:
Conflictos, resistencias e identidades en comunidades campesinas e indígenas.
Una perspectiva histórica y antropológica”, dirigido por el autor entre 2018 y
2019.
[41] Bonetti, Carlos, 2020, Ob. Cit.
[42] Candau, Joel, 2008, Ob. Cit.
[43] Entrevista realizada en el mes
de septiembre de 2018 en territorio de Pozo del Castaño a “Tito”. Realizada en
el marco del Proyecto de investigación “Territorio y territorialidad en el
chaco santiagueño: Conflictos, resistencias e identidades en comunidades
campesinas e indígenas. Una perspectiva histórica y antropológica”, dirigido
por el autor entre 2018 y 2019.
[44]
Da Silva Catela, Gilda (2017), De memorias largas y cortas: Poder local y
violencia en el Noroeste argentino”, Intersecoes. Revista de
Estudos Interdisciplinares, N° 2, pp. 426-442.
[45] Bonetti, Carlos (2021), “Los
procesos de etnogénesis en Santiago del Estero. Hacia una historicidad de las
identidades étnicas”, Corpus Archivos virtuales
de la alteridad americana, N° 12, pp. 1-22. En línea: http://journals.openedition.org/corpusarchivos/5267 [Consulta: 02 septiembre
2022].
[46] Informe realizado
conjuntamente con Silvia Sosa (Docente-investigadora de la FHCSyS-UNSE) y
Mauricio Suárez (Becario CONICET).
[47] Según el censo 2010 la
provincia registra 11.508 personas que se auto reconocen como parte de un
pueblo, es decir, un 1,3% del total poblacional. El aceleramiento de los
procesos de reetnización en los últimos 10 años seguramente impactará en los
porcentajes del censo 2022. Los pueblos que actualmente están reconocidos son:
Tonokoté, Lule, Lule Vilela, Diaguita Cacán, Sanavirón y Guacurú.
[48] Gros, Christian (1999), “Ser
diferente por (para) ser moderno, o las paradojas de la identidad: Algunas
reflexiones sobre la construcción de una nueva frontera étnica en América
Latina”, Análisis político, N° 36, pp. 3-20.
[49] Entrevista realizada en el
mes de abril de 2022 en territorio de San Felipe a Angélica. Realizada en el
marco del Proyecto de investigación “Territorialidad, identidades y memorias en
el chaco santiagueño”, dirigido por el autor.
[50] Bonetti, Carlos, 2021, Ob. Cit.
[51] Entrevista realizada en el mes
de abril de 2022 en territorio de San Felipe a Angélica. Realizada en el marco del
Proyecto de investigación “Territorialidad, identidades y memorias en el chaco
santiagueño”, dirigido por el autor.
[52] Scott, James (2004), Los dominados y el arte de la resistencia, México, Ediciones
Era.
[53] Briones, Claudia (1996),
“Culturas, identidades y fronteras: una mirada desde las producciones del
cuarto mundo”, Revista de Ciencias Sociales, N°
5, pp. 121-133.
[54] Entrevista realizada en el
mes de abril de 2022 en territorio de San Felipe a Horacio. Realizada en el
marco del Proyecto de investigación “Territorialidad, identidades y memorias en
el chaco santiagueño”, dirigido por el autor.
[55] Concha Merlo, Pablo (2021),
“Discursos de aboriginalidad entre los Lule-vilela del MOCASE. Tensiones entre
la demanda estatal de etnicidad y apertura indigenista de las identidades
criollas”, Corpus Archivos virtuales de la alteridad americana,
N° 11, pp. 1-29.
[56] Segato, Rita (2007), La nación y sus otros. Raza, etnicidad y diversidad religiosa en
tiempos de políticas de la identidad, Buenos Aires, Argentina, Prometeo
libros.
[57] Si bien la quichua es una
lengua hablada por una parte importante de población rural y en algunos casos
urbana (aunque no contamos con un censo), su histórica folklorización como una
lengua de “los santiagueños” aludiendo a cierta criollicidad, la extirpó de su
matriz indígena. Sin embargo, algunas comunidades reetnizadas buscan nuevamente de indianizarla.
[58] Popular Memory Group, (1982),
“Popular memory: theory, politics, method”, en Johnson, Richard, Mc Lennan,
Gregor, Scharz, Bill y Sutton, David (eds), Making Histories. Studies
in History Writing and Politics, Mineápolis, University of Minnesota
Press.