Revista Andes, Antropología e Historia
Vol.
34, Nº 1, Enero – Junio 2023
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ISSN Nº 1668-8090
NUEVAS FORMAS DE LA GUERRA: DE LA
CONTRAINSURGENCIA A LA LUCHA ANTINARCÓTICOS EN GUERRERO, MÉXICO Y LA
RESISTENCIA DE COMUNIDADES CAMPESINAS FRENTE AL DESPOJO
NEW FORMS OF
WARFARE: FROM COUNTERINSURGENCY TO
WAR ON DRUGS IN
GUERRERO, MEXICO AND THE RESISTANCE OF PEASANTRY AGAINST DISPOSSESSION
Omar Villarreal Salas
Universidad Autónoma Metropolitana
(UAM-Xochimilco)
Universidad Autónoma de Guerrero (UAGRO)
Comisión Nacional de
Búsqueda de
Personas Desaparecidas (CNB)
ovillarrealsalas@hotmail.com
Fecha de ingreso:
23/06/2022 - Fecha de aceptación: 01/06/2023
Resumen
En este artículo se presenta una reflexión acerca de la
articulación histórica entre las doctrinas de la guerra contrainsurgente y la violencia
criminal contemporánea en México. El texto es parte de una investigación más
general que intenta problematizar los aspectos criminales de la estatalidad por
fuera de las retóricas del fallo. Se parte de un trabajo de campo etnográfico
dentro de una densa red de víctimas de la violencia estatal y criminal en
Guerrero, así como de organizaciones campesinas, populares y gremiales que
orientan su actividad hacia procesos de memoria, justicia y reparación de los
daños. Los materiales recopilados en el campo se entretejen con reflexiones
teóricas y una revisión histórica de los usos de la doctrina contrainsurgente
en México y de la conflictividad criminal contemporánea. El principal hallazgo
de la indagación apunta a que, vía el paramilitarismo y el mercenarismo, la
transferencia de una episteme de la violencia permite a las organizaciones
criminales contemporáneas asociarse con el aparato coercitivo estatal para
efectuar el despojo y el despoblamiento del territorio. El trabajo de campo
permite también reflexionar acerca de cómo es resistido el despojo por las
comunidades campesinas.
Palabras clave: Episteme
de la violencia, paramilitarismo y mercenarismo, dolor y resistencia
Abstract
This article reflects on the historical relationship
between the counterinsurgency war and the contemporary criminal violence in
Mexico. This text is part of a more general piece of research which attempts to
make an issue of criminal aspects of the state phenomena, beyond the rhetoric
of failure. The work is based on an ethnographic field research carried out
within a network composed by victims of state and criminal violence in
Guerrero, Mexico, as well as peasant and popular organizations and unions, which
direct their efforts to processes of memory, justice, and compensation for the
damages. The materials collected are here articulated with theoretical
reflection and an historic review on the uses of the counterinsurgency
doctrine in Mexico; also, they are articulated with contemporary criminal
violence. The main result of this work is that, by means of paramilitary and
mercenary phenomena, the transference of a violence’s episteme allows
contemporary crime organizations to associate with the coercive system of the
state to remove and depopulate the territories. The field work also permits to
acknowledge how peasantry resists this kind of strategies.
Keywords: know
how on violence, paramilitary and mercenary phenomena, pain and resistance
Introducción
La guerra no es
simple. Exige mucho tiempo de cálculo.
Tiene un
discurso pacifista y una esmerada justificación moral.
Nunca dice ‘yo
soy la guerra’. Dice otras cosas.
No son
suficientes los hechos para identificarla o comprenderla
Carlos Montemayor, en La guerrilla
recurrente
El propósito de este artículo es
reflexionar acerca de la articulación histórica entre las doctrinas de la
guerra contrainsurgente y la conflictividad criminal contemporánea, tal y como
se han manifestado en el estado de Guerrero y en México en las últimas décadas.
En ese sentido, las reflexiones de este texto hacen parte de un proyecto
teórico de mayor escala que intenta dar forma a una teoría de la criminalidad de Estado que
pretende distanciarse de las retóricas del fallo,
la carencia y la desviación[1].
Pero también intenta formular una narrativa de la intensificación de la
violencia criminal en México que se separa de la tendencia dominante, orientada
a situar su origen en el hito de la declaratoria de la guerra antinarcóticos
emprendida por el ex presidente Felipe Calderón en el año 2007.
Propongo en este texto que,
al revisar las continuidades y las discontinuidades del par que conforma el
proceso de la insurgencia campesina popular armada en Guerrero y las prácticas
de contrainsurgencia emprendidas desde las agencias del Estado mexicano, en el
marco de un conflicto de largo alcance que se ha extendido por al menos cinco
décadas en diferentes ciclos y formas, es posible trazar el relevo histórico
entre la práctica contrainsurgente y la actividad criminal contemporánea.
En ese sentido, la premisa
que guía las reflexiones de este artículo es que vía el paramilitarismo y el mercenarismo, la transferencia
de una episteme de la violencia[2] permite a las organizaciones criminales
contemporáneas, a veces asociadas con algunas partes del aparato coercitivo
estatal en México, efectuar una estrategia paralegal efectiva para controlar
territorios y poblaciones, cuyo fin último es el despojo, es decir, el despoblamiento
del territorio con el fin de explotar sus recursos e integrarlos a los
circuitos contemporáneos del capital global en sus versiones lícitas e
ilícitas. En este texto se sitúa esta transferencia dentro de la evolución
histórica de la doctrina bélica en general, donde el capítulo de la
contrainsurgencia da pie de entrada a nuevas
formas de la guerra[3],
caracterizadas por una todavía mayor irregularidad, esto es: se despliegan cada
vez más por fuera de la esfera del derecho.
Estas estrategias se suman, al menos en
el caso de Guerrero, a los ciclos crónicos de violencia de un añejo conflicto
en el que las organizaciones populares y campesinas resisten promoviendo la
autodefensa del territorio o distintas formas comunitarias de autogobierno y
seguridad. No obstante, otra estrategia de resistencia consiste en formar
comunidades políticas a partir del dolor que se deriva de las prácticas del
terror con tal de tejer alianzas en sus luchas.
Fue al calor de las
secuelas del caso Ayotzinapa: la desaparición de 43 estudiantes normalistas en
Iguala de la Independencia, Guerrero, entre el 26 y 27 de septiembre de 2014,
donde apareció la frase: Fue el Estado,
que los padres de familia de los estudiantes acuñaron como consigna en la
persecución de sus demandas. Allí nació también el interés general de
investigación en el que enmarco las siguientes reflexiones, pues creo que la
frase en sí misma permite al menos avizorar el núcleo a donde se dirige su
pregunta: me refiero al nudo de contradicciones y ambigüedades que contiene la
noción de crimen de Estado.
No obstante, vale reconocer
de inicio que el vínculo entre criminalidad y Estado en los estudios de las
ciencias sociales y en las realidades políticas del mundo no debería tomarnos
tan de sorpresa como para pensar lo que pasó en Iguala como una excepción o una
novedosa anomalía del fenómeno estatal: desde el genocidio nazi hasta las
invasiones y ocupaciones de E.U.A. en Medio Oriente, pasando por la historia de
golpismo en América Latina, sobran ejemplos de cómo los aspectos más
arbitrarios y opacos del ejercicio soberano de la coerción persisten vivos en
el Estado moderno, coexistiendo con otros más blandos: las justificaciones
legalistas e ideológicas que le brindan legitimidad y reconocimiento en
diferentes latitudes del mundo y en diferentes momentos de la historia; y de
cómo nos cuesta lidiar con ello, tanto en el sentido común como desde las
ciencias sociales, quizás más en éstas últimas que desde el primero.
Si bien, decir Fue el Estado hace visible el centro de
la cuestión, la frase en sí misma no da cuenta de todo, pues requiere de una
explicación profunda acerca de los modos en que una red de instituciones
agrupadas en torno a un poder estatal más o menos centralizado ejercen, en
coordinación con organizaciones criminales, un nuevo tipo de control territorial
y poblacional. Por eso mismo creo necesario acompañar esta consigna con mucha
reflexión, llevar al límite las implicaciones que ella contiene, para develar
no sólo el modo particular y concreto en que se ejercen el poder y la coerción en
la contemporaneidad, sino también para comprender mejor el conjunto de
estratagemas legales que son usadas para encubrir, enmascarar, y proteger su
secreto.
Hacia una
teoría de la criminalidad de Estado
Para dar forma a una teoría
de la criminalidad de Estado y a una narrativa diferente de la intensificación
reciente de la violencia criminal en México, que logren distanciarse de las
retóricas del fallo y la desviación propongo realizar primero dos operaciones.
En primer lugar, es necesario desanomalizar
el caso mexicano, esto es: dejar de enmarcarlo dentro de las narrativas
exotizantes que describen los aspectos sui
generis de las estatalidades periféricas en términos de fallo o desviación
respecto del calco modélico de estado de derecho euro o anglo centrado, con una
trama frecuentemente apuntalada en los discursos de la corrupción o del atraso.
Esto no significa negar las prácticas de corrupción en la estatalidad mexicana,
sino quizás mejor, reconocer que estas no son exclusivas de las periferias ni
se originan necesariamente en ellas.
Para este primer propósito,
en mi trayecto de investigación he encontrado productivo recuperar las ideas de
Michel Foucault acerca de la penalidad como una táctica de las instituciones
del Estado que no está dirigida a erradicar los ilegalismos, sino a distinguirlos y administrarlos en favor de la
reproducción de sus poderes soberanos[4]. Con
estas ideas podemos delinear algunos principios que nos acercan a una teoría de
los aspectos criminales del fenómeno estatal que son útiles para enmarcar las
reflexiones que aquí presento. Pero quizás la mayor aportación que podemos
recoger de Michel Foucault para este propósito es el hecho de haber evadido,
solo en apariencia, la problematización frontal sobre la noción de Estado, para
brindarnos mejor una teoría del poder que habla de cómo este es ejercido, desde
agencias que pueden ser identificadas como estatales o privadas, o desde
amalgamamientos de ambas, que operan secuencias coordinadas de acciones que se
dirigen a fines materiales concretos, y con esto quiero decir: fines que van
más allá de la moralidad, de la legalidad o de cualquier otra forma de consenso
social que pretenda operar como marco regulativo común en una sociedad.
Por eso yo sostendría aquí
que cierto grado de ilegalismo es consustancial al fenómeno estatal siempre y
en todas partes. Y más aún, sostendría también, con las ideas de Abrams y
Mitchell, que la ley, como efecto de Estado,
tiene una dimensión de fetiche: se usa como táctica discursiva y performática
que sirve para crear la ilusión de unidad, de homogeneidad y de coherencia en
las prácticas de las agencias heterogéneas que conforman la noción de Estado, y
también para encubrir y ocultar las prácticas dúctiles de gobierno y del poder
soberanos[5].
Esto nos lleva a la segunda
operación que consistiría en situar bien e historizar mejor el entramado
necesariamente asimétrico de relaciones de poder en donde se conforman las
estatalidades: un tablero de juego desigual que es un marco interestatal, es
decir, internacional. Caracterizar la dimensión geopolítica e histórica en
donde se enmarcan los procesos de formación y transformación de la estatalidad
mexicana en cuanto a sus usos de la violencia represiva y criminal en un marco
internacional sería el núcleo de esta segunda operación, y es en ella en la que
se inscriben las reflexiones de este texto que intenta dar cuenta de la articulación histórica entre la
contrainsurgencia y la conflictividad criminal contemporánea.
La episteme
de la violencia: de la contrainsurgencia a las nuevas formas de la guerra
En este artículo propongo identificar
al conocimiento especializado y profesionalizado en el uso de la violencia con
un arte de la guerra, o más precisamente, con el campo, en el sentido foucaultiano, del saber bélico en su evolución
histórica, cuyo capítulo más reciente tal vez sea la doctrina contrainsurgente
que se caracteriza más adelante. Este saber, que ha permanecido opaco para los
legos, se ha expresado en un archivo compuesto por tratados de estrategia
militar, manuales y crónicas de campaña que no siempre han permanecido como
documentos clasificados e inaccesibles.
Por otra parte, identifico la difusión
masiva de los ensayos de estrategia militar de Mao Zedong a partir de la década
del cuarenta como un momento de desbordamiento del campo del saber bélico en el
que la doctrina de la guerra deja de ser Estado-céntrica y deviene una
herramienta accesible a los sectores populares, que cómo se verá en las décadas
posteriores, se organizaron en movimientos armados de liberación nacional para
derrocar a gobiernos opresores a lo largo del mundo entero. En el marco del
proceso llamado Guerra Fría y derivado de estos alzamientos, nace la doctrina
contrainsurgente para combatirlos.
Más recientemente, como una
consecuencia de esta doctrina, tanto el paramilitarismo como el mercenarismo
han extendido el acceso a esta episteme, posibilitando la conformación de
milicias privadas, esto es, no controladas por el Estado para fines públicos,
como podría pensarse de los ejércitos y policías. Estas milicias, articuladas
con grupos de interés económico privado como son las mafias conforman un nuevo
actor bélico que ha sido bien caracterizado por el filósofo camerunés Achille
Mbembe con su noción de máquina de guerra[6].
Es precisamente a esta transferencia del uso de la violencia extrema a la que
aquí nos referimos y sobre la que proponemos historizar y teorizar mejor.
Una narrativa
alternativa de la crisis de violencia en México
Otro de los propósitos en
los que se inscribe este texto es apartarse de la narrativa dominante, que
sitúa el origen de la crisis de violencia en México en la instauración de una
política pública que llevó al ejército a realizar tareas de seguridad pública
sin un marco legal específico, la cual se perpetúa desde el año 2007 a la
fecha.
No desconozco la
importancia de este hito en el desarrollo de la intensidad de la conflictividad
criminal contemporánea. Pero creo que recaer en este vicio contribuye a
fortalecer una narración que oculta los trazos de la criminalidad hacia los
procesos de formación y transformación de la estatalidad mexicana en el largo
plazo. Esta narrativa además es proclive a insertar la comprensión del complejo
fenómeno criminal mexicano en la lógica de la real politik lo que conlleva el riesgo de hacer recaer el análisis
en la burda politización partidista.
Aquí, a partir del análisis
del trazo histórico de la doctrina contrainsurgente en Guerrero y en México,
propongo en cambio una narrativa alternativa, no necesariamente homogénea ni
estandarizada a la realidad nacional, pero que hunde mejor sus raíces en el
tiempo histórico mexicano para ver como la conflictividad criminal
contemporánea emerge o se relaciona con los procesos de represión extralegal de
la Guerra Sucia, al menos en el caso de Guerrero.
La narrativa que aquí
propongo se complementa muy bien con el reciente trabajo de Sandra Ley y
Guillermo Trejo[7],
quienes sitúan la intensificación de la violencia criminal en nuestro país en
la década del noventa, durante la oleada de alternancia partidista en el nivel
subnacional, cuando la oposición conquistó primero gubernaturas de estados y
presidencias municipales a lo largo del territorio mexicano. Para los autores,
estas transiciones subnacionales y el conjunto global que componen en el nivel
nacional fueron deficitarias, porque no se tradujeron en el desmantelamiento de
las viejas prácticas y aparatos represivos vinculados a la criminalidad que
tuvieron origen en el viejo régimen autoritario de partido único.
Los autores proponen llamar
zona gris de la criminalidad al punto
de intersección en el que agentes estatales y criminales se coluden. Esta zona
gris es el punto de origen y hábitat para lo que comúnmente conocemos como
crimen organizado. Más aún, los hallazgos que presento aquí tienen resonancia
en la propuesta de Trejo y Ley de que “la
zona gris de la criminalidad suele surgir en regímenes autoritarios y que está
íntimamente asociada con los aparatos represivos del Estado”[8].
En el régimen de partido
único que se sostuvo en México hasta el año 2000, el castigo y control de los
opositores políticos estuvo a cargo de especialistas en el uso de la violencia
al interior de las fuerzas armadas o la policía, agencias de servicio secreto o
grupos civiles subcontratados como fuerzas clandestinas que gozaron de
impunidad en cuanto a sus métodos para contener a la disidencia política. Para
Trejo y Ley, el surgimiento del crimen organizado contemporáneo se sitúa en
este tipo grupos que, por su actuación fuera de la ley, pueden convertirse en
una amenaza para los gobernantes autócratas. Por lo tanto, éstos suelen
permitirles regular el inframundo criminal informalmente y lucrar con él como
pago por sus servicios: un pago que a la vez reproduce la complicidad mutua y
garantiza su lealtad.
Al quedar reducida la
transición democrática mexicana a la arena electoral, Trejo y Ley proponen que los
mecanismos democráticos no tardaron en entrelazarse con la criminalidad y la
violencia, creando un desequilibrio en el inframundo criminal como resultado,
quizás, de nuevos acuerdos entre los grupos políticos emergentes y los agentes
criminales, y como resultado también de la fragmentación política del
territorio y su control. Esta situación llevó a los grupos criminales a crear
ejércitos o milicias privadas para defender sus territorios y conquistar los de
sus rivales, dando paso a la emergencia de una lógica bélica, donde los
antiguos especialistas en el uso de la violencia fueron actores clave.
Algunas
coordenadas metodológicas… a manera de mapa de lectura
Buscando cómo realizar una
aproximación etnográfica al tema de la violencia estatal y criminal en
Guerrero, en mayo del 2018 me adherí a la Asociación Mexicana de Abogados del
Pueblo (AMAP) para donar mis habilidades de investigación para los propósitos
de este colectivo. Desde entonces y a la fecha, mi labor en la AMAP ha sido la
de documentar las violaciones graves de derechos humanos en torno a varios
casos de desplazamiento forzado interno masivo, desaparición forzada,
ejecuciones extrajudiciales y masacres ocurridas en el estado de Guerrero. En
todo este periodo he organizado y sistematizado datos, registrado y transcrito
testimonios, redactado y graficado relatorías de eventos, complementando los
testimonios con materiales de prensa o con documentos legales, tales como
demandas o averiguaciones previas.
Además de la realización de
un denso trabajo de campo etnográfico de alrededor de cuatro años acompañando a
personas y colectivos que han sufrido la violencia estatal y criminal en
Guerrero por un periodo que abarca por lo menos cinco décadas, mi adscripción a
la AMAP me permitió recorrer los nodos de una densa red de organizaciones
campesinas, gremiales, populares y de profesionistas que operan en el estado de
Guerrero en materia de derechos humanos y justicia. Desde una implicación auto
reflexiva y participante dentro del campo etnográfico, me impliqué además en la
tarea de contribuir con el tejido de esta red de contactos, poniéndola en
diálogo con núcleos académicos y autoridades federales y estatales para el
logro de sus gestiones que buscan instaurar procesos de pacificación de la entidad
y de reparación, pero también de verdad, memoria y justicia.
En este artículo entretejo los
materiales que he recopilado desde mi trabajo en la AMAP con una revisión
histórica del fenómeno bélico que rastrea la evolución de la doctrina contrainsurgente
hacia las nuevas formas de la guerra, iluminando los nodos de reflexión así
entretejidos con algunos de los conceptos presentados en esta introducción. El
texto consta de tres partes y un apartado de conclusiones.
En la primera parte expongo
los pormenores del caso guerrerense desde una mirada de largo plazo que propone
que, la relación entre el estado mexicano y los campesinos de Guerrero ha
madurado en un conflicto histórico que se extiende al menos desde la segunda
mitad del siglo XX hasta estas dos décadas que definen los albores del siglo
XXI, configurando ciclos cuyas continuidades y discontinuidades permiten ver
diferentes formas en que se organiza el par conformado por la insurgencia y la
contrainsurgencia.
Luego recurro a una
revisión histórica del fenómeno bélico centrada en los usos de la doctrina
contrainsurgente del estado mexicano contra las organizaciones guerrilleras o
autodefensas a las que los campesinos en Guerrero se han adherido en las
diferentes fases de este conflicto. Dentro de esas fases trazo la evolución de
la doctrina contrainsurgente hacia las nuevas formas de la guerra
caracterizadas por la conflictividad criminal contemporánea.
Una tercera parte del texto
está orientada a caracterizar mejor la última fase de este conflicto,
describiendo cómo la violencia criminal contemporánea está orientada hacia el
despojo de campesinos del territorio, con el fin de habilitar la explotación de
los recursos en favor de los circuitos lícitos e ilícitos del capital global.
También se da cuenta allí de qué tipo de vinculación crea el dolor, mediante la
pérdida y el despojo, con la comunidad política que representa el estado. Cómo
este dolor es significado por los sujetos del despojo y en qué medida el
recurso de compartirlo es una apuesta política que ellos hacen para buscar la
sobrevivencia, para soportar el terror.
El campesinado, la política y la guerra: un añejo conflicto
Guerrero, escenario de múltiples
batallas, cuna de próceres. El mismo nombre del estado alude a Vicente Ramón
Guerrero Saldaña, prócer nacional mexicano nacido en Tixtla en 1782. Fue uno de
los jefes insurgentes más importantes en la Guerra de Independencia de México.
Una parte importante de los municipios del estado lleva el nombre de algún otro
prócer de la historia de México, proveniente de allí. Iguala de la Independencia, municipio donde
ocurrieron los ataques contra los 43 normalistas de Ayozinapa, desaparecidos
entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014, es la cuna de la bandera mexicana.
Guerrero es además el lugar de nacimiento de hombres y mujeres –solo
recientemente se les reconoce más plenamente a ellas- cuyo estatuto es más
contemporáneo que el de un prócer, pero se le equipara de algún modo. En
Guerrero, podría decirse que la tradición de venerar a los próceres de la
Independencia, de la Reforma y de la Revolución confluye con una tradición más
nueva y no reconocida aún en pleno por la historia, ni por la nación en su
amplitud, la cual está referida a las luchas posrevolucionarias del campesinado
en el siglo XX, sobre todo en su segunda mitad: una tradición de luchadores y luchadoras sociales[9],
así es como sus pobladores orgullosamente prefieren nombrar a quienes por sus
acciones han destacado en estas luchas.
Por otra parte, Guerrero ha sido
caracterizado desde el imaginario mexicano como un espacio de violencia, así
como de pobreza y atraso: un lugar donde no hay Estado, o por lo menos una
especie de lugar sin ley. Innumerables titulares de prensa referidos a la
violencia contemporánea asociada al narcotráfico ponen en un mismo plano el
nombre de la entidad con este tipo de expresiones, todas asociadas a la
carencia de legalidad o de estado de derecho. Más aún, leyendo algunos
estudios, sean estrictamente académicos o no, he podido ver que por más que
tengan impronta crítica y complejicen en diferentes grados la situación
política de la entidad, la idea de un estado
de salvajismo persiste en algunos de ellos, aunque sea solo en formas
retóricas diseñadas, quizás, para capturar la atención de los lectores desde el
título de las obras[10].
No es mi objetivo establecer desde cuándo la situación política de Guerrero ha
sido caracterizada en estos términos. No obstante, creo que es necesario decir
que este imaginario es preexistente a la declaración de la guerra
antinarcóticos de Felipe Calderón en
2007[11].
Tres ciclos de violencia en Guerrero: el ejército como la
mano invisible
El control militar de Guerrero se
remonta a la segunda mitad del siglo XX, concretamente a la lucha campesina y
popular de los años sesenta y setenta[12],
cuando fueron brutalmente reprimidos los alzamientos armados convocados por
Genaro Vázquez Rojas primero, y luego por Lucio Cabañas Barrientos y el Partido
De Los Pobres (PDLP). Todo esto dentro del marco de la expresión
latinoamericana del proceso mundial conocido como Guerra Fría. Estas luchas
fueron objeto de cruentas acciones represivas emprendidas desde las agencias
más altas del Estado mexicano, y que han sido conocidas por el empleo de tácticas
ilegales por parte de agentes militares y paramilitares, dando origen al
término Guerra Sucia, que inicialmente se utilizó para nombrar esta etapa de la
historia política mexicana, y que ahora ha dado lugar a una disputa acalorada:
los colectivos de víctimas, contraponiendo sus visiones a las de los
profesionales, proponen hoy el término Terror de Estado, matizando que la
violencia ilegal del Estado en ese entonces, fue mayormente practicada contra
comunidades campesinas desarmadas, con el objetivo de llegar al núcleo armado
guerrillero.
Para los años ochenta, los
guerrerenses, “desempolvando su civismo y
aceitando la esperanza”, una frase que tomo de Armando Bartra[13],
participarían masivamente del frenesí cardenista con su voto en los comicios.
Después del fraude electoral de 1988, y la lucha cívica organizada en la
defensa del voto, en Guerrero se vive un periplo que pasa por la toma de
ayuntamientos y la instauración de gobiernos populares autónomos[14].
Este episodio, muy bien documentado por Bartra, va y viene entre tomas y
recuperaciones violentas de ayuntamientos, con sus respectivos muertos, claro,
entre los alzados, pero también entre la policía; conteos y reconteos que no
hacen más que develar las tradiciones fraudulentas de la democracia a la mexicana, la del Partido Revolucionario
Institucional (PRI); negociaciones políticas en altas esferas que usan a las
bases como moneda; la fundación del Partido de la Revolución Democrática (PRD)
y el abandono de la defensa del voto, por parte de su cúpula, no así por parte
de las bases sociales guerrerenses, para las que el voto no se negocia, se le
defiende con la vida. No obstante, el periplo termina cuando el gobierno
emprende “el asalto armado a las
alcaldías populares al constructivo grito de ‘¡Tengan su democracia,
cabrones!’, remacha en los guerrerenses la añeja convicción de que votar no
paga”[15],
escribe Armando Bartra.
De modo que la opción insurgente armada
vuelve emerger en los noventa. Tras el levantamiento neo zapatista en Chiapas
en 1994, el Ejército Popular Revolucionario (EPR) sale a la luz pública el 28
de junio de 1996, el día del aniversario de la masacre de Aguas Blancas, en
Guerrero. Esta nueva organización política armada es resultado de la
articulación entre el Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del
Pueblo (PROCUP) con presencia en varios estados del país, y los remanentes del
PDLP que, de impronta local, sobrevivieron a la represión que acabó con la vida
de Lucio Cabañas Barrientos, su líder principal, y de cientos de campesinos y
campesinas en aquella gesta. Para los años noventa, el EPR, su escisión más
significativa conocida como Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente
(ERPI) y el campesinado fueron de nuevo objetivo de la represión estatal con
tácticas similares a las empleadas en los setenta.
En los albores del siglo XXI, los
grupos criminales dedicados al narcotráfico cobran mayor importancia en
Guerrero y se desata la llamada guerra contra el crimen[16].
Para abonar a esta narrativa, retomo las palabras de David Benítez y Pierre
Gaussens, quienes escriben que en Guerrero:
Además
de esta conflictiva relación entre gobierno y sociedad por construir una nueva
forma estatal, hay que considerar la aparición en la escena, ya de por sí
compleja, de una serie de grupos criminales que en un afán de controlar
territorios para la producción y trasiego de enervantes, han creado dinámicas
de sustitución de las funciones del Estado o generado estructuras paralelas
–imponiendo reglas de convivencia, controlando el comercio, cobrando impuestos
y en algunos casos hasta “garantizando” la seguridad- y que al imponerse por
medio de la fuerza de las armas, traen consigo el crecimiento de la violencia[17]
Destacar estas marcas temporales en
medio del imaginario de violencia que recubre a Guerrero me parece importante
ahora para señalar que lo que hoy se conoce como crimen organizado, en los años
noventa no tiene la importancia que cobró en la siguiente década en el campo
del discurso público en México. Por lo tanto, la figura discursiva de un enemigo interno del Estado mexicano
sigue siendo en los noventa la insurgencia armada, en este caso la del EPR y la
del ERPI en Guerrero. Y dado esto, la violencia estatal que se despliega en
esta etapa, que hace de entretelón entre las luchas campesinas de las décadas
del sesenta y del setenta y la llamada guerra contra el crimen en la década del
dos mil, sigue siendo justificada discursivamente desde el Estado mexicano con
el significante de la contrainsurgencia y la prevalencia del estado de derecho.
No obstante que, para fines de los noventa, esta violencia, claramente
proveniente de las agencias estatales, está a punto de mudar para recubrirse
con una nueva justificación discursiva, que le permitirá seguirse legitimando:
la de la guerra antinarcóticos, que además le permitirá confundir sus
objetivos, difuminando las vindicaciones políticas de las luchas sociales
armadas y echándolas al saco de las motivaciones criminales.
Siendo esto consistente con lo que
propone Pilar Calveiro, a saber: que en el marco contemporáneo de la seguridad
de cada Estado nación y de la seguridad global, comprendida así desde la etapa
inaugurada por los atentados a las Torres Gemelas en 2001, habría en el mundo
dos modelos para practicar las doctrinas de seguridad hegemónicas que serían
continuidad de la guerra anticomunista
emprendida por Estados Unidos en la etapa llamada Guerra Fría, ahora desde una
posición cuasi hegemónica. Estos serían la guerra
antiterrorista, que identificaría a un enemigo
externo y la guerra anticrimen,
que tendría como fin la creación, a través del discurso, de un enemigo interno que, para América
Latina, vendría a sustituir a las guerrillas y los movimientos subversivos de
las décadas del sesenta, setenta, ochenta y noventa, como enemigos del Estado[18].
Así, tres momentos de este imaginario
de la violencia estatal se delinean mejor en los contornos del Guerrero
contemporáneo: a lo lejos las luchas campesinas de las décadas del sesenta y
del setenta, junto con las tácticas contrainsurgentes desplegadas para
abatirlas. En el medio, una segunda ola de insurgencia popular y campesina que,
sin dejar de aparejarse con las luchas cívicas y legalistas, es llevada a cabo
por organizaciones como el EPR y sus futuras escisiones, iluminadas también por
la emergencia del EZLN en Chiapas, de la mano con la continuidad del exterminio
de campesinos por parte del ejército o de las policías militarizadas. Hoy se
define una tercera etapa, la llamada guerra contra el crimen en la que aparecen
nuevos actores: por un lado, las organizaciones criminales que, unidas a los
gatilleros y a los caciques[19] del estado, se
disputan hoy el control del territorio; por otra parte, la emergencia de grupos
de civiles organizados que, bajo los rótulos de policía comunitaria o de
autodefensas ciudadanas, se proponen hacer frente al avance de los primeros.
Como un eje que atraviesa los tres momentos, un viejo actor permanece incólume:
el ejército mexicano. Por momentos se le ve activo en cruentas masacres y
represiones; otras veces, como en la Noche de Iguala[20],
actuando más parecido a la mano invisible
del mercado: dejando hacer, dejando pasar.
La Noche de Iguala: articulaciones entre estado y crimen
organizado
Comencé este trabajo de campo con una
pregunta inicial dirigida a indagar acerca del modo efectivo de darse del
Estado mexicano en su práctica de la administración de los ilegalismos. Esto
fue llevándome no solamente a los rituales de memoria con los que el
campesinado recuerda a sus muertos caídos en esta lucha, sino también a
observar la cotidianeidad de la violencia en el presente. En otros trabajos he
podido dar cuenta de cómo esta pregunta se nutrió de algunas de las
perspectivas teóricas contemporáneas como las de las antropologías que
problematizan la noción de estado[21].
Pero es singularmente en uno de ellos que pude trazar mejor, desde mis primeras
inmersiones en el campo en Iguala de la Independencia, Guerrero, la
intersección entre estrategias de legalidad e ilegalidad mediante las cuales el
Estado mexicano ha continuado su complejo proceso de formación en el marco de
una estrategia contrainsurgente que se despliega también en el supuesto combate
antinarcóticos[22].
Señalaba entonces que las características
de la perpetración y posterior encubrimiento de los ataques a los 43
normalistas de Ayotzinapa en Iguala de la Independencia en 2014 transparentaban
el centro de la cuestión. De qué maneras y siguiendo qué estrategias,
operativas y concretas tanto como discursivas y simbólicas:
Una
red de instituciones agrupadas en torno a un poder estatal más o menos
centralizado ejercen, en coordinación con otro tipo de organizaciones –las del
crimen-, un determinado tipo de control territorial y poblacional, muchas veces
con fines extralegales, en múltiples localidades del país[23].
Pero la intersección entre Estado y
crimen organizado no es lo único que nos habilita a pensar el caso de los 43
estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Los ataques de Iguala en 2014 nos
permiten trazar también el relevo entre las prácticas represivas extralegales
de la llamada Guerra Sucia y las nuevas formas de control socio-territorial
establecidas por la asociación del crimen organizado con las agencias
estatales, en medio de las cuales aparece transversalmente incólume el ejército
mexicano, perpetrando cruentas masacres todavía, como en Tlatlaya o a veces
actuando mediante una especie de activa omisión, como en la noche de Iguala,
ambos hechos ocurridos en 2014.
Si bien en su novela Guerra en el paraíso Carlos Montemayor
sugería ya los vínculos entre los generales encargados de la represión en
Guerrero y las redes del narcotráfico, donde como caso prototípico aparece la
figura del general Mario Arturo Acosta Chaparro. Más allá de una licencia
literaria, las imputaciones que pesan hoy sobre la protección del ejército a
las amplias redes criminales establecidas en Guerrero y en el país, sobre las
cuales la más representativa descansa en la participación de las fuerzas
militares en la desaparición de los 43 jóvenes de Ayotzinapa, no dejan hoy
lugar a dudas sobre la existencia de una especie de pacto de impunidad que es
elaborado por Norma Mesino en su discurso en el acto de memoria que conmemora
la masacre de El Charco:
Debemos
romper ese pacto de impunidad entre el ejército y el gobierno en turno. Es por
eso que las voces de estos pueblos, las voces de Ayotzinapa, las voces de Aguas
Blancas, las voces de tantos crímenes impunes por este gobierno, debemos
llevarlas colectivamente ante la justicia[24]
Recordando que, a partir de 1946,
ningún militar combatiente de la revolución mexicana volvió a presidir el país,
inaugurando el camino para los llamados cachorros
de la revolución[25].
Siendo civiles, y esto es: careciendo de los honores militares de la batalla
revolucionaria, estarían obligados a sostener todo tipo de arreglos con las
clases militares con tal de garantizar la estabilidad necesaria para el régimen
que seguía formándose bajo los postulados revolucionarios. Tomando la voz de ellos
como propia, Carlos Monsiváis enuncia esta suerte de pacto entre el gobierno
civil y los grupos represores que actúan desde la investidura estatal o a veces
desde la franca paralegalidad, en los siguientes términos:
Te
concedo la impunidad para tus métodos y tu trabajo fuera de las horas de
servicio, y tú me adivinas el pensamiento en relación a mis adversarios; en
resumen, haz lo que quieras, pero no me lo cuentes, que yo te declararé
inocente aún en el remoto caso de que lo seas[26].
Pero lo cierto es que todo esto no
debería hacernos creer que descubrimos una especie de hilo negro, mucho menos hacernos pensar el caso mexicano como una
anomalía que se desvía del calco modélico de estado de derecho. Una visión
compleja de la criminalidad de estado la aporta Jacobo Silva Nogales, quien
fuera el Comandante Antonio del ERPI
en la ola insurgente de la década del noventa en Guerrero. Silva Nogales,
quizás con ayuda de Bourdieu y de Gramsci, conceptualiza al Estado como un
campo de campos o como una hegemonía de hegemonías. Con esto brinda una imagen
compleja en la que el Estado aparece como una arena difusa o una red de nodos
de poderes disgregados y asimétricos que se compone con representaciones de
todos los sectores sociales, incluidos los rubros de la actividad criminal. Es
por eso, y quizás también por haber sido sometido a la tortura y a la represión
extralegal, que Jacobo Silva Nogales puede reconocer claramente que:
Pese
a poseer formalmente el monopolio de la violencia legal, el Estado dispone
también del recurso de la violencia ilegal, que no deja de utilizar, de manera
que junto a la estructura abierta y legal, sometida a la ley imperante, hay
siempre una estructura clandestina, ilegal, no sujeta a la ley. Las dos forman
parte del Estado, como las dos caras de una misma moneda[27]
Este estado secreto o paralelo que
habita los sótanos de la institucionalidad gubernamental sería una especie de
sustrato esencial, como diría Philip Abrams: una especie de esqueleto de lo que sería el estado si
se le despojara de toda la construcción ideológica que ha forjado de sí mismo[28].
Jacobo Silva nos dirá que, desde la clandestinidad, los estados siempre han
construido una especie de “estructura
militar secreta integrada por grupos paramilitares, asesinos a sueldo, aparatos
de inteligencia y delincuentes que trabajan para las instituciones estatales y
hacen el trabajo sucio”[29].
Esta estructura no solo subsiste con ciertas estrategias que permiten el
financiamiento gubernamental directo[30].
Más aún, nos dice Jacobo Silva:
En
cada caso, además del financiamiento gubernamental, estos ejércitos secretos
contaban con fuentes propias de ingresos económicos, ilegales por necesidad
para que permanecieran ocultas no solamente ante la sociedad no estatal sino
también ante la parte de la sociedad estatal que podría no compartir este tipo
de métodos[31]
En resumen, nos decía ya Monsiváis: “haz lo que quieras, pero no me lo cuentes”.
Y es allí, en los sótanos de la institucionalidad gubernamental, donde aparece
el tan aludido hoy crimen organizado. El pacto de impunidad entre los poderes
civiles del Estado mexicano y sus agencias represivas, ya de por sí actuando
fuera de la ley, sería el temprano contrato que les permite a militares,
policías, procuradores, ministerios públicos y jueces asociarse con la
delincuencia organizada o quizás mejor: ser la delincuencia organizada y
constituir los orígenes de diversas empresas criminales[32].
Pero no dejaré de insistir en que esto no representa nada novedoso. Ya Michel
Foucault nos advertía en la década del setenta que los métodos penales y todo
el régimen institucional punitivo del Estado:
No
están destinados a suprimir las infracciones sino más bien a distinguirlas, a
distribuirlas, a utilizarlas; que tienden no tanto a volver dóciles a quienes están
dispuestos a transgredir las leyes, sino a organizar la transgresión de las
leyes en una táctica general de sometimientos. La penalidad sería entonces una
manera de administrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar
cierto campo de libertad a algunos y hacer presión sobre otros, de excluir a
una parte y hacer útil la otra; de neutralizar a éstos, de sacar provecho de
aquéllos. En suma, la penalidad no “reprimiría” pura y simplemente los
ilegalismos; los “diferenciaría”, aseguraría su “economía” general. Y si se
puede hablar de una justicia de clase no es sólo porque la ley misma o la
manera de aplicarla sirvan los intereses de una clase, es porque toda la
gestión diferencial de los ilegalismos por la mediación de la penalidad forma parte
de esos mecanismos de dominación. Hay que reintegrar los castigos legales a su
lugar dentro de una estrategia legal de los ilegalismos[33].
De modo que aquello que encontré en mis
primeras inmersiones de campo en Iguala de la Independencia fue algo parecido a
eso. De la mano de los relatos de mis informantes y siguiendo mis propias
experiencias en el terreno, pude formular:
La
percepción nítida de que organizaciones criminales e instituciones de gobierno
–al menos la policía del municipio, aunque esto se extiende a otros municipios-
si bien no son lo mismo, si colaboran coordinadamente, y no sin contradicciones
ni conflictos, en la configuración de una economía ilegal, pero también en la
configuración de un dispositivo amalgamado de seguridad que para dicha economía
autoriza a ciertos agentes y bloquea a otros, regula actividades y labores de
todos sus participantes, reordena y organiza el espacio público, la circulación
en él y la temporalidad cotidiana de los pobladores, suprime violentamente lo que
no se subordina a su proceder[34].
De la contrainsurgencia al combate antinarcóticos
Un viejo ensayo del Subcomandante Marcos del Ejército
Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) de Chiapas, propone una interesante
narrativa del fenómeno bélico tras la llamada Segunda Guerra Mundial. Allí se
reconoce al conflicto posbélico conocido como Guerra Fría como una tercera
guerra mundial y al escenario resultante del fin del mundo bipolar como un
periodo de cuarta guerra mundial donde la globalización, esto es: “el neoliberalismo como sistema mundial, debe
entenderse como una nueva guerra de conquista de territorios”[35],
que trabaja mediante operaciones de destrucción/despoblamiento y de
reconstrucción/reordenamiento en un escenario total y con el fin de conquistar
mercados para un capital global financiero que comenzó un proceso de
desnacionalización. Esto último no quiere decir que los nodos centrales del
capital financiero estén desterritorializados o dejen de corresponder con las
naciones que ejercen influjo como superpotencias, sino que son los recursos de
las naciones más débiles que, para producir plusvalía, pasan a desnacionalizarse
y desterritorializarse, entrando al circuito económico global que los
transforma en capital.
En este marco, la guerra
entre naciones y los conflictos bélicos civiles al interior de un estado nación,
la guerra en general como actividad humana, ha estado sujeta a cambios
radicales que son poco transparentes. El general argentino Alberto Marini traza
la historicidad de estos cambios en un poco conocido estudio de estrategia
militar, cedido en sus derechos de reproducción a la Biblioteca del Oficial
Mexicano de la Secretaría de la Defensa Nacional, que lo publicaría para uso
exclusivo del ejército mexicano en 1980[36].
El tratado intenta historizar las doctrinas y conceptos de la práctica de la
guerra con el fin de caracterizar, desde una perspectiva estado-céntrica, el
fenómeno bélico que le es contemporáneo al general Marini: el paso definitorio
de una doctrina de la guerra definida por el apego al derecho, al de una
doctrina de guerra irregular enmarcada por la enemistad absoluta[37] y por fuera del derecho, donde aparecen los principios de lo que
ha sido denominado en diferentes maneras, según la época y el lugar, como:
guerra no convencional, guerra contrarrevolucionaria, guerra de baja intensidad
o guerra contrainsurgente.
Pues como dice el general
Marini, “la guerra toma un carácter nuevo
en su aspecto filosófico y doctrinario, como la vimos en Argel, Indochina
Francesa, Cuba, Corea, Vietnam, el intento realizado en Bolivia y los focos
encendidos en América”. Y allí es donde el general Marini se arroga la
tarea personal de trazar su labor de sistematización inversa de la guerra
revolucionaria maoísta, pues estudiándola pretende extraer las bases
filosóficas de su propio sistema “para
destruirlas dentro de ese quehacer que toma el carácter de una vivencia propia
y de una lucha por el ser nacional” [38].
La primera
etapa contrainsurgente en México y la creación de las fuerzas especiales
El estudio de Ramsés Lagos
Velasco detalla la conformación de una “maquinaria”
contrainsurgente mexicana, elaborada con el apoyo y la asesoría de los Estados
Unidos. Un apoyo en principio opacado por el régimen priista, toda vez que los
principios ideológicos del nacionalismo
revolucionario le impedían reconocer públicamente el intervencionismo de la
potencia extranjera. Pero en las décadas recientes, con la disolución de las
apelaciones a la soberanía nacional como efecto del avance de la ideología
neoliberal, el gobierno mexicano ha venido perdiendo la timidez para reconocer
el abierto apoyo estadounidense, hasta el grado de haber autorizado, en plena
época panista, la operación de agentes de inteligencia estadounidense en
territorio mexicano en el marco de la Iniciativa Mérida.
En un modo similar en el
que aquí identificamos ciclos o picos de insurgencia campesina y popular en
Guerrero, para Ramsés Lagos Velasco la contrainsurgencia en México se configura
en dos etapas. La primera corre entre las décadas del sesenta y del ochenta. Desde
esta fase represiva se trazó un determinado grado de intervención directa de
los Estados Unidos, mediante el entramado tejido por un aparato binacional de
inteligencia y espionaje que no necesariamente implicaba una transferencia
directa de ejército a ejército, pero que trazó el camino para una segunda etapa
signada por una cooperación en materia de seguridad donde los lazos se
volvieron un poco más abiertos y transparentes, pero, sobre todo, más
estrechos.
La maquinaria
contrainsurgente mexicana que describe Lagos Velasco habría “incorporado los principios de reacción
flexible y despliegue rápido a su sistema de contrainsurgencia, así como la
manera en que ha remozado viejos métodos a partir de las enseñanzas de Estados
Unidos”. También ha incorporado otros principios tales como “la unidad de mando, la ofensiva permanente,
la preponderancia de los elementos no combatientes y el predominio de lo
político en el trazado de los objetivos”[39].
Todo esto en sucesivas
etapas signadas por distintos tipos de procesos. Estos van desde la
erradicación de las organizaciones insurgentes de las décadas desde el sesenta
al ochenta y la aparición de nuevos capítulos insurgentes en la década del
noventa: el EZLN, el EPR y el ERPI, principalmente. El accidentado proceso de
disolución, reforma y rearticulación, pero también desde el 2000 se suman la
descentralización y dispersión y la casi privatización de los aparatos de
inteligencia y represión[40].
La emergencia de redes criminales con recursos más sofisticados con los que se
disputan economías criminales cada vez más valiosas y diversas. El proceso
político nacional marcado por la alternancia partidista inaugurada el año 2000,
pero atravesado desde antes por la adopción de la ideología neoliberal por las
élites mexicanas y del mundo. Finalmente, un panorama mundial tendiente a la
globalización de procesos económicos donde la cooperación entre países
configura un marco regulador que restringió las apelaciones a la soberanía
nacional de los países periféricos y en el que los atentados de Nueva York en
2001 dieron a los Estados Unidos un enorme poder para imponer una nueva doctrina
de seguridad a nivel global.
El núcleo esencial de esta
maquinaria lo componen las llamadas fuerzas
especiales que son, en palabras de Lagos Velasco “el verdadero ariete de la contrainsurgencia en México”:
Las primeras unidades de este tipo
fueron creadas en 1986 por órdenes del entonces secretario de la Defensa
Nacional, Juan Arévalo Gardoqui. El Grupo de Montañismo Anáhuac (GMA), como se
llamaba, era un proyecto piloto que desapareció en junio de 1990 para
convertirse en el primer Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (GAFE). […] Como
los jerarcas del Ejército y la policía habían perdido toda credibilidad y los
vínculos de la DFS con la delincuencia eran inocultables, fue necesario crear
un órgano confiable que templara la borrasca, y ese órgano sería el GMA[41].
Ramsés Lagos Velasco da
cuenta de una versión oficial que aseguraba que la creación de un grupo así
tendría que ver con la prevención de acciones terroristas durante el Mundial de
Futbol de 1986 en México. Pero enseguida describe dos acontecimientos que en la
coyuntura pudieron haber dado forma al desarrollo de las fuerzas especiales
mexicanas de cara a la falta de confianza y credibilidad de la que desde
entonces gozaban las fuerzas militares y policiales en el país. Por un lado, la
tortura y asesinato del agente de la Drug
Enforcement Administration (DEA), Enrique Camarena en la que se vieron
involucrados tanto la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y el mismo
secretario de la defensa, Arévalo Gardoqui. Por otro lado, los reportes
militares que alertaban ya desde 1988 de la existencia de campamentos
guerrilleros en Chiapas.
Ambos hechos delinean una
coyuntura en la que, desde el ámbito doméstico, el gobierno mexicano se ve
obligado a solicitar la ayuda estadounidense para conjurar una amenaza de
insurgencia interna; mientras que, desde la relación bilateral, ante el
asesinato de un agente de la DEA con posible participación de autoridades
mexicanas de alto nivel corrompidas por las redes del narcotráfico, el gobierno
estadounidense adquiere una posición de fuerza suficiente como para imponerle
al vecino sureño los términos de una más intensa cooperación en materia de
seguridad y de contrainsurgencia. Así, desde fines de la década del ochenta, el
combate a una nueva ola guerrillera y la lucha antinarcóticos aparecen como
fuertes motivantes para dar forma al núcleo de la máquina contrainsurgente
mexicana compuesta por las fuerzas especiales conocidas como GAFE.
Y dicho esto, no puede
evitarse nombrar la ironía de que haya sido precisamente un sector de los GAFE
quienes a principios de este siglo desertaran del ejército mexicano para unirse
como brazo armado de élite al Cartel del Golfo y luego fundado su propia
empresa criminal llamada Los Zetas,
que vino a imponer una lógica paramilitar y un nuevo modelo de negocios a las
disputas de las redes criminales por un conjunto cada vez más nutrido y diverso
de negocios delictivos[42].
Según el estudio de Lagos, para 2007 las fuerzas especiales mexicanas
alcanzaban un total de 4,000 elementos distribuidos en las regiones, zonas,
bases y aéreas militares de todo el país. Ya para ese año las autoridades de
procuración de justicia habrían registrado 1,382 deserciones respecto al número
anterior. Para el 2014, el número de deserciones en las fuerzas especiales mexicanas
había incrementado a 1,894 soldados con este nivel de entrenamiento[43].
Conjurando
una nueva amenaza: segunda etapa contrainsurgente en México
Los movimientos
insurreccionales del EZLN, el EPR y su escisión el ERPI, significaron una nueva
amenaza que conjurar para el gobierno mexicano desde la década del noventa. En
parte gracias a la novedosa estrategia de comunicación del EZLN en Chiapas, que
supo allegarse rápidamente la simpatía y apoyo nacional e internacional, pero
también como un dictado de la doctrina contrainsurgente, las acciones bélicas
allí se vieron reducidas al mínimo posible, con tal de evitar sus costos
políticos, y esto toca a ambos bandos.
En cambio, en Guerrero la
acción represiva fue menos velada, como consta con la abierta participación de
militares en la masacre de El Charco en 1998 o la participación de la policía
motorizada en la masacre de Aguas Blancas en 1995. Por lo que cabría
preguntarse por qué el gobierno mexicano habría podido permitirse en Guerrero
todo lo que no se permitió en Chiapas. Bajo qué premisas de la doctrina
contrainsurgente el gobierno mexicano delineó estrategias represivas mucho más
transparentes y políticamente costosas no solamente contra núcleos guerrilleros
sino abiertamente contra las bases de apoyo desarmadas de la insurgencia
popular y campesina en Guerrero en la década del noventa, pero continuando así
las dos décadas del siglo XXI[44].
El estudio de Ramsés Lagos
Velasco atribuye esto a un conjunto de razones que pasan por la peligrosidad del EPR[45]:
cuenta con mayor presencia organizada a nivel nacional y mayor capacidad
militar; actúa con cierto grado de eficacia mediante tácticas de hostigamiento y
dispersión que dificultan la localización de sus fuerzas guerrilleras; ha
resultado bastante tenaz en la persistencia de una guerra popular prolongada que le ha hecho perdurar por cinco
décadas; pero también ha presentado dificultades en la comunicación de sus
preceptos y planes, lo que no le ha permitido allegarse con la simpatía de
otros sectores a nivel nacional o internacional, como hizo la guerrilla
zapatista.
Esto de alguna manera
habría desestabilizado los aspectos de baja intensidad de la estrategia
contrainsurgente en Guerrero, forzando al gobierno a los exabruptos de la
masacre indiscriminada y directa más propia de la fase anterior del régimen
priista. Se impone en Guerrero un contraste con la estrategia empleada en
Chiapas, que siguió una ruta con menos sobresaltos para ambos bandos. Lo
anterior significa que, dentro del marco de la doctrina contrainsurgente, las
masacres de Aguas Blancas y de El Charco podrían ser leídas como excesos poco
controlados de una estrategia al vapor que
no alcanzó a delinearse ni centralizarse con suficiente precisión en los
principios de baja intensidad y de mando único[46].
No obstante, los exabruptos y sus costos políticos, un alto grado de
efectividad habría sido alcanzada, pues como dice Gilberto López y Rivas en 2004:
Esta destrucción ha sido en apariencia
lograda en Guerrero y Oaxaca. El EPR casi cumple cuatro años sin acciones
armadas, el ERPI no se ha repuesto de la masacre de El Charco, en junio de
1998. Las comunidades esparcidas en las regiones de la Montaña y Filo Mayor en
Guerrero están saturadas con militares. En Los Loxichas el control militar ha
sido muy efectivo. Los abusos contra las garantías individuales y los derechos
humanaos en ambas entidades son crecientes[47]
Pero la estrategia en
Guerrero no se aleja ni del paramilitarismo, cuya expresión se volvió allí un
mal crónico y permanente, ni de la doctrina general de desgaste político propia
de la guerra contrainsurgente. Combina, mejor, las viejas tácticas
psicológicas, groseras, poco sutiles aunque eficaces, que definieron al régimen
priista y a su propensión al exceso grandilocuente en términos represivos, con
la sofisticada doctrina estadounidense de contrainsurgencia que persigue evitar
a toda costa la responsabilidad política[48].
En ese sentido, Ramsés Lagos Velasco nos dirá que, para el gobierno mexicano,
respecto a la guerrilla impulsada por el EPR y sus escisiones:
A lo largo de 16 años, la finalidad ha
sido esencialmente política: impedir que el EPR amplíe sus bases sociales y
evolucione a una fase de guerra de guerrillas. Las maniobras de inteligencia y
la acción policial han sido la base de la ofensiva, mientras que el despliegue
militar ha hecho las veces de complemento en un entorno en el que la opinión
pública, en ocasiones sin proponérselo, ha abonado a la contrainsurgencia con
su aversión o indiferencia hacia el eperrismo. En este contexto, la guerra
psicológica ha destacado como el método predilecto para atenazar al EPR. Los
servicios de seguridad han basado su eficacia en el uso sistemático de la
detención arbitraria, la tortura, el asesinato y la desaparición forzada,
acercándose poco a poco a un modus operando que linda con el terror de Estado[49]
Violencia criminal y lucha
antinarcóticos en México
Desde principios de este
siglo en México pueden mapearse distintos conflictos
regionales entre organizaciones que se disputan el control de economías criminales como las que
conceptualicé anteriormente desde mi inmersión de campo en Iguala de la
Independencia, y que bien podrían haberse derivado de las prebendas otorgadas
por el estado mexicano a los agentes represores y a sus socios en el otrora
México de la llamada Guerra Sucia. En sus versiones más clásicas, estas
economías involucran el tráfico de drogas, de personas y de armas por vía
terrestre entre fronteras y por vía marítima, además del control territorial de
la actividad criminal de menor grado. Pero en sus versiones más contemporáneas
las economías criminales comprenderían también la apropiación y el control de
distintos circuitos económicos que en principio son legales como la
agroindustria, la extracción minera y de energéticos.
Todo esto es
logrado mediante sofisticadas operaciones de control territorial y poblacional[50]. Estas
estrategias ocurren en el marco de una inocultable asociación con los aparatos formales del estado,
donde algunos cuerpos de las fuerzas de
seguridad del estado mexicano hacen parte de los diferentes
conflictos regionales alineados con alguna organización criminal. Las facciones
involucradas en estos conflictos conforman redes complejas que involucran a
grupos criminales, partes del aparato estatal en sus diferentes niveles, y actores
empresariales que contribuyen a la operación de los circuitos económicos
ilícitos, siguiendo esquemas o modelos de negocios criminales y lógicas
paramilitares para los distintos usos de la violencia, de los que bien podría
trazarse su genealogía hasta las prácticas represivas de los periodos
anteriores que aquí ya hemos comentado.
Si fuera
necesario trazar una genealogía para este tipo de conflictividad llamaría aquí
la atención a la emergencia del grupo Los
Zetas: aquel cuerpo de fuerzas especiales mexicanas que desertara a
principios de este siglo para vender sus servicios mercenarios al cartel del Golfo, para luego fundar
su propia empresa criminal. Toda vez que este grupo trajo consigo el tipo de
tácticas y estrategias propias de la guerra contrainsurgente, modificando los
patrones de criminalidad hasta entonces conocidos. Desde entonces, y no desde
la declaración de guerra contra el crimen de Felipe Calderón, la conflictividad
criminal mexicana ha dado muestras no solamente de un incremento cuantitativo
ampliamente registrado, sino de un enriquecimiento cualitativo en los usos de
la violencia que es propio de la aplicación de la doctrina contrainsurgente y
de sus fenómenos colaterales: el paramilitarismo y el mercenarismo.
No obstante lo
dicho, este campo emergente de estudios sobre la criminalidad mexicana ha
producido ya avances importantes en la comprensión del fenómeno criminal
mexicano. Desde estos avances, por ejemplo, se ha evitado la burda
caracterización del sentido común sobre los carteles mexicanos y mejor, las
organizaciones criminales del México contemporáneo han dejado de ser vistas
como entidades con jerarquías monolíticas, impenetrables, invisibles, rígidas,
exclusivamente violentas, ni dedicadas solamente al tráfico de drogas, sino como
aquellas máquinas de guerra que
Achille Mbembe define como organizaciones difusas y polimorfas con capacidad
para la metamorfosis, y que combinan una pluralidad de funciones: tienen los
rasgos de una organización política y de una sociedad mercantil y actúan
mediante capturas y depredaciones, estableciendo conexiones directas con redes
internacionales[51].
El combate entre
estas redes macrocriminales en su competencia bélica y paramilitar con miras a
la apropiación de los circuitos económicos criminales, capturando partes del
aparato estatal para ello. Así como el combate que, sobre ellas, diversas
fuerzas estatales, capturadas o no, han realizado en las dos décadas recientes.
La articulación de todos estos frentes de combate ha producido diversos
procesos de fragmentación y reorganización de las redes criminales. En medio de
estos procesos, los niveles de violencia y conflictividad solo han escalado en
diferentes regiones del país, como en Guerrero. Este tipo de escaladas se
definen por múltiples y conocidos eventos en toda la geografía nacional en los
que la violencia ha alcanzado a personas civiles no involucradas en la
actividad de las redes criminales, ni en sus disputas. Diversas masacres,
asesinatos, pero también oleadas de desapariciones masivas o desplazamientos,
sea a cuentagotas o de comunidades enteras, se muestran como despliegues de
violencia aparentemente irracional y sin sentido alguno. En las líneas que
siguen se presenta un modelo de análisis de los conflictos bélicos
contemporáneos que ayudaría a echar luz sobre la racionalidad y la instrumentalidad
del uso de la violencia mirada desde la perspectiva de los propósitos que
persiguen sus perpetradores.
Uso racional e instrumental de la violencia en las guerras criminales
El estudio contemporáneo de la
violencia a gran escala contra personas no combatientes en el marco de las
guerras civiles que elabora el politólogo griego Stathis Kalyvas puede echar
algo de luz sobre la realidad de las guerras criminales en México[52].
Comprender la lógica que sigue un conflicto bélico entre dos facciones que pelean
dentro de una misma nación, en este caso con reivindicaciones criminales y no
políticas, puede ayudar a dilucidar que las masacres, ejecuciones y oleadas
masivas de desaparición y desplazamiento de personas que vemos en diferentes
regiones del país no son necesariamente instancias de violencia irracional
perpetrada al azar.
Por el contrario, pueden ser
comprendidas como parte de una estrategia racional, impuesta por la lógica
paramilitar que sigue el crimen organizado desde la aparición de Los Zetas. Una estrategia que es puesta
en práctica por las distintas redes macrocriminales, con o sin ayuda del
aparato estatal, y que sigue los principios de una lógica racional e
instrumental. Esto es: persigue el propósito de maximizar mediante el terror,
claro está, la fidelidad de sus integrantes y el apoyo de los civiles a sus
propósitos; a la vez que castigan ejemplarmente comportamientos como la
delación, la colaboración con otra red macrocriminal o con el gobierno, o la
deserción.
Esto lleva a proponer la hipótesis de
que la práctica del terror masivo como el de las masacres, pero también aquel
terror más enfocado y selectivo como el de las desapariciones, es utilizada
para castigar y disuadir la deserción de integrantes de una red criminal y para
granjearse la colaboración forzada o el silencio de la población civil mediante
un régimen de terror[53].
La dinámica de las guerras criminales
que se expresan en el territorio mexicano en las últimas décadas comparte con
las guerras civiles una característica central: “la ruptura del monopolio de la violencia que ejerce el Estado y su
reemplazo con monopolios de la violencia segmentados localmente”[54].
Estos segmentos suponen la división de un territorio en zonas bien delimitadas
donde, para el caso de las guerras criminales en México, cada red criminal
instaura lo que Kalyvas identificaría como un régimen de violencia estable. Esto quiere decir que cada bando
conoce bien sus fronteras y se establece una paz relativa donde la violencia
sustancial es ejercida dentro de cada zona y por cada bando contra personas
asociadas al bando contrario o que están bajo sospecha de actuar como sus
informantes o colaboradores. Para el caso mexicano debe suponerse que las
fuerzas del aparato estatal, cuando forman parte de una red criminal, actúan en
su zona como una fuerza que ha sido privatizada
con el fin de perseguir sus intereses y en detrimento del otro bando.
Cuando una red criminal avanza sobre la
zona territorial controlada por el bando contrario, se produce una nueva
situación en donde el régimen de violencia estable se rompe. Pues los segmentos
en los que cada bando ejercían monopólicamente la violencia se fragmentan,
produciéndose una situación confusa, en la que el control es incompleto y
ambiguo. Esto significa que, tanto para los integrantes de los bandos
criminales como para la población civil que vive en esas zonas de control
ambiguo, no queda claro quien ejerce el control, pues los monopolios de la
violencia que antes configuraban segmentos delimitados ahora son reemplazados
con áreas donde prevalece un control fragmentario. En esta situación, ambos
actores o bandos tienen la habilidad de ejercer la violencia dentro del mismo
espacio. De modo que, si la toma del control territorial por parte de uno de
los bandos no se logra en términos absolutos sino solamente fragmentarios, la
probabilidad de que la violencia escale en esos territorios se eleva[55].
El estudio de Vázquez Valencia sobre la
macrocriminalidad en Coahuila llega a conclusiones similares cuando afirma que
los procesos de captura que él describe, cuando avanzan sobre las estructuras
más altas del Estado producen una disputa
de la soberanía:
La
disputa de la soberanía se da cuando un poder fáctico distinto al Estado busca
desplazarlo y suplirlo. En contextos como estos, las preguntas que cobran
sentido son: en determinado municipio o región ¿quién manda?, ¿cuáles son las
prácticas que generan orden y quién lo lleva a cabo?, ¿quién y cómo logra
dominación-autoridad?, ¿dónde está el orden y la organización?, ¿ante quién se
queja la gente?, ¿quién castiga?[56]
Cuando en
sucesivos periodos de escalada lo bandos criminales confrontados, y a veces
perseguidos por las fuerzas del Estado, han agotado las formas y grados
regulares de violencia, sea ésta dirigida a castigar a sus miembros o a los del
bando contrario, entonces recurren a niveles de brutalidad no registrados en
periodos anteriores en los que la perpetración de atrocidades puede adquirir un
carácter simbólico. Es decir, subordinada a la instrumentalidad del uso de
estas violencias, una dimensión expresiva o comunicativa subyace en actos
atroces que involucran la mutilación de cuerpos, la agresión sexual contra
mujeres, o la desaparición de personas. Esta dimensión expresiva ha sido
ampliamente explorada en la obra de Rita Laura Segato quien argumenta que el feminicidio sistemático en los contextos
de guerra criminal como los del caso mexicano, aparece delineado por una pedagogía de la crueldad masculina que
busca ya no solo herir al oponente o castigar al miembro desertor en su
integridad física, sino extender la herida o el castigo hacia aquello que, en
un régimen de cultura patriarcal, se asume como parte de la propiedad de los
varones que se relacionan en términos de disputa: las mujeres con las que están
vinculados y en general sus familias[57].
De modo que, y en
resumen, una escalada de violencia en el marco de una guerra criminal no
solamente se define en términos cuantitativos. Esto es: expandiendo el
ejercicio de la violencia instrumental contra sectores civiles que no están
involucrados en las actividades de las redes criminales en disputa. Toda
escalada de violencia involucra también aspectos cualitativos: hace intervenir
una dimensión expresiva en la que la crueldad, la brutalidad y la atrocidad
crecientes comunican y expanden los efectos del terror.
El despojo
y el dolor: los desplazados de La Laguna y Hacienda de Dolores
El 28 de noviembre de 2012, un grupo de
entre 30 y 40 hombres fuertemente armados entraron a la comunidad serrana de La
Laguna y asesinaron a Juventina Villa Mojica junto con su hijo de 12 años,
siendo la hermana de éste, entonces con 4 años de edad, la única testigo del
doble asesinato. Este hecho, como corolario de muchos otros similares, provocó
el desplazamiento definitivo de un nutrido grupo de familias de las comunidades
campesinas de La Laguna y de Hacienda de Dolores en Coyuca de Catalán en la Sierra
de Guerrero. Las familias se habían organizado alrededor del liderazgo del
ejidatario Rubén Santana Alonso para defender los bosques de los grupos de
talamontes asociados con bandas de narcotraficantes y algunos sectores del
aparato estatal policial y de procuración de justicia. Cuando Rubén fue
asesinado, su esposa Juventina Villa Mojica tomó su lugar en las denuncias
hasta que también fue asesinada. Las familias se desplazaron primero hacia
Puerto de las Ollas. Luego, el grupo se dividió hacia al menos tres puntos
distintos de reubicación dentro del mismo estado: la Tondonicua en la misma
Sierra, y La Unión y Tepango, ubicados estos últimos en la región conocida como
Costa Chica[58].
Leonor Ochoa Segura, campesina de
Hacienda de Dolores y sobrina de Juventina, guío a las familias desplazadas en
una parte de este éxodo. De modo que los grupos de La Unión y de Tepango, en
Ayutla de los Libres, son aquellos que he podido visitar con la AMAP. Pues en
la Sierra, nos dice Leonor, y es conocido por organizaciones nacionales e
internacionales, no existen hoy condiciones de seguridad que permitan realizar
una visita. El periplo que atravesaron las familias desplazadas, antes y
después del asesinato de Juventina Villa Mojica, así como sus posteriores
desplazamientos y reubicaciones ha sido documentado bien por la prensa local,
nacional e internacional. Además, fue materia de un análisis minucioso aportado
por Alba Patricia Hernández Soc en un artículo académico publicado en 2019[59].
Fue precisamente a partir del acompañamiento
sobre este caso que encontré la posibilidad de comprender mejor los efectos del
terror, poniéndolos en relación con el despojo. Aparecen de manera obvia
aquellos efectos que interesarían a una economía política: el despojo de
tierras en el marco de la perpetua reorganización de un régimen extractivo, el
del capital global en su fase contemporánea. Y hay que advertir que en México
esta fase aparece claramente vinculada con diferentes grados y modos de
actividad criminal organizada desde la captura
del aparato estatal[60]
o desde esa suerte de paraestatalidad, que la antropóloga Rita Laura Segato
identifica como una especie de Segundo
Estado[61].
Punto de intersección entre las violencias del llamado crimen organizado y las
de las agencias institucionales reconocidas como propiamente pertenecientes al
Estado.
En el marco de una asamblea con las
comunidades desplazadas cuyo fin es trazar el plan para la demanda de un
proceso de reparación integral para el daño, las psicólogas de la AMAP proponen
a los campesinos y campesinas desplazadas, mediante un juego de metáforas sobre
el daño y los cuidados sobre el cuerpo, que logren representar lo que han
padecido. Se les pide que hablen de cómo eran las condiciones en que vivían
antes de que este daño fuera infligido, teniendo como segundo propósito que
logren representar también lo que han imaginado que sería necesario hacer para
comenzar a repararlo. Ante la pregunta de cómo era la vida en la Sierra, antes
de este cúmulo de asesinatos y despojos, Bernardo Díaz cuenta:
Allá
era una vida diferente a la vida de acá. Sobre todo con mucha libertad.
Libertad de salir a cualquier lugar. Teníamos un ejido con bastantes hectáreas,
dieciséis mil hectáreas en donde, en todo el ejido, éramos trescientos
diecinueve ejidatarios. Todos éramos dueños de ese ejido. Nos respetábamos nada
más un corralito que hacíamos donde cada quien sembraba. Y de ahí teníamos el
ejido de uso común, en donde cualquiera podía meter su ganado. Nos respetábamos
por partes grandes. Pero libres, sin cercas ni nada. Ahí cazábamos el venado
para darle de comer a la familia. No había un mercado donde fuéramos a comprar
la carne, ningún tipo de carne. Vivíamos en la Sierra y pues ahí comíamos de lo
que nosotros cazábamos. Y también protegíamos para que se lograra, verdad. Hay
que proteger ciertas cosas, verdad. También para de ahí uno comer. Teníamos un
río: el pescado lo teníamos en el río, no lo comprábamos. Los huevos, pues, los
ponían las gallinas que criábamos cada quien. No comprábamos los huevos, no
comprábamos el pollo, no comprábamos la carne de res, ni la carne de puerco.
Vacas, pues… tenía cada quien sus vaquitas, aunque sea poquitas. Una vez o dos
veces al año, cuando no mataba uno, mataba el otro, y ahí, pues… compartíamos.
Todo eso ahora sí que lo criábamos nosotros. El maíz, pues lo sembrábamos, el
frijol, pues lo sembrábamos, los chiles los sembrábamos, los tomates los
sembrábamos. Era la forma de vivir de nosotros allá. Era la manera, porque allá
en la Sierra no hay mercado, no hay cosa de esa[62]
La palabra mercado, “esa cosa” de la que se carece en la
Sierra, quedó en esa tarde resonando raramente en mi cabeza. Si bien una
interpretación llana de las palabras de Bernardo, me llevaría a entender que se
está refiriendo a su forma más básica: el lugar a dónde uno va a comprar lo que
no tiene, a intercambiar lo que necesita por unas monedas o por otros bienes.
Qué sucedería si la leyéramos, en la misma formulación de Bernardo, como lo
hacen los economistas hoy: no como un lugar de intercambio, ni siquiera como
una institución social, sino como ese conjunto complejo de relaciones sociales
que, en su abstracción, configuran a la economía global capitalista.
No es mi intención sugerir que la vida
que Bernardo Díaz cuenta que tenían en La Laguna y en Hacienda de Dolores era
algo así como un afuera absoluto de la modernidad capitalista. Una vida
abstraída de esas dos condiciones que la definen: una vida sin estado y sin
mercado. Aun cuando Doña Juana Alonso, madre de uno de los defensores de los
bosques asesinados en este periplo, dice que antes del desplazamiento allá en
la Sierra: “nosotros no sabíamos si el
gobierno existía o no”[63],
sin duda la vida de estas comunidades estaba articulada en múltiples formas a
instancias como estas, el ejido es una de ellas. Pero hasta antes de las
violencias de este periplo, esta articulación era débil, me parece. Más aún,
una de las conclusiones de este análisis podría ser que es precisamente la
violencia del terror el acto fundador que articula más fuertemente sus vidas al
estado y al mercado.
A fines de noviembre de 2019, un grupo
de representantes de estas comunidades desplazadas viajaron a la Ciudad de
México para participar de una conferencia de prensa en memoria de Juventina
Villa Mojica, defensora ecologista cuya muerte desatara el desplazamiento
definitivo de las comunidades de La Laguna y Hacienda de Dolores. Allí, Leonor
Ochoa Segura, sobrina de Juventina, habló al presidente Andrés Manuel López
Obrador, sin tenerlo presente, y le dijo que: “sabemos que su corazón vibraría con nuestro dolor, si usted lo
conociera”. Dijo también que: “el
sufrimiento de nosotros no querríamos que siguiera más con otra gente, ni con
nosotros tampoco[64]”.
Recordé entonces aquel texto de Veena
Das en el que la antropóloga se pregunta si el dolor es comunicable y más aún,
si podría el dolor constituir una comunidad moral para aliviar el sufrimiento
de los sujetos que desde el sentido común se les ubica como víctimas de diferentes violencias del estado
y del capital industrial[65].
Víctima tal vez no es la palabra con
la que yo identificaría a Leonor, a sus hijos, a las personas que he acompañado
en este caso. Pues he percibido en mi trato con ellos que algo hay de cierto en
lo que dice la antropóloga cuando afirma que al hablar de este tipo de
violencias debemos reconocer que los hombres o las mujeres sobre las cuales se
infligen no son sujetos pasivos que acumulan todo tipo de vejaciones sin
protesta alguna.
Junto con los hechos hasta ahora
relatados, la AMAP contabilizó 26 asesinatos y 3 desapariciones forzadas contra
miembros de estas familias, entre 2005 y 2013. En la conferencia de prensa en
la Ciudad de México, el día del aniversario del asesinato de Juventina, resalta
a mi observación una especie de incredulidad que se mezcla con el horror en los
rostros y las preguntas de periodistas e investigadores académicos, capitalinos
o extranjeros, que por primera vez tienen noticia de este caso. Es la misma
estupefacción con la que reacciona el Lic. Encinas, subsecretario de derechos
humanos a nivel nacional, cuando escucha a los desplazados a quienes recibe en
el gran salón oval de su oficina en Bucareli. Y es que las voces se hacen
escuchar, despojadas ya, como están, de todo. El dolor desnudo pulula en sus
gestos. A veces una lágrima se escapa, se la deja ir cuando ya ella surcó el
camino, aunque de inmediato se la esconda. Otras veces, es un golpe de rabia en
la mesa, cuando Leonor recuerda que: “antes
no conocíamos la necesidad, ni teníamos que andar pidiendo nada al gobierno[66]”.
El Subsecretario se acerca al equipo de la AMAP con discreción al final de la
reunión, para señalar con un eufemismo que gusta mucho en círculos
profesionales, el de estrés postraumático,
que el dolor y la rabia de Leonor tienen que ser profesionalmente atendidas. “Por eso vinieron aquí, licenciado”,
responde la coordinadora de la AMAP.
A lo largo de toda esa reunión resistí
con cierta dificultad un impulso de tomar la palabra. Un impulso por hacer una traducción a los lenguajes profesionales
que harían más inteligible el caso a
los oídos del subsecretario y su equipo de asistentes, que así lo pidieron al
equipo de la AMAP para la siguiente reunión. Resistí ese impulso porque creí
con toda convicción que el dolor tenía que hacerse escuchar primero, desnudo.
Recordé mejor que en el mencionado texto, Veena Das plantea una problemática
que se articula en tres puntos clave. El primero parte de reconocer que en
ocasiones el Estado se apropia del derecho de hablar en el ejercicio de sus
funciones paternales, particularmente en esos momentos en que se intenta
organizar la memoria alrededor de sus declaraciones éticas.
El segundo punto clave es que el Estado
realiza esta apropiación privilegiando los lenguajes profesionales del trabajador
social, del juez o del científico médico. Pero aquí podríamos agregar una
esfera más extendida de lo público estatalizado que incluiría al abogado
defensor, al periodista que recobra testimonios, y al antropólogo o científico
social que trabaja en campo en relación con la organización de dicha memoria.
Todos ellos trabajando siempre desde un ámbito profesional que no
necesariamente corresponde a las funciones propias del Estado, pero que
podríamos reconocer como difusamente estatalizado. En ese mismo punto, la
autora dirá que “el discurso del
profesional, aun cuando hable por cuenta de las víctimas, parece carecer de las
estructuras conceptuales que permitan darles voz”[67].
Con esto, aclara ella, no quiere sugerir que la experiencia de la víctima pueda
hablar clara y directamente sin mediación intelectual, sino que las estructuras
conceptuales de las disciplinas de la ciencia social, mediante el trabajo de
sus profesionales, transforman el sufrimiento, quitando la voz a la víctima, y
por lo tanto distanciándonos de la inmediatez de su experiencia.
Y allí hace su aparición el tercer
punto clave de esta problemática: en este marco, Veena Das se pregunta “si el dolor destruye la capacidad de
comunicar, como muchos han argumentado, o si crea una comunidad moral a partir
de quienes han padecido el sufrimiento”[68],
invitando al lector a revisar el lugar que tiene el dolor en la teoría social,
con el fin de reorientar la producción de categorías que nos permitan hablar
mejor en el futuro de este tipo de preocupaciones. Esta última parte de este
texto intenta inscribirse en ese propósito. Por eso ahora recupero la voz de
Don Guillermo Vega, quien habiendo participado en la reunión con el Lic.
Encinas, en otro momento, en aquella asamblea en la comunidad reubicada de La Unión
en febrero de 2020, dirigiéndose al equipo de la AMAP, relata que:
No
fue tan poquito lo que pasó. Fue muchísimo. En el lugar donde estábamos, el
lugar de origen, vivíamos diferente: con derecho a muchas cosas que Dios le da
a uno en su lugar. Y por eso estábamos tranquilos. Uno tiene sus cosas y no
tiene uno que… como hoy, que nos cuesta. Ya ven que hasta ustedes están
sufriendo. Sufren ustedes por esta causa, lo que a uno le pasó. Por eso digo
que es mucho. Tanto que hasta otras personas están sufriendo. Y lo que antes no
era así[69]
Hay en esta clara demarcación entre un nosotros y un ustedes algo que no es excluyente. Todo lo contrario, estamos ante
una demarcación inclusiva. Me pregunto si se trata de la comunidad moral a la
que Veena Das apunta en su texto, me parece a mí que sí. Como si se tratara de
un mortífero veneno que al repartirse entre un mayor número de personas
disminuyera su letalidad, compartir el dolor es la única alternativa que los
campesinos y campesinas desplazadas de La Laguna y de Hacienda de Dolores
tienen para no morir atravesando el despojo. Y en ello son generosos y también
amorosos, aunque nunca se está cómodo compartiendo estas preocupaciones. No
quisiera hablar de cómo este dolor se anida en el estómago, la mejor de las veces.
Otras, se transforma en un cálculo renal. En las peores, borra la memoria de un
padre que ha perdido a todos sus hijos. “Pierde
el buen sentido”, dice Don Guillermo Vega, refiriéndose al anciano y
enfermo padre de Rubén Santana: “y no
sabemos qué es lo que tiene, cómo se llama esa enfermedad, pero creemos que es
la tristeza”. Pero si lo menciono, es preguntándome si también a través de
la escritura y de la lectura podríamos compartir mejor esta carga, fundar
aquella comunidad moral.
Atravesar el dolor como una experiencia
compartida, mediante la escucha y la participación, la convivencia íntima o en
el marco de una entrevista, en la escritura y la lectura mismo así, se
convirtió para mí en la única posibilidad de adquirir un cierto conocimiento
acerca del despojo, acerca del terror. De modo que, aun cuando, por momentos,
los relatos se quiebran, o mejor: los relatos parecen quebrar o desvanecer a
los sujetos que los enuncian, produciéndose algo similar con quienes los
escuchan, haciendo parecer que el sufrimiento sea algo inenarrable. Aun así, me
quedo con la autora que concluye que:
La
brillante enunciación de que mi dolor puede localizarse en otro cuerpo y que el
dolor del otro puede experimentarse en mi cuerpo muestra que no hay propiedad
individual con respecto al dolor. Nos muestra la forma en la cual relacionarnos
con el dolor de otros puede convertirse en testimonio de una vida moral, como
defendió Durkheim todo el tiempo[70]
Conclusiones
Dawn Paley traza las líneas
de un análisis de la lucha antinarcóticos en México y en Colombia, enmarcando
su violencia dentro de un conjunto de luchas por el territorio y sus recursos
en la etapa global a la que apunta nuestra descripción de las doctrinas de la
guerra. Para la autora canadiense, “el
financiamiento de la guerra contra las drogas ha propiciado una estrategia
bélica que asegura el acceso de las corporaciones trasnacionales a los
recursos, a través del despojo y el terror”[71].
Para la autora la guerra antidrogas no es solamente una variante de la doctrina
contrainsurgente sino algo aún mayor que eso: es un desdoblamiento del
desarrollo actual del capitalismo que:
Surge de un deseo de considerar
motivaciones y factores alternativos para la guerra antidrogas, específicamente
la expansión capitalista hacia territorios y espacios sociales nuevos o
previamente inaccesibles. Además de enriquecer a los bancos estadounidenses,
financiar campañas políticas, y alimentar un redituable comercio de armas, la
imposición de políticas antidrogas puede beneficiar a empresas petroleras,
gaseras y mineras trasnacionales, así como a otras grandes corporaciones. […]
La guerra antidrogas es un remedio a largo plazo para los achaques del
capitalismo, que combina legislación y terror en una experimentada mezcla
neoliberal para infiltrarse en sociedades y territorios antes no disponibles
para el capitalismo globalizado[72]
Por otra parte, la filósofa
mexicana Sayak Valencia compara las lógicas predatorias de la economía global
formal con las prácticas gore de la
violencia de las organizaciones del crimen organizado fronterizo en México para
dar cuenta de la emergencia de un nuevo sujeto económico empresario global al
que califica como endriago que,
habilitado por una episteme de la violencia,
el de la doctrina contrainsurgente habría que decir, reconfigura el concepto de trabajo, afianzándolo en la
comercialización necropolítica del asesinato. El narcotráfico es el más fiel
representante del capitalismo gore y
sus prácticas, pues es el punto de unión entre la economía legal y la ilegal,
que juntas componen la economía global hegemónica. Sayak Valencia nos invita a
pensarlas en su unidad, haciendo un esfuerzo por trascender aquellas
perspectivas que condenan estas prácticas a la irreflexión, por ser concebidas
como indeseables o distópicas[73].
Con estos dos trazos
quisiera concluir que la actual estrategia de supuesto combate al crimen
organizado, descrita por Paley, oculta su verdadero fin de despojo y
desterritorialización de los pueblos para ingresar los recursos de los
territorios usurpados a los circuitos del capital global, mediante el uso de
aquella episteme de la violencia que
menciona Valencia y que identificamos aquí como una variante de la doctrina
contrainsurgente al servicio del desarrollo actual del capitalismo global en
sus dimensiones lícitas e ilícitas.
Desde mi labor en la AMAP
he documentado en Guerrero múltiples casos de despojo y desplazamiento masivo
de comunidades que encajan en estas definiciones. Muchos de ellos conducen a
grupos paramilitares que fueron armados y protegidos por Ramón Miguel Arriola
Ibarría, ex militar y ex Subsecretario de Operaciones de la Secretaría de
Seguridad Pública en Guerrero, y por el director de la Policía Investigadora
Ministerial, Erit Montúfar Mendoza, en el marco de la estrategia
contrainsurgente contra Omar Guerrero Solís, el comandante Ramiro del ERPI en la primera década del 2000. Estos
grupos siguen actuando en la región, ahora protegidos por organizaciones
criminales de carácter nacional[74].
El asesinato del comandante Ramiro posiblemente haya significado un golpe sustancial
para la desarticulación del ERPI y para una nueva etapa de control territorial
por parte de las organizaciones narcoparamilitares
amparadas por las fuerzas estatales en Guerrero. Así me lo cuenta un joven de
otra familia desplazada en 1996, que no quiso que su nombre figurara
públicamente:
Claro, después de que se… nos
enteramos de grupos armados… no recuerdo el nombre… pero así fue que se
hicieron. Entonces, anteriormente de eso, mi papá apoyaba a un grupo que
cuidaba la zona. Él se encargaba de llevar… de hacerles llegar los víveres al
grupo. Un grupo armado que en sí no eran narcotraficantes. Sólo era un grupo
armado. Ahora creo que les llaman las
policías comunitarias. Entonces a mi papá le llegaba el dinero y él conseguía
los materiales, los víveres y se los hacía llegar a las personas que eran los
que se encargaban de la zona; de que no hubiera asesinatos, asaltos… cosas así.
Tiempo después… en Ciudad Altamirano está un batallón militar, entonces se
llamaba 40 Batallón de Infantería. Y ellos mataron al líder de la región. Lo
hicieron pasar por narcotraficante, por secuestrador, por asesino. Pero pues…
en realidad, las personas que lo conocen del pueblo saben que no era así. Ya
después fue que entró la Familia Michoacana a la zona. Al no tener alguien
quien protegiera la zona, ellos hicieron su desorden.
La confianza que he trazado con estas
familias me ha llevado a escuchar y documentar historias similares de otras
comunidades en la misma región serrana del estado de Guerrero. Esto me ha
permitido ver el trazo claro de una estrategia paramilitar contrainsurgente que
tempranamente, entre la última década del siglo pasado y la primera del
presente, se concentró en neutralizar la insurgencia popular y campesina y sus
remanentes. En segundo lugar, como acto seguido, apuntaló a los grupos
criminales en el territorio para operar no solamente la producción y el tráfico
de drogas, sino también la extracción y el usufructo de otros recursos como los
mineros y forestales; y más aún, el cobro de cuotas a pequeña y gran escala
sobre toda la actividad económica de carácter legal como la agroindustria y
todo tipo de pequeños comercios. El periplo de terror que atravesaron las
familias desplazadas de La Laguna y Hacienda de Dolores, antes y después del
asesinato de Juventina Villa Mojica, se deriva de que, por organizarse en la
defensa de sus bosques, fueron señaladas como bases de apoyo social del ERPI.
Pero no solo eso: despoblados sus territorios, hoy las organizaciones
criminales organizan en ellos la tala ilegal de madera para su venta y entrada
a los circuitos del capital global.
[1] Me refiero aquí a la
noción de Estado fallido usada para medir las capacidades de los estados
nacionales para resolver conflictos pacíficamente, sin acudir a la presencia
militar o administrativa externa.
[2] Retomo este término de
Sayak Valencia, quien lo usa para caracterizar la convergencia de la
administración de la violencia extrema con las lógicas mercantiles de la
globalización en las economías criminales contemporáneas. Valencia, Sayak
(2010), Capitalismo gore, España,
Melusina, pp. 15-21.
[3] Retomo la noción de la
antropóloga Rita Laura Segato quien las describe como informales en tato que se
despliegan en un espacio paraestatal “controlado
por corporaciones armadas con participación de efectivos estatales y para
estatales”. Segato, Rita Laura (2014), Las
nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres, México, Pez en el
árbol, p. 15.
[4] Michel Foucault (2009), Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión,
México, Siglo XXI.
[5] Abrams, Philip, Gupta,
Akhil y Mitchell, Timothy (2015), Antropología
del estado, Ciudad de México, FCE.
[6] Mbembe, Achille (2006), Necropolítica seguido de Sobre el gobierno
privado indirecto, España, Melusina.
[7] Trejo, Guillermo y Ley,
Sandra (2022), Votos, drogas y violencia.
La lógica política de las guerras criminales en México, Debate, México.
[8] Trejo, Guillermo y Ley,
Sandra, 2022, Ob. Cit., p. 36.
[9] Escuché está denominación
acompañando al menos tres actos de conmemoración: por las masacres de Aguas
Blancas y de El Charco, y por la ejecución extrajudicial de Rocío Mesino en
Atoyac de Álvarez, respectivamente. La repetición de este término por parte de
los participantes provenientes de Guerrero llamó mi atención, tanto como el
gesto de extrañamiento con que respondían cuando miembros de otros colectivos
de la Ciudad de México se referían a ellos o a ellas como activistas o militantes,
como si se tratara de un término ajeno, que no les calzaba.
[10] El México bárbaro de John Kenneth Turner inaugura esta tradición, si
bien está referido a las formas esclavistas de Yucatán y Oaxaca en los albores
de la revolución mexicana. Luego le sigue Armando Bartra con su Guerrero Bronco, cuyo contenido es justo
un esfuerzo muy lúcido por demostrar lo contrario: las ansias cívicas y
legalistas de los guerrerenses en sus luchas políticas, que siempre han sido
contestadas desde el estado mexicano con la violencia más feroz, no dejando más
espacio que a un bucle interminable de violencias.
[11] Si bien esta política
inauguró una militarización de facto en el territorio nacional mexicano, no
debe perderse de vista que la militarización de Guerrero y sus funestas
consecuencias son aún más añejas que esta política.
[12] Siendo aún más estrictos,
el mencionado estudio de Armando Bartra permite establecer que, desde la
Revolución Mexicana, la intervención política y militar desde los poderes
federados en Guerrero no ha cesado en una larga traza intermitente que llega
hasta nuestros días. Ver Bartra, Armando (1996), Guerrero Bronco. Campesinos, ciudadanos y guerrilleros en la Costa
Grande, México, Ediciones Era.
[13] Bartra, Armando, 1996, Ob. Cit.
[14] Tómese nota de que no se
trata de Chiapas, ni de 1994. Es Guerrero, en 1988.
[15] Bartra, Armando, 1996, Ob. Cit.,
p. 157.
[16] Para una revisión bastante
precisa de esta etapa, a manera de una historia de los actores criminales en
Guerrero, véase: Pantoja, Camilo (2017), “La permanente crisis de Guerrero”, en
Benítez, Raúl y Aguayo, Sergio (eds.), Atlas
de la seguridad y la defensa de México 2016, CASEDE, pp. 207-219.
[17] Benítez, David y Gaussens,
Pierre (2019), Por los laberintos del
sur. Movimientos sociales y luchas políticas en Guerrero, México,
UAM-Xochimilco, p. 11.
[18] Calveiro, Pilar (2012), Violencias de Estado. La guerra
antiterrorista y la guerra contra el crimen como medios de control global,
Buenos Aires, Siglo XXI Editores, pp. 35-47.
[19] En México, este término es
usado con una connotación particular. No se refiere necesaria o exclusivamente
a autoridades indígenas, pero sí a las de carácter local. Además, los caciques pueden ocupar cargos oficiales
o no, pero ejercen un poder de facto sobre una comunidad y un territorio. Pero
lo que realmente define a un cacique en
México es que, si bien actúa como una especie de mediador clientelar entre la
comunidad y los poderes oficiales, el ejercicio de su poder adquiere un
carácter abusivo.
[20] La desaparición de 43
estudiantes de la Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa en Iguala de la
Independencia entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014.
[21] Villarreal, Omar (2020),
“Pensar el estado mexicano hoy. Gubernamentalidad, prácticas de gobierno y
construcción discursiva del estado mexicano alrededor del caso Ayotzinapa”, en
Gutiérrez, Silvia y Rovira, Guiomar (coords.), Comunicación y prácticas políticas, Ciudad de México, Editorial
Tintable, pp. 15-40. El texto aquí referido recupera la noción de
gubernamentalidad de Michel Foucault y la perspectiva de la antropología y la
etnografía del Estado en los aportes de Philip Abrams, Akhil Gupta y Timothy
Mitchell, los planteamientos teóricos de Pilar Calveiro sobre la violencia
estatal y algunas ideas del historiador Mario Rufer respecto al caso Ayotzinapa
y a la condición poscolonial de la estatalidad mexicana. Valga esta nota para
explicitar las discusiones teóricas en las que inscribo este texto y los marcos
conceptuales a los que me he adscrito para elaborar una crítica a la
conceptualización de las prácticas de estatalidad.
[22] Villarreal, Omar (2021),
“Del estado al crimen organizado: imaginarios y cotidianeidad de la violencia
en Guerrero”, en Escárzaga, Fabiola (coord.), Reflexiones sobre las violencias estatales y sociales en México y en
América Latina, Ciudad de México, UAM-Xochimilco, pp. 265-290. A partir de
los relatos a mí referidos por pobladores de Iguala de la Independencia, en
este otro trabajo me fue posible caracterizar ciertos procesos de superposición
de las estructuras legales e ilegales que se enquistan o se amalgaman
en la operación policial en el nivel municipal.
[23] Villarreal, Omar, 2021, Ob. Cit., p. 268.
[24] Palabras pronunciadas por
Norma Mesino, activista de la Organización Campesina Sierra del Sur (OCSS), en
el acto que conmemora la masacre de militantes y campesinos indígenas de la
comunidad de El Charco, celebrado el 7 de junio de 2018.
[25] Con esta expresión se
designa en el México posrevolucionario al relevo generacional que sigue a las
administraciones presidenciales dirigidas por figuras militares participantes
en la gesta revolucionaria. Una nueva generación de políticos con modernas
visiones empresariales y no anquilosadas historias de batallas revolucionarias,
que no obstante mostraría una gran habilidad para administrar la cuota de
ilegalismos que era propia ya del ejercicio del poder presidencial en México.
[26] Monsiváis, Carlos (2004),
“El Estado fuera de la ley”, en Scherer, Julio y Monsiváis, Carlos, Los patriotas. De Tlatelolco a la guerra
sucia, Ciudad de México, Editorial Aguilar, p. 162.
[27] Silva, Jacobo (2017), Los rasgos esenciales del Estado,
México, Universidad Autónoma de Guerrero, p. 202.
[28] Abrams, Philip (2015),
“Notas sobre la dificultad de estudiar el estado”, en Abrams, Philip, Gupta,
Akhil y Mitchell, Timonthy, Antropología
del estado, México, FCE, pp. 54.
[29] Silva, Jacobo, 2017, Ob. Cit., pp. 203.
[30] Basta ver cómo el grupo
paramilitar de los Halcones, que reprimió las manifestaciones el 10 de junio de
1971, cobraba en la oficina de la regiduría del Distrito Federal, bajo la
etiqueta presupuestal de los trabajadores de limpieza urbana.
[31] Silva, Jacobo, 2017, Ob. Cit., pp. 204-205.
[32] En su reciente libro,
Guillermo Trejo y Sandra Ley proponen, en una forma similar a la que aquí
sugiero, que el origen del crimen organizado se encuentra en el entorno
político generado por regímenes autoritarios, particularmente en el papel,
estatus y autonomía que adquieren los especialistas estatales en el ejercicio
de la violencia represiva aplicada en contra de los opositores. En momentos
transicionales, estos especialistas llegan a perder su estatuto oficial y ciertas
prebendas. Pero cuando la transición no involucra mecanismos eficaces para
llevarlos a la justicia, aprovechan sus contactos, su acceso a las armas y su
conocimiento especializado en el uso de la violencia para constituir diversos
tipos de empresa criminal. Trejo, Guillermo y Ley, Sandra, 2022, Ob. Cit.
[33]
Foucault, Michel, 2009, Ob. Cit., pp.
316-317.
[34] Villarreal, Omar, 2021, Ob.
Cit., p. 284.
[35] Subcomandante Insurgente
Marcos (1997), “Siete piezas sueltas del rompecabezas mundial (El
neoliberalismo como rompecabezas: la inútil unidad mundial que fragmenta y
destruye naciones), Chiapas, núm. 5,
México, UNAM-Ediciones Era, pp.117-143.
[36] En el texto puede leerse
una dedicatoria firmada por el general Marini dirigida al Secretario de la
Defensa Nacional, General Félix Galván López. Marini, Alberto (1980), De Clausewitz a Mao Tsé-Tung. Estudio de la
estrategia de carácter filosófico, donde se desarrolla la naturaleza de la
guerra preferentemente la subversiva y revolucionaria, México, SEDENA. No
sabemos si el general Marini era militar en activo o en retiro a la fecha en
que firma esta dedicatoria, pero señalamos que son los años que corresponden a
la última dictadura argentina, conocida por practicar extralegalmente la desaparición
de opositores. Por otra parte, el general mexicano Félix Galván López, ocupó el
máximo cargo castrense, durante el sexenio del presidente José López Portillo,
de 1976 a 1982. Existe consenso para reconocer que en este periodo, el Estado
mexicano habría logrado reducir la amenaza insurgente representada por el
crisol de guerrillas urbanas y rurales que emergió en décadas anteriores con
prácticas similares a las de las dictaduras en el Cono Sur.
[37] Retomo este término del
estudio de Ramsés Lagos Velasco, mismo que me sirve para caracterizar más
adelante la guerra contrainsurgente en México. La enemistad absoluta sería una
relación de confrontación bélica que mina el pacto de caballeros en disputa,
para situarse por fuera del derecho de guerra que era propio de un sujeto
bélico burgués. Emerge, según Lagos Velasco, de distintas experiencias de
guerra revolucionaria donde se identifica como enemigo irrenunciable y absoluto
a figuras como el partisano o el guerrillero, introduciendo la idea de
que para acabar con este enemigo absoluto, todo está permitido, creando un
bucle de destrucción recíproca a través del terror y su lenguaje codificado.
Lagos, Ramsés (2014), Contrainsurgencia
en América del Norte. Influjo de Estados Unidos en la guerra contra el EZLN y
el EPR, 1994-2012, México, El Colegio de Michoacán.
[38] Marini, Alberto, 1980, Ob. Cit., p. 19.
[39] Lagos, Ramsés, 2014, Ob. Cit., p. 62.
[40] En cuanto a privatización dispersa del aparato de
inteligencia mexicano nos referimos exactamente al contexto del escándalo del
programa Pegasus en la administración
del presidente Enrique Peña Nieto; pero también a la proliferación de agencias
policiacas estatales conducidas por Genaro García Luna en las administraciones
panistas anteriores, que permitieron la dispersión y transferencia
descentralizada de labores y sofisticadas técnicas de inteligencia y espionaje
entre agencias estatales y privadas, incluidas las agencias del llamado crimen organizado.
[41] Lagos, Ramsés, 2014, Ob. Cit., p. 63.
[42] Un reporte de inteligencia
del Federal Bureau of Investigation
(FBI) de los Estados Unidos fechado en julio del 2005 y hecho público por Kate
Doyle en el marco de su proyecto de desclasificación de archivos y acceso a la
información (National Security Archive)
señala que los GAFE que desertaron para conformar a Loz Zetas habían recibido entrenamiento especial en tácticas y
armamento en Fort Benning, Georgia, donde se encuentra la antes llamada Escuela
de las Américas, ahora renombrada como Instituto del Hemisferio Occidental para
la Cooperación en Seguridad. Este entrenamiento implicaba el uso de “sofisticados
equipos de recolección de datos y de inteligencia, armamento avanzado y
tácticas especiales para combatir a traficantes de drogas”.
[43] Lagos, Ramsés, 2014, Ob. Cit., pp. 63-64.
[44] Además de la propia
lectura de los hechos sobre ambos procesos contrainsurgentes y de la
perspectiva aportada por el estudio de Lagos Velasco, sustento esta interpretación
también en la lectura de Gilberto López y Rivas, para quien Guerrero y Oaxaca
no recibirían la misma atención nacional ni internacional, pues “ambos movimientos armados carecen de la
capacidad de levantar redes de apoyo solidario con fuerza semejante a las que
logró el EZLN. No hay vínculos permanentes del EPR y del ERPI con
organizaciones sociales, partidos políticos u organismos de derechos humanos.
La matanza de El Charco, por ejemplo, levantó una ola de protestas, pero fue un
hecho limitado y momentáneo, mucho menor a la indignación y condena
internacional que originó la masacre de Acteal”. López y Rivas, Gilberto
(2004), “Conflictos armados en México: la encrucijada político-militar”, en
López y Rivas, G., Autonomías. Democracia
o contrainsurgencia, Ciudad de México, Ediciones Era, p. 100.
[45] Aunque tomo la
caracterización de Ramsés Lagos Velasco sobre el EPR que no profundiza acerca
de sus escisiones, vale aclarar que estoy consciente que esta organización,
compuesta originalmente por el PROCUP y por algunos remanentes del PDLP, se
escindió justo al calor de la estrategia represiva de este nuevo ciclo de
insurgencia popular y campesina en Guerrero en los años noventa. El fruto de
esa escisión fue el ERPI y su conducción estuvo a cargo de cuadros
originalmente eperristas pero
históricamente derivados del PDLP que tenían encomendado el trabajo
insurreccional en Guerrero: el Comandante
Antonio, es decir Jacobo Silva Nogales, a quien ya he citado aquí, es el
actor principal de esta escisión. No entraré aquí ni a una descripción
detallada de la organización insurgente EPR ni a las razones que llevaron a
algunos mandos que acompañaron a Jacobo a escindirse y crear el ERPI, del que
el último líder activo ampliamente reconocido habría sido Omar Guerrero Solís,
el Comandante Ramiro. No haré esto
por las razones que antes he mencionado, pues mi interés aquí es describir la
traza de las doctrinas contrainsurgentes. No obstante, para darse idea de la
escisión del ERPI y su significado para la insurgencia en Guerrero, recomiendo
la amplia entrevista que Jacobo Silva Nogales le brinda al periodista Zósimo
Camacho. Zósimo Camacho, “Jacobo Silva Nogales: de profesión guerrillero”, en
Revista Contralínea, publicada el 14
de abril de 2013. Enlace: https://contralinea.com.mx/jacobo-silva-nogales-de-profesion-guerrillero/
[46] Debe recordarse que la
masacre de Aguas Blancas en 1995 se le imputa al entonces gobernador y no a las
fuerzas federales, por ejemplo.
[47] López y Rivas, Gilberto,
2004, Ob. Cit., p. 109.
[48] Respecto de la
historicidad de estas operaciones y su sofisticación reciente, Gilberto López y
Rivas diría en 2004 que “en México,
existe una experiencia de más de treinta años de la utilización de estos
recursos ilegales en el combate a grupos guerrilleros y movimientos políticos,
sociales y civiles. Hoy en día es posible afirmar la existencia de grupos del
tipo de los Halcones, la Brigada Blanca o el Batallón Olimpia, como grupos
integrados desde el Estado para efectuar misiones ilegales y clandestinas contra
el pueblo; grupos a los que hay que distinguir de las famosas guardias blancas
o guardias privadas de los finqueros en Chiapas y otros lugares de la república
que también han sido ejemplo del ejercicio de la violencia extralegal”.
López y Rivas, Gilberto (2004), “Contrainsurgencia y paramilitarismo en el
gobierno de Vicente Fox”, en López y Rivas, G., Autonomías. Democracia o contrainsurgencia, Ciudad de México,
Ediciones Era, p. 122.
[49] Lagos, Ramsés, 2014, Ob. Cit., p. 76.
[50] En este punto me gustaría
apuntar que en la definición de las tareas de las fuerzas especiales que extrae Ramsés Lagos Velasco de los manuales
mexicanos de contrainsurgencia aparece claramente la capacidad de capturar y controlar territorios como característica principal del adiestramiento
que reciben este tipo de grupos.
[51] Mbembe,
Achille, 2006, Ob. Cit.
[52] Kalyvas,
Stathis (1999), “Wanton and senseless? The logic of massacres in Algeria”, Rationality and Society, vol. 1, nº 3.
[53] Para ver la manera en como
la deserción o la delación producen oleadas de violencia en los entornos
criminales contemporáneos en México, que se traducen en desapariciones y
ejecuciones masivas en una localidad disputada por dos redes criminales se
recomienda consultar: Human Rights Clinic (2017), “Control… Sobre Todo el Estado de Coahuila”. Un análisis de testimonios
en juicios contra integrantes de Los Zetas en San Antonio, Austin y Del Rio,
Texas, Texas, Universidad de Texas.
[54] Kalyvas,
Stathis, 1999, Ob. Cit., p. 259.
[55] Kalyvas,
Stathis, 1999, Ob. Cit., pp. 263-264.
[56] Vázquez Valencia, Luis
Daniel (2019), Captura del Estado,
Macrociminalidad y Derechos Humanos, Ciudad de México, FLACSO, pp. 70-71.
[57] Segato, Rita Laura, 2016, Ob. Cit., pp. 33-56.
[58] Para febrero de 2020, la
AMAP había censado a 32 núcleos familiares compuestos por 164 personas
repartidas en las 3 reubicaciones mencionadas, además de otras locaciones. En
Tepango: 7 familias, 38 personas; en La Unión: 9 familias, 51 personas; en la
Tondonicua: 15 familias, 67 personas; y dispersos en otras locaciones: 6
familias, 29 personas. Entre estas últimas está la de Leonor Ochoa Segura a
quien la AMAP representa. Ver: Asociación Mexicana de Abogados del Pueblo
(2020), Caso La Laguna: Desplazamiento
Interno Forzado en el estado de Guerrero. Anotaciones para una reparación
integral del daño, México, AMAP, pp. 21.
[59] Hernández, Alba Patricia
(2019), “De Tierra Caliente a la Sierra y Costa Chica de Guerrero:
Desplazamiento Interno Forzado”, Revista
Cultura y Representaciones Sociales, vol. 14, núm. 27, pp. 143-182.
[60] Con el término captura del estado o del aparato estatal
queremos remitirnos al estudio reciente sobre el estado de Coahuila que
conceptualiza la conformación de redes macrocriminales compuestas por agencias
criminales, empresariales y estatales mediante operaciones complejas de
coerción y soborno que el autor identifica con una captura de las atribuciones y poderes públicos que ostenta el
estado para privatizarlas en su
favor. Vázquez Valencia, Luis Daniel, 2019, Ob.
Cit.
[61] Segato, Rita Laura (2016),
La guerra contra las mujeres, Madrid,
Traficantes de Sueños.
[62] Palabras pronunciadas por
el campesino desplazado Bernardo Díaz en una asamblea entre las familias
desplazadas y los miembros de la AMAP, celebrada en febrero de 2020 en la
comunidad de La Unión, Municipio de Ayutla de los Libres, Guerrero.
[63] Palabras pronunciadas por
Juana Alonso, madre de Rubén Santana Alonso y suegra de Juventina Villa Mojica,
la pareja de campesinos ecologistas cuyo asesinato desencadenó el
desplazamiento masivo de estas comunidades como corolario de muchos otros
hechos similares.
[64] Palabras pronunciadas por
Leonor Ochoa Segura el 28 de noviembre de 2019 en el Club de Periodistas de la
Ciudad de México en el marco de una conferencia de prensa en memoria de su tía,
Juventina Villa Mojica.
[65] Das,
Veena (2008), “La antropología del dolor”, en Francisco A. Ortega (ed.), Sujetos del dolor, agentes de dignidad,
Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, pp. 409-436.
[66] Palabras pronunciadas por
Leonor Ochoa Segura el 27 de noviembre de 2019 en reunión con el Lic. Alejandro
Encinas Rodríguez, Subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración, en
su oficina oval ubicada en Bucareli, en la Secretaría de Gobernación.
[67] Das, Veena, 2008, Ob. Cit., p. 410.
[68] Das, Veena, 2008, Ob. Cit., pp. 410-411.
[69] Palabras pronunciadas por
el campesino desplazado Guillermo Vega en una asamblea entre las familias
desplazadas y los miembros de la AMAP, celebrada en febrero de 2020 en la
comunidad de La Unión, Municipio de Ayutla de los Libres, Guerrero.
[70] Das, Veena, 2008, Ob. Cit., p. 433.
[71] Paley, Dawn Marie (2018), Capitalismo antidrogas. Una guerra contra el
pueblo, Ciudad de México, Libertad bajo palabra, p. 12.
[72] Paley, Dawn Marie, 2018, Ob. Cit., p. 12.
[73] Valencia, Sayak, 2010, Ob. Cit.
[74] Rivera, José Antonio (2013), Grupo paramilitar fracturó células del ERPI, Periódico 24 Horas, 23 de julio de 2013. Enlace: http://archivo.24-horas.mx/grupo-paramilitar-fracturo-celulas-del-erpi/