Revista Andes, Antropología e Historia

Vol. 33, Nº 1, Julio – Diciembre 2022

Esta obra está bajo licencia de Creative Commons Atribución - No Comercial CC BY-NC    https://creativecommons.org/licenses/by-nc/4.0/ ISSN Nº 1668-8090

 

 

¿UNA PROVINCIA SIN CAUDILLO? TUCUMÁN FRENTE A

LA IMAGEN DE BERNABÉ ARÁOZ

 

¿A PROVINCE WITHOUT A CAUDILLO? TUCUMÁN

IN FRONT OF THE IMAGE OF BERNABÉ ARÁOZ

 

 

Facundo Nanni

CONICET

Junta de Estudios Históricos de Tucumán

Universidad Nacional de Tucumán.

facundosnanni@yahoo.com.ar.

 

 

Fecha de ingreso: 06/12/2021

Fecha de aceptación: 08/08/2022

 

 

Resumen:

El primer gobernador de Tucumán, proveniente de uno de los grupos parentales más emblemáticos del periodo tardo-colonial, hacendado y líder militar durante la década revolucionaria, cuenta con diversos rasgos para resaltar, aunque los estudios sobre su figura fueron fragmentarios y diversos en su valoración. En la década de 1880, en un contexto de lento desarrollo de la disciplina histórica, 2 europeos iniciaban escritos sobre la Historia Colonial y del Siglo XIX de Tucumán, desplegando una mirada crítica frente a Bernabé Aráoz y el caudillismo. Se trataba del Ensayo histórico sobre el Tucumán, de Paul Groussac, y del tomo para Tucumán de la Historia de los Gobernadores de las Provincias Argentinas de Antonio Zinny, en ambos casos con una mirada que presuponía a Buenos Aires como centro civilizatorio amenazado por liderazgos regionales. Entre el Centenario del 25 de mayo y el del 9 de julio, una historiografía tucumana impulsada por los artífices del proyecto de Universidad Nacional de Tucumán, encontró nuevamente a dos trabajos emblemáticos sobre Bernabé Aráoz. Esta vez las investigaciones destacaron su contribución a la institucionalización de la provincia y su participación en instancias como la Batalla de Tucumán (1812) y el Congreso de 1816. Estas obras de Juan B. Terán (1910) y Jaimes Freyre (1911), ocurrían en un comienzo de siglo en donde provincias como Salta, Santiago del Estero y La Rioja comenzaban a erigir un culto más marcado a sus respectivos caudillos, en un clima de revalorización de tradiciones locales. Las siguientes décadas del siglo XX mostraron una consolidación no solo historiográfica, sino también ceremonial, política y artística en torno a figuras como Martín Miguel de Güemes, Juan Felipe Ibarra y Facundo Quiroga, mientras que en Tucumán el proceso de heroización de su respectivo líder asumió recorridos más accidentados que buscamos explicar.

 

Palabras Clave: Caudillismo-Memoria Histórica-Historiografía

 

 

Abstract:

The first governor of Tucumán, from one of the most emblematic parental groups of the late-colonial period, landowner and military leader during the revolutionary decade, has various features to highlight.  In the 1880s, in a context of slow development of the historical discipline, 2 Europeans began writing on the Colonial and 19th Century History of Tucumán, displaying a critical view of Bernabé Aráoz and caudillismo. It was about the Historical Essay on Tucumán, by Paul Groussac, and the volume for Tucumán of the History of the Governors of the Argentine Provinces by Antonio Zinny, in both cases with a view that presupposed Buenos Aires as a civilizing center threatened by some leaderships regional Between the Centennial of May 25 and July 9, a Tucumán historiography promoted by the architects of the National University of Tucumán project, again found two emblematic works on Bernabé Aráoz. This time the investigations highlighted his contribution to the institutionalization of the province and his participation in instances such as the Battle of Tucumán (1812) and the Congress of 1816. These works by Juan B. Terán (1910) and Jaimes Freyre (1911) occurred at the beginning of the century where provinces such as Salta, Santiago del Estero and La Rioja began to erect a more marked cult of their respective leaders, in a climate of revaluation of local traditions. The following decades of the 20th century showed a consolidation not only historiographical, but also ceremonial, political and artistic around figures such as Martín Miguel de Güemes, Juan Felipe Ibarra and Facundo Quiroga, while in Tucumán the heroization process of their respective leader assumed more rugged routes that we seek to explain.

 

Key Words: Caudillos-Historical Memory-Historiography

 

 

Los ecos del mitrismo: La pluma de Paul Groussac y su denostación del caudillismo

 

Al proponer una mirada de conjunto, desplegada sobre una serie de estudios históricos, nombres de calles, monumentos, y otras referencias visuales y escritas acerca de Bernabé Aráoz, seleccionaremos diferentes puntos de quiebre en las interpretaciones acerca del legado del primer gobernador tucumano, entre finales del siglo XIX, y el siglo XX. Esta perspectiva de larga duración de casi dos siglos, en la cual se ubican coyunturas significativas, permite evidenciar las dificultades que tuvieron los historiadores locales para crear un culto cívico en torno a su figura. Al observar el modo en el que la historiografía de Tucumán se consolidó, y la forma en la que interactuó con espacios educativos, académicos y políticos, veremos que el discurso localista se interesó por héroes y heroínas decimonónicos, aunque no siempre edificó interpretaciones favorables hacia el hacendado, caudillo y gobernador. Bajo la propuesta conceptual de analizar la memoria desde una función aglutinadora de la sociedad, observaremos los cambios interpretativos, cotejando olvidos, con momentos de mayor producción respecto al caudillo analizado. [1]

Una de las primeras investigaciones sobre el Tucumán del siglo XIX, fue materializada en 1882 por Paul Groussac. Llegado a Buenos Aires en 1866, se vinculó rápidamente con circuitos educativos e intelectuales, logrando acceder a la docencia en instituciones prestigiosas de la ciudad portuaria como la escuela Normal y el Colegio Nacional. Fue, sin embargo, en la provincia norteña en dónde el europeo escribió sus primeras obras ensayísticas e históricas. Entre la red de vínculos que obtuvo, figura su relación con Nicolás Avellaneda, quien facilitó su radicación en la ciudad de San Miguel de Tucumán durante 1871.

Avellaneda, que ocupaba entonces el cargo de Ministro Nacional de Instrucción Pública y pronto la presidencia de la Nación, convenció al recién llegado de las oportunidades que existían en el norte de un país en pleno crecimiento, alentando su estadía en el llamado “Jardín de la República” en dónde residió entre 1871 y 1882. Con apenas 23 años, el docente oriundo de Toulouse se instaló en una provincia que inauguraba su auge azucarero, asociado a un creciente acceso de las familias locales a la dirigencia nacional. Los clanes tradicionales de la elite tucumana lograban en aquel momento penetrar exitosamente en las filas de un estado-nación en construcción, alcanzando la vice-presidencia en el período 1862-1868 con Marcos Paz y la presidencia en manos de Nicolás Avellaneda y Julio Roca en los períodos 1874-1880, 1880-1886 y 1898-1904.

Provenientes de distintas facciones y ramas genealógicas, lo que aunaba a la élite tucumana era cierta tradición liberal que se fortaleció desde la caída del rosismo. (Bravo, 2007 y 2013). Más allá del carácter heterogéneo de la elite tucumana de finales de siglo, la mirada sobre el pasado local en general incluía una crítica al caudillismo, principalmente al rosismo. El mismo significante “liberal”, que podía asumir distintos matices[2], aparecía altisonante en los periódicos locales. Los jueves y domingos los lectores del Tucumán se anoticiaban de los sucesos con “El Liberal”, que existió entre 1861 hasta 1886, cuya retórica criticaba a los antiguos caudillos federales, defendía al orden constitucional y asumía un determinado sentido de “progreso”, además de poseer una notable sección literaria y un valor de estímulo a la cultura letrada.

En 1882 durante el tramo final de su estadía, Paul Groussac publicó su Ensayo histórico sobre el Tucumán2. La investigación formaba parte de una publicación encargada por el gobierno provincial que incluía esta investigación del francés, pero también capítulos de otros autores sobre demografía y geografía, con el objetivo de promocionar los atractivos turísticos y económicos de la provincia. El Ensayo es de gran valor hasta la actualidad, ya que constituye uno de los inicios de la historiografía local, enmarcada en aquella compilación que se llamó Memoria Histórica y Descriptiva de la Provincia de Tucumán.

Sin embargo, la cientificidad del Ensayo era incipiente. Los límites entre literatura, periodismo, investigación histórica y arenga política se encontraban difusos, aunque crecía en el país el interés por dotar de herramientas a la disciplina histórica, y se desplegaba un culto por la erudición y los documentos. El escritor expresaba con vehemencia su valoración sobre los personajes y acontecimientos, en función del presente en el que escribía el libro. El relato de Groussac ubicaba al unitarismo como el antecedente en la organización institucional del país, por contraste a los caudillos como agentes que entorpecieron este proceso, en una interpretación del fenómeno del caudillismo que ha sido revisitada en las últimas décadas[3].

Respecto a Bernabé Aráoz su imagen en términos generales es negativa, y se agrupa dentro de la caracterización del caudillismo como síntoma de malestar en las instituciones. En el Capítulo III de su Ensayo, encontramos la primera mención al líder local, en este caso positiva ya que se asocia con los preparativos de la Batalla de Tucumán y la actitud patriótica de dicha familia, afirmación que el escritor respalda mencionando tener en su posesión documentos originales de Rudecindo Alvarado que subrayan la participación de la antigua familia tucumana. Las menciones a Aráoz continúan en el Capítulo V, en donde luego de haberse explayado sobre la Batalla del 24 de Septiembre se detiene en sus consecuencias. Es significativo que el europeo que escribía desde Tucumán se preguntara por el rol de los tucumanos en los procesos, incluso mencionando la idea de la importancia de tener un panteón, para lo cual debatía sobre los niveles de referencialidad de distintos personajes locales (masculinos) y su contribución a la causa de la revolución e independencia. A su entender, por ejemplo, Bernardo de Monteagudo había tenido aportes valiosos a la revolución, pero era un jacobino radical, que poseía un alma sensual de mulato, y que entre sus excesos se destacaba su odio contra los españoles. Sugiriendo no estar seguro de que el nacimiento de Monteagudo fuera en Tucumán, concluía que era mejor no homenajear su figura, discurso que señala que estos primeros esbozos historiográficos en Argentina se encontraban muy ligados a nociones de nacionalismo, patria, e instalación de héroes nacionales y locales[4].

La jerarquía civilizatoria que establecía el intelectual era clara, y pivoteaba sobre las obras de Sarmiento y Mitre, ambas aludidas en el escrito. Según esta línea interpretativa, el puerto debía dominar sobre los caudillos, que constituían un flagelo que nació por los propios errores de la élite dirigente, ya que como lo exponía el francés, los teorizadores de Buenos Aires no previeron los peligros de esta nueva situación. Ubicaba retrospectivamente a Buenos Aires como destinada a dominar sobre las provincias desde los inicios, y su línea liberal de pensamiento incluía también permanentes referencias a un dominio a-temporal o permanente de Europa sobre América. Con fina ironía, explicaba para la década de 1810 que los próceres salían para Europa en busca de un soberano, como sedientos de servidumbre. En ese ejercicio retórico de crítica a los héroes, el autor reconocía a referentes como Belgrano y San Martín, pero ubicaba a la historia rioplatense como un apéndice un tanto desvirtuado de la civilización europea, ubicando siempre a la historia humana como una lucha mundial entre fuerzas antagónicas. Entre los líderes que según su afirmación se referenciaban permanentemente en el viejo continente buscando ayuda en la década revolucionaria, se encontraban nada menos que Manuel Belgrano, Rivadavia y Monteagudo. Sin cuestionar completamente el culto hacia sus figuras, pero matizando su relieve y envergadura, sostenía Groussac que se trataba de aquellos cuyas estatuas se levantan en nuestras plazas. Cabe señalar que la heroización selectiva de figuras del pasado, y la crítica del caudillismo crecía paralelamente en otras provincias norteñas en el mismo tramo final decimonónico. Por ejemplo, la Rioja sus intelectuales finiseculares también buscaban la contribución local a la nacionalidad, en una pesquisa pretérita para un estado-nación en expansión. En aquella provincia limítrofe, fue emblemático el aporte del polifacético Joaquín V. González y Dávila, quién en su obra Mis Montañas (1893) recuperó el propio linaje personal que lo asociaba con Nicolás Dávila, cuestionando con fuertes adjetivos al caudillismo de Facundo Quiroga.

Retornando al Tucumán finisecular, el capítulo siguiente del vehemente Groussac traería cierto sofreno en su discurso crítico del pasado de la nación que estaba adoptando, al sopesar los logros del Congreso de Tucumán, y destacar a algunos prohombres. Aun cuando se advertía cierto aire de orgullo europeo, el carácter de encargo de las obras que escribía, y su aceptación de la nueva nacionalidad confluían en lograr que el intelectual asumiera sin tantos reparos la tarea de edificar panteones. La dimensión irrisoria se asoma sin embargo cuando ubica a la composición social del Congreso como un sínodo, repleto de sacerdotes de educación escolástica, tal como los evoca. Pese a su tono por momentos sarcástico, y a su subvaloración de los congresales, el autor pondera favorablemente la Declaración de la Independencia. También destacaba la acción decisiva de Manuel Belgrano y José de San Martín, entroncando de esta manera con un panteón que tanto en las obras históricas de Mitre, como en la práctica celebratoria nacional comenzaba ya a esbozarse.  

Mientras desarrolla los pormenores del Congreso, Groussac vuelve a sus cargas valorativas y a cierto ejercicio anacrónico, tendiente en este caso a delinear las rivalidades entre federales y unitarios. Fiel a su posicionamiento siempre explícito, el ensayista se ubica afectivamente en cercanía con el segundo grupo, resaltando sin embargo que en aquella coyuntura vivían abrigados y confundidos por la misma bandera. Entre los federales que por entonces se encontraban unidos en colaborar con el Congreso ubicaba al siniestro carnicero Ibarra. Por contraste, a los unitarios los ubicaba como futuras víctimas de la crueldad federal, que se desplegaría en la década de 1820 según su interpretación, identificando a federalismo con caudillismo y desorden social.

Respecto a Bernabé Aráoz continúa el autor una visión entre matizada y peyorativa, descripto como un actor político-militar de acciones favorables, pero criticable por su propia condición de caudillo. Durante aquel tiempo en que Tucumán alojó al Congreso, destaca las tareas del gobernador Aráoz, entre las que ubica no solo dotar de muebles a las sesiones, sino también componer los caminos e introducir hacia fines de 1816 notables mejoras en el aprovisionamiento de agua para riego y consumo. En estos párrafos dedicados a la gesta independentista de 1816 el franco-argentino parece más preocupado por diferenciar anacrónicamente a los diputados rioplatenses de los alto-peruanos, ya que argentinos y bolivianos eran parte de diferentes razas. En una similar línea que parecía fungir nación con raza, habíamos visto antes la preocupación del europeo por la sensualidad mulata de Monteagudo y la desconfianza sobre su origen.

Retornando a su valoración de Bernabé Aráoz, más allá de reconocerle algún aporte como anfitrión en los eventos del Congreso, resalta los conflictos que tuvo con Manuel Belgrano, que condujeron a su reemplazo en 1817 por la gobernación de Feliciano de la Mota Botello. Aun cuando su obra histórica constituía un encargo de la provincia de Tucumán, el eje central de su narrativa era el rol de Buenos Aires sobre las provincias, y las referencias permanentes a la historia europea pueden entenderse tanto como un aprovechamiento de sus saberes específicos, como con la idea más general de que América era subsidiaria de las ideas y del decurso histórico del viejo continente.

Mientras avanza cronológicamente en su relato, el educador despliega el andamiaje orden/desorden y civilización/barbarie. En su mirada, la década revolucionaria fue una pelea de fuerzas casi cósmicas, en las cuales Buenos Aires enfrentaba al enemigo del caudillismo de múltiples rostros, pero similar fisonomía. El fenómeno que el autor interpretaba, se había reproducido desde la década de 1810 en adelante tanto en Paraguay (José Gaspar de Francia), en la Banda Oriental con el artigüismo, así como en el Litoral con Ramírez y López. Una invariante era el enfrentamiento de esos líderes contra un liderazgo porteño que el autor defendía en forma acérrima, valiéndose de su destacada pluma. Los líderes rurales, de chiripá como los caracterizaba, amenazaban con el orden urbano, letrado y unificado en un centro político.  Esa nacionalidad, que en forma extemporánea el autor veía amenazada por fuerzas del Litoral, sumaba además en el norte los peligros de otros dos caudillos mencionados que recibían una similar caracterización. Se trataba de Martín Miguel de Güemes y de Bernabé Aráoz, este último retratado con estas cualidades negativas principalmente durante su retorno al poder local en 1819. De esta forma, para el autor del Ensayo, el lugar de Buenos Aires en los inicios del país era el de una superioridad marcada que se había consolidado con la revolución. En forma anacrónica criticaba nuevamente al federalismo y lo ubicaba tempranamente en la Junta Grande, espacio en donde se alababa la vanidad de las provincias.

Si en pasajes anteriores había mostrado algunos elogios hacia Aráoz, en los párrafos acerca del final de la década revolucionaria su tono es más impetuoso y febril. En su opinión, cuando el caudillo tucumano retornó al poder en 1819, lo hizo conforme a estratégicas hipócritas, que incluían el ardid caudillesco de argumentar que no pudo desoír al movimiento popular que lo recondujo a la gobernación. La relación entre el líder y las masas era siempre negativa en su tinta, ya que ubicaba dicho vínculo en clave de una sumisión condicionada a beneficios concretos que obtenían los sectores populares, perjudicando en algunos casos a la élite local.  El caudillo Aráoz parecía entonces desarrollar un guion autoritario que según el intelectual se repetía a finales de la década de 1810 en distintas áreas sudamericanas. En forma cíclica y como un fenómeno repudiable, la realidad pretérita se comportaba como una comedia política que pronto devendría en tragedia, tal como indicaba con buena pluma metafórica.

El prócer Aráoz también tenía un saldo desfavorable en su comparación con la ponderación positiva que hacía Groussac de Belgrano y de su estadía en tierras tucumanas. Para el análisis de la prisión de Manuel Belgrano ocurrida en Tucumán en 1819, el francés se basaba en las afirmaciones de Bartolomé Mitre, y encontraba en el prócer porteño a la suma de las virtudes positivas, no correspondidas por un pueblo norteño que no acompañaba sus cualidades, en un nuevo contrapunto interior/puerto. Tal como lo sugieren estudios recientes, el abogado de ideas ilustradas y lanzado a las lides militares parecía, para los primeros cimientos historiográficos, encarnar al héroe perfecto si es que se trataba de destacar el papel de Buenos Aires en la nación[5]. Así aparecía en Groussac, ya que, sobre una narración con telón de fondo en la agonía y la salud del prócer, sostenía que hubo una falta de reconocimiento de las provincias interiores hacia la acción del héroe nacido en la ciudad más culta del territorio rioplatense. De esta forma, basándose en hechos históricos reales, pero puestos en función de un argumento un tanto sesgado, el ensayista hacía morir a la década revolucionaria junto con la enfermedad de Manuel Belgrano, que funcionaba como alegoría del abismo cultural que separaba al puerto del interior. Cerrando con altura poética su penúltimo capítulo, contrastaba los valores cívicos de un Belgrano moribundo, con los politicastros del año 20, atacando principalmente a Quiroga, López e Ibarra, pero también al populacho de Don Bernabé, que no tuvo altura moral para acompañar al importante general del Ejército Auxiliar del Perú en sus últimos hálitos de vida.

Las páginas finales que Groussac dedica a Aráoz siguen la línea general de crítica hacia su figura, que solo permitía en ocasiones ubicarlo como una versión suavizada del caudillismo, tendiendo a decorar su narración antes que a explicar o a documentar los procesos históricos. El caudillismo era consecuencia de la guerra extensa, de las dificultades por imponer a Buenos Aires y del descontrol causado por la movilización popular, y era en sí mismo un tipo de gobierno anómalo. Se mencionaban las debilidades de la República de Tucumán (1820-1821), como derivadas del egoísmo de Bernabé al no auxiliar a Güemes ante la incursión de tropas españolas, al mismo tiempo que la muerte del caudillo salteño era descripta como un hecho que liberaba de la tiranía al pueblo salteño. Más allá de su crítica al líder gaucho de Salta, era el santiagueño Ibarra quién sufriría las adjetivaciones más duras de su pluma, consignando que aquel personaje de pueblo odiaba/admiraba a la “culta Tucumán”.

Conviene contextualizar que, por entonces, la obra de Bartolomé Mitre, que fue una de las guías fundamentales para la investigación del franco-argentino, ya comenzaba a despuntar su lectura del pasado nacional, pero aún faltaban años para que el líder porteño impulsara la Junta de Numismática (1893), base de la futura Academia Nacional de la Historia. Las lecturas de los escritos históricos de Mitre, así como del Facundo, de Domingo F. Sarmiento fueron pilares para el pensamiento de Groussac, que describía a este último libro como “el más original (…) que se haya escrito acerca de este país5.

Retornando a tierras tucumanas, la contribución de Groussac podemos ubicarla mejor precisamente si evitamos los juicios categóricos. Más allá del notable aporte de ser uno de los primeros trabajos historiográficos sobre Tucumán y su pasado colonial e independentista, su obra fue heredera de dicotomías herméticas que por momentos condicionaron su interpretación del fenómeno del caudillismo. Su esquema reposaba demasiado en el eje axial de las figuras (positivo o negativo), y su ritmo de narración era cronológico con algo de base documental, pero su nivel de análisis formaba parte de una historiografía embrionaria y muy sujeta a las pasiones personales. En esta línea, la adjetivación del europeo respecto al gobernador de Santiago Felipe Ibarra, líder muy cercano al rosismo, alcanzaba la celebración de su muerte bajo la frase “¡A la tumba anciano inservible!”. En sentido similar, el Facundo Quiroga de Groussac era un “peón tramposo y asesino” y de forma genérica se tipificaba al caudillo como “sanguinario e ignorante”. [6]

La crítica al caudillismo llegaba al paroxismo en la figura de Juan Manuel de Rosas, caudillo central que cautivó la atención del notable escritor francés. En sus textos de tipo histórico, haciendo gala de libertad ensayística, supo explotar la estética de estos líderes, la ruralidad, la barbarie política en una concepción que generaba reflexiones político-históricas, pero también buscaban un efecto poético bien aprovechado para instalarse con éxito en el medio educativo y académico. Obras de teatro de su autoría rondaban dichas texturas, como por ejemplo la pieza “La divisa punzó”, estrenada con éxito en 1923.

¿Qué lugar podía quedarle a la figuración de Bernabé en este esquema? Poco, aunque insistimos en rescatar el carácter inaugural de la historiografía del francés, que en lo que respecta a los Aráoz explica bien su encumbramiento a través de las armas, los vericuetos de su acceso como primer gobernador de Tucumán (1814), y algunas características centrales de la República de Tucumán (1820-1821). El Ensayo parece seguir la línea abierta por las Memorias de Paz que ubicaban al hacendado Aráoz como “caudillo poco dado a la crueldad”, y por esta razón la caracterización era menos extrema que frente a Artigas, Güemes y Quiroga, que aparecían más enfrentados con el poder central. Aun cuando existía entonces una crítica general al caudillismo, la figura de Bernabé mereció un rescate parcial por parte de Groussac, quién señaló algunas contribuciones, entre ellas su labor en la Batalla de Tucumán. También indicaba el europeo la contribución del líder tucumano a los preparativos del Soberano Congreso en 1816, que incluían el préstamo de la mesa de la presidencia y algunas sillas. Incluso Groussac suma el interesante dato de que no solo algunas reuniones preparativas del Congreso se habían realizado en la casa del gobernador Aráoz, que quedaba a metros de la casa de los Laguna-Bazán, sino que cedió también su propia casa para sesiones más avanzadas como aquella de julio de 1816 destinada a darle el título de brigadier a Pueyrredón. Pese a que una parte importante de quienes se acercaron a la historia en la generación del 1880 fueron nacidos en Buenos Aires o extranjeros, la labor de algunas familias norteñas en los episodios “nacionales”, era un rasgo que sí aparecía en estos autores. Para Vicente Fidel López, por ejemplo, la Batalla de 1812 era “la más criolla de todas cuantas batallas se han dado en el Territorio Argentino”, y era una muestra del aporte de los pueblos del interior al desarrollo de la nación.

Un aspecto más en Groussac: si bien cuestionaba acerca de Aráoz su distancia respecto al poder erigido desde Buenos Aires, parecía lamentar el tipo de muerte que sufrió en 1824, de manera contraria a la “celebración” que el autor mostraba respecto a la muerte del santiagueño Ibarra. Sostenía que un subalterno como el coronel José Martín Ferreyra que trajo a Bernabé desde Salta no podía haber tomado una decisión de tal magnitud, sin la aprobación del gobernador tucumano que había reemplazado a Bernabé en aquel momento. En efecto, Groussac sostenía, pese a la ausencia de documentos probatorios directos, que Javier López, por entonces mandatario, había sido el autor intelectual de la muerte del caudillo, acontecimiento que el escritor parecía indicar como un exceso o un procedimiento incorrecto desde la forma judicial.

La célebre cualidad de manso que parecía ya estabilizarse y mantenerse en la representación de Bernabé, se registra en la misma década de 1880 en la obra de otro inmigrante de corte académico que también se sumaba a los círculos argentinos desde Europa, como el caso del español Antonio Zinny. Se observa en su pluma un similar entroncamiento con la línea historiográfica mitristra, y por lo tanto con el contrapunto entre Buenos Aires y los caudillos del interior. Esta lógica narrativa ocurre particularmente en su Historia de los Gobernadores de las Provincias Argentinas.

Era muy frecuente entre quienes abordaban la figura de Bernabé asumir las palabras del general Paz, quién había indicado que:

 

 Jamás se inmutaba, ni he sabido que nunca se le viese irritado; se exterior era frío e impasible; su semblante poco atractivo, sus maneras y hasta el tono de su voz lo harían más propio para llevare la cogulla que el uniforme de soldado; prometía mucho, pero no era delicado para cumplir su palabra; por lo demás, no se le conocía más pasión que la de mandar, y si merece que se le dé la clasificación de caudillo, era un caudillo suave y poco inclinado a la crueldad. [7]

 

Antonio Zinny llegó a Buenos Aires en 1842, y a partir del acercamiento con el napolitano Pedro de Angelis, comenzó a desempeñarse en tareas de archivo y pronto en establecimientos educativos. Su conocimiento del inglés por haber nacido en Gibraltar, de ocupación británica, le brindó suficiente credencial para ser teacher de la elite porteña, incluida Manuelita Rosas. Su acercamiento temprano a figuras del rosismo no impidió que luego Bartolomé Mitre valorara su minuciosidad en los archivos, que entroncaba con los propios intereses de Mitre, gran conocedor de documentos del pasado. Entre los libros de Zinny, destacamos la mencionada Historia de los Gobernadores, porque es tal vez el primer intento de desarrollar la historia argentina tomando como eje a las provincias. Su valoración de Bernabé Aráoz en el tomo sobre Tucumán es casi una copia textual del célebre pasaje del Gral. Paz, que a la vez no difería mucho de la visión mitrista[8]. En su esquema cronológico de los gobernadores de esta provincia, ubica a Aráoz como amigo de prometer mucho, en una expresión casi literal, que debió haber llevado la cita correspondiente a la frase ya clásica del Gral. Paz. Sin citarlo, tomaba también de forma idéntica la caracterización del cordobés como un caudillo suave y poco inclinado a la crueldad. Reforzando la tipificación negativa, aun cuando le reconocía cierto aporte durante la Batalla de Tucumán, el europeo explicaba el retorno de Bernabé en 1819 como producto de su ambición, y de su voluntad de crear en el norte una dinastía exclusiva de gobierno.

 

Juan B. Terán frente al bernabeísmo: la defensa de la historia provincial y sus referentes.

Los trabajos de los europeos Paul Groussac y Antonio Zinny fueron como vimos los primeros esbozos historiográficos sobre el Tucumán antiguo, en un siglo XIX que finalizaba rememorando los heroísmos de comienzos de su centuria. El despertar del siglo XX traería un mayor interés de los gobiernos en registrar su pasado, en un contexto mundial que pronto se vería sorprendido por las tensiones nacionalistas entre las potencias industrializadas de Europa. Aparecerían sobre el horizonte occidental de países, nuevos escritos históricos, desarrollados por abogados, políticos y aficionados, en un marco de lenta especialización y reconocimiento estatal de la disciplina, aún con escasas remuneraciones, pero articulados con estados-nación que encontraban potencialidad en los discursos del pasado. Para Tucumán la nueva centuria trajo la novedad de que la historia local empezó a ser escrita por referentes nacidos en la provincia, a diferencia de las obras anteriormente analizadas, siendo otro elemento destacable en esta evolución historiográfica, que no tuvo un desarrollo lineal sino sinuoso.  

En el marco celebratorio argentino por el Centenario de la Revolución de Mayo, aquel Tucumán modernizado por la industria azucarera y por los inicios de su Universidad, creaba un ambiente propicio para profundizar el estímulo a la producción académica sobre el pasado local.  En el año 1910, el intelectual Juan B. Terán (1880-1938) publicó Tucumán y el Norte Argentino (1820-1840). En este trabajo, el prolífico autor se propuso investigar un período restringido, realizando una notable búsqueda documental que amplió el corpus de fuentes que se conocían sobre el período de los caudillos. Constituye la obra historiográfica más significativa de este autor tucumano, que respondía a una demanda del diario La Nación, en un clima de lenta profesionalización de la historia en las provincias.

Antes de analizar el lugar que Juan B. Terán otorgó al caudillo tucumano, señalaremos algunos rasgos de la conformación de la disciplina histórica en la región norte. Un referente posterior para este tipo de abordajes que aunaba a las provincias norteñas, Armando Bazán, ha caracterizado a este período a caballo entre el siglo XIX y principios del siguiente como un tiempo de primeros esbozos en nuestra región, consistente en trabajos que buscaban darle especificidad histórica a aquel norte que el riojano se encargó de conceptualizar. Entre las obras tempranas que jalonan estos primeros ladrillos historiográficos, se mencionan hitos tempranos como Jujuy, provincia federal argentina, escrito en 1877 por Joaquín Carillo, así como la mencionada obra de Groussac para Tucumán. En 1902 marcó otro hito el trabajo de Bernardo Frías que abrió un sendero de reconocimiento favorable para Martín Miguel de Güemes, luego profundizado por la poesía de Juan Carlos Dávalos y por el monumento al general gaucho erigido en la década de 1930.  

Por su parte, en la provincia de La Rioja, hacia la década de 1910 también surgían intelectuales como el radical Pelagio Baltazar Luna, o el reformista Joaquín V. González, que incorporaban menciones al pasado local y nacional en aras de justificar sus posicionamientos del presente. En aquella misma provincia enseñaba historia en el Colegio Nacional, Marcelino Reyes, que plasmaría su “Bosquejo Histórico de la Provincia de la Rioja”, con mirada crítica respecto a Facundo Quiroga y a Chacho Peñaloza, contribuyendo sin embargo a desplegar la historiografía provincialista. Los 2 rasgos distintivos de este conjunto de trabajos norteños que Bazán ubica como novedosos fueron el sentido de sana provincianía y la necesidad de estos historiadores de provincia de remarcar la contribución del interior [9].  

A pesar de que el desarrollo de los primeros trabajos elaborados desde provincias como La Rioja, Salta o Jujuy fueron tenidos en cuenta por la historiografía tucumana, se destacan particularmente los vínculos con la cercana Santiago del Estero, lazo más directo y frecuente para la intelectualidad tucumana. Al comenzar el siglo XX, el ingeniero santiagueño Baltazar Olaechea y Alcorta inició trabajos de historia que cuestionaban duramente al caudillismo en general, y a Juan Felipe Ibarra en particular, valoración que cambiaría recién en la década de 1930/40 con los trabajos de Orestes de Lullo y Alen Lascano[10]. En la misma Santiago, durante la década de 1910, la mirada peyorativa sobre Ibarra fue profundizada por el periodista y hombre de la política Andrés Figueroa, que en 1916 logró que su afición por la historia lo conduzca a dirigir el Archivo General de su provincia. Principalmente durante la siguiente década de 1920 el vínculo tucumano-santiagueño se estrechó, con el surgimiento del grupo santiagueño La Brasa, que entabló vínculos con tucumanos consagrados como Juan B. Terán y Manuel Lizondo Borda.

Estimulada por el crecimiento de la disciplina en Europa, y sus ecos en el país y en las provincias norteñas, la historiografía tucumana desplegó sus alas al despuntar el siglo XX y buscó sus propios héroes en las glorias del pasado. Un autor citaba al anterior, y a menudo buscaba giros propios, influidos por la lenta conformación de un campo académico de ramificaciones nacionales. Precisamente sumándose a este movimiento por el cual las provincias respondían a encargos nacidos de sus regiones, o en algunos casos de volúmenes nacionales, ubicaremos a Juan B. Terán para observar su valoración del caudillismo. El contexto de celebraciones nacionales por los 100 años del 25 de mayo, brindó a Tucumán y a este académico en particular, la oportunidad de escribir su propia visión del pasado local, anclándola con los sucesos de una nación deseosa de darse júbilo. La investigación de Juan B. Terán, político e intelectual de fuste, daría como resultado una de las producciones más importantes sobre la historia de Tucumán, relevante aún en nuestros días.

Sin dudas, contenía juicios y tomas de posición, así como algunos anacronismos y marcas subjetivas, pero fueron menos lineales que en la producción de Groussac y se nutrieron de un mayor trabajo de archivo. A diferencia del franco-argentino, a Terán le interesaba, como veremos, realizar un contrapunto con la visión de Mitre, López y Sarmiento, aprovechando un contexto de mayor preocupación por el método investigativo. Sostenía Terán la necesidad de una historia poli-céntrica, no solo leída y pensada desde Buenos Aires, según su argumentación. Las historias que no contenían información sobre las provincias eran, según lo metaforizaba en su prólogo, similares a un guiso sin liebre. Más directo, pero con una idea idéntica, el año anterior desde la Rioja, el padre Larrouy sostenía que, sin exhumar los archivos de todo el país, el relato sería acaso inexacto o incompleto. Las contundentes frases, correspondían a un siglo en el cual el legado mitrista cedía lugar a un crecimiento de la mirada provincialista, en el cual las élites del interior pujaban por un lugar en el presente del país, evocando para ello las contribuciones del pasado[11].

Las amplias redes interpersonales de un Terán que articulaba diferentes círculos, incluían su cercanía con una élite a la vez tradicionalista y audaz. En ese sustrato social ubicamos a los tres hermanos Rougés, asociados al ingenio Santa Rosa, siendo principal el ascendiente de Alberto Rougés, filósofo tucumano que pretendía equilibrar el crecimiento material con la dimensión espiritual. Políticos locales, de proyección nacional, como Ernesto Padilla, José Ignacio Aráoz y Luis F. Nougués, también se habían comprometido en lo que consideraban un resurgir cultural del norte, aspecto que con acierto ha sido percibido por Armando Bazán como denominador común en aquella camada de pensadores norteños en el cruce entre siglos.

Esta Generación del Centenario se había apoyado también en otros ámbitos de discusión donde florecían capitales culturales que conectaban con ámbitos extra-provinciales, incluso con algunos letrados y académicos americanos y europeos. Entre estos espacios claves estuvo la Sociedad Sarmiento, presidida por el propio Terán, impulsora de los Cursos Libres que en los albores de la centuria prefiguraban la creación de la Universidad. La patriótica asociación que llevaba el nombre de Domingo F. Sarmiento, crecía desde la década de 1880.  Nucleaba a estudiantes y maestros de diferentes escuelas como la Normal y el Nacional, incorporando pronto a mujeres en su membresía, y brotando en  proyectos como la creación de Bibliotecas, publicación de libros y peregrinajes patrióticos[12].

Como espacio tucumano dinamizador de la cultura, fue relevante también la Revista de Letras y Ciencias Sociales (1904-1907). Allí la noción de Tucumán como un polo de tradiciones hispánicas fue fundamentado por Juan B. Terán y otros referentes locales. Entre ellos se incluían Julio López Mañan y el poeta peruano y modernista Jaimes Freyre, quienes también buscaron el filón histórico para destacar el pasado tucumano en la construcción de la nación argentina, este último en su estadía tucumana (1901 y 1921).  

¿Qué visión tuvo el caudillismo y la figura del líder Bernabé Aráoz en Juan B. Terán? La imagen del primer gobernador tucumano, pionero de la Constitución de 1820 y de la República de Tucumán fue bien resaltado en las publicaciones del historiador local del Centenario. Formado en sociología y derecho en la Universidad de Buenos Aires, y amigo en sus años porteños de Manuel Gálvez, la mirada crítica frente al puerto caracterizó desde temprano al joven Juan Benjamín, diferenciándolo del registro que vimos en Paul Groussac. El propio recorte temporal utilizado en la obra de Terán pretendía enfatizar que la anarquía de 1820, tuvo inestabilidades, pero también potencialidades al desarrollar las soberanías provinciales.

Para Juan B. Terán, sin constituir un revisionismo en todos los aspectos, el caudillo fue un actor político clave, pese a ser satanizado por algunos historiadores como sostenía el intelectual. Se trataba de un comienzo de siglo en el cual algunos autores comenzaban a vindicar personajes olvidados o no debidamente juzgados. En su libro de 1910 plasmó un análisis cronológico de las décadas de 1820 hasta frenarse en 1840, y en los tramos finales incluyó cierta semblanza del gobernador tucumano de tiempos rosistas Celedonio Gutiérrez que le permitía llegar a la coyuntura 1852/53. A medida que el relato histórico avanza en su obra, se destaca con claridad a la figura de Bernabé Aráoz. Posteriormente enfatiza la vasta formación de Alejandro Heredia que fue clave en la década de 1830, y realiza una valoración matizada del federalismo del gobernador Gutiérrez, quién carecía de cultura (…) pero era un hombre práctico, sagaz y de experiencia.

 Hay en su prosa una tendencia clara a rescatar el aporte de los diferentes mandatarios locales en la edificación de una provincia que había nacido de la separación de Salta del Tucumán en 1814. Se inclinaba por ello el autor en observar a la violencia y a la “crueldad” como rasgos provenientes de agentes externos (como el rosismo), o bien de disputas o facciones circunstanciales, es decir no constitutivas de la política local. De esta manera sus fundamentaciones podían incluir semblanzas críticas, pero parecían sugerir una idea positiva sobre la edificación institucional del temprano siglo XIX, ciertamente alejada de las visiones críticas del caudillismo que habíamos visto en quienes siguieron con mayor vigor la obra de Bartolomé Mitre.

Asimismo, se consolidaba la célebre fórmula de las Memorias de Paz que ubicaban al primer gobernador tucumano como un caudillo de costumbres suavizadas, caracterización que vimos tomar casi literal en la obra de Antonio Zinny. Década tras década, la feliz adjetivación de Paz podía servir para un claroscuro, un matiz que rescate a Bernabé de los rasgos más duros del caudillismo, y por eso era tomada también en 1910 por Juan B. Terán:

 

Era el verdadero caudillo de Tucumán. Su fortuna, su jefatura de una antigua y prepotente familia, sus servicios desde el primer momento de la revolución, que lo habían vinculado con los jefes militares de la república; su carácter ambicioso y manso a la vez, su condición de campesino feudal, habíanle dado un ascendiente y un poder, sobre todo en las clases populares y rurales, que nadie la habría disputado[13].

 

Aun así, es conveniente no exagerar el lugar que tenía la figura de Bernabé en la sociedad tucumana, tanto entre sus sectores letrados, y mucho más aún en la población en su conjunto, que no albergaban un gran conocimiento sobre su primer gobernador. Los festejos del Centenario de Mayo, pronto seguidos por el Centenario del 9 de Julio fueron fértiles en actos y acciones tendientes a monumentalizar la historia tucumana, sin que el caudillo local lograra tener la envergadura de otros emblemas provinciales como Juan Bautista Alberdi, Bernardo de Monteagudo, y principalmente Marco Avellaneda[14]. En 1909 por ejemplo, Marco Avellaneda había sido honrado como un prócer central en la lucha contra el rosismo, en una clave de lectura que destacaba a Tucumán como líder de las provincias que desconocieron al mandatario de Buenos Aires. Los eventos de 1909, que incluyeron la visita a la provincia del historiador santafecino David Peña, y la inauguración de un retrato de Avellaneda en plena legislatura, tuvieron una escala de valoración que superaba el lugar que la sociedad tucumana tenía respecto a Bernabé Aráoz. El amigo del malogrado Marco Avellaneda, Juan Bautista Alberdi, también parecía tener un despliegue más fuerte de su figura si lo comparamos con el primer gobernador tucumano, y por eso en 1904 la escultora Lola Mora pudo desarrollar su imponente escultura, con la activa participación de la Sociedad Sarmiento y la Sociedad Alberdi. Aún un tanto opacado, Bernabé Aráoz lograba al menos en el marco restringido de la obra de Juan B. Terán, erigirse como figura provincial, dejando atrás las críticas de tiempos de Groussac, con matices interpretativos nuevos, casi telúricos como veremos.

Cercano a Juan B. Terán, y también parte de la Generación del Centenario, el hombre nacido en Tacna (Perú) Ricardo Jaimes Freyre, ya había intentado en 1911 por un lado reivindicar al caudillo tucumano, y más específicamente rescatarlo del olvido. Cercano al proyecto de creación de la Universidad, y a sus élites intelectuales, el importante referente del modernismo literario, amigo de Leopoldo Lugones y Rubén Darío, alternó la afición por la poesía con el gusto por la historia, plasmado en su libro Historia de la República de Tucumán. En términos similares al libro de su amigo Terán, escrito con un año de diferencia y en un similar clima centenario, anunciaba desde las primeras páginas la necesidad de revisar a un personaje “mal juzgado por los historiadores”[15]. En sintonía con cierto crecimiento del localismo, y de la crítica a lecturas historiográficas centradas en la ilustre capital argentina, Freyre discutió afirmaciones de Vicente Fidel López, considerando por ejemplo que no había pruebas de que en 1819 el caudillo Aráoz estuviera específicamente en el episodio violento en el cual el gobernador Mota Botello fue herido y despojado de su cargo, más allá de reconocer que Aráoz se benefició del acceder al poder. Veremos a continuación de qué manera cierta visión telúrica que entroncaba con la Europa de las guerras mundiales, influía en el clima gestado en el norte argentino[16].

 

Las notas medievales del discurso de Terán. Folklore, tradiciones y raíz hispánica

 

Retornando a las características de la mirada histórica de Juan B. Terán hay un detalle que resulta significativo, por constituir un rasgo diferente a las interpretaciones que podemos tener en la actualidad respecto al siglo XIX y que diferían también de las líneas anti-caudillistas del mitrismo. La referencia permanente y extemporánea al feudalismo y a la Edad Media, es sin dudas un aspecto que singulariza a la obra de Terán, en el sentido en que genera interpretaciones lineales y juego de escalas que se vinculan con el apego a la defensa de las culturas tradicionales europeas que el autor reanudó en 1929 con su libro “Lo gótico, signo de Europa”.

Por ejemplo, en el primero de los cinco capítulos de Tucumán y el Norte, Terán explica lo que denomina “autonomía provincial” y ancla su mirada en Bernabé Aráoz, haciendo 3 paralelos con la Edad Media en menos de 10 hojas de desarrollo. El caudillismo es entendido como un fenómeno que a simple vista puede disgustar, pero permitió en su interpretación generar una autoridad local en tiempos de fragmentación del poder central. Destaca entonces el pacto con lo que denomina clases populares y plebeyas, y afirma que esas cadenas de jerarquías protegieron el orden local y se asemejan por ello a las virtudes que encontraba el intelectual en el régimen feudal.

La analogía nostálgica y forzada respecto a la medievalidad europea, debe ubicarse también como parte del nacionalismo y las notas telúricas en las cuales la Generación del Centenario fundamentó su confrontación de tiempo presente contra el cosmopolitismo y la inmigración, convicción muy clara en trabajos posteriores del intelectual como Espiritualizar nuestra escuela, del año 1932. Es decir que como en todo trabajo historiográfico, el autor no estaba solo retrotrayéndose al periodo estudiado, sino que su presente de enunciación lo conducía a preguntarse en torno a cuestiones que eran candentes en la Argentina de la Primera Guerra Mundial, y en la coyuntura posterior a aquél desenlace bélico.

El país que se encontraba cumpliendo sus primeros cien años de existencia, ya que el consenso académico subrayaba la importancia del 25 de mayo, era entendido por la élite dirigente como una joven nación que debía tomar elementos de las patrias europeas, pero con recaudos locales. Esa preocupación por frenar los impactos de la inmigración aluvional, fue al mismo tiempo una inquietud que el intelectual local enfatizó en otros foros nacionales en los que participó. Se destacaba su presencia, en las décadas de 1920 y 1930, en la Sociedad de Historia Argentina, por él fundada, y en el Consejo Nacional de Educación, órgano en el cual participaron figuras como él, Ramón J. Cárcano, y Ernesto Celesia, espacios en donde desplegó una similar mirada regionalista y telúrica.   

Para Juan B. Terán el gusto por el medioevo, y por la influencia letrada y arquitectónica europea, coexistía con la defensa de los valores hispano-católicos, y con la apología de un criollismo que incluía un paladar más bien negativo hacia los pueblos originarios. Cuando en 1928 sus amigos de Santiago lo invitaron a participar en el número 4 de la revista La Brasa, en donde se destacaban figuras como el abogado e intelectual Bernardo Canal Feijoo, allí el tucumano aprovechó para mostrar una vez más una defensa del criollismo y la cultura blanco-hispánica frente a las huellas pre-colombinas, siempre con sutileza y erudición.

En aquella vigorosa revista cultural, en donde descollaban arqueólogos como los hermanos Wagner que destacaban el pasado indígena santiagueño, el autor tucumano escribió una columna titulada Arte Americano. En su contribución a la revista de la vecina provincia, Terán advertía en 1928 que estaba creciendo el interés por buscar una estética americanista, pero lo inquietaban algunos riesgos, como lo denominaba en aquel número en donde convivía el texto de Juan B. Terán, con un artículo sobre el quichua de Lizondo Borda, además de partituras folklóricas del norte. Estos riesgos que advertía, los vinculaba con la idea de que buscar una pureza americana era como buscar una matemática americana, y sostenía en idéntica dirección que no hay arte americano (…) si no aprovechamos la capacidad que ha formado en Europa una experiencia secular[17]. Cerraba su participación con una elocuente invitación a leer menos lenguas indias y más griego y latín.  Aun así, con habilidad discursiva, concluía destacando una idea que circulaba entre los criollistas argentinos de entreguerras, que consistía en la paradójica noción de que se podía sostener la cultura europea e hispano-católica desde América, recuperando lo que la Europa bélica estaba perdiendo: la originalidad de América no estará en el repudio de Europa, sino en llegar a ser el discípulo que supere al maestro[18]. De interesante pensamiento, con ribetes conservadores, Terán entendía que la cultura ancestral de base católico-europeo podía encontrarse incluso en los Valles Calchaquíes, espacio de base indígena, pero permeado por el sigiloso trabajo que la conquista y la colonización había trazado durante siglos[19].

La propia imagen de que la verdadera cultura se encontraba en los cerros había tenido gran éxito en una Europa que resultaba la referencia central de estas cúpulas dirigentes. En el viejo continente las asociaciones que rescataban las genealogías, el folklore y los sustratos locales venían desde el siglo XVIII, asociadas al propio concepto de volk, y cobrarían fuerza en ambos lados del atlántico en el contexto de entreguerras, en algunos casos plegadas a un conservadurismo crítico frente al liberalismo, las democracias y las grandes mayorías.

El principio telúrico y las políticas destinadas a buscar raíces siempre que se arraiguen más con lo hispano-católico que, con lo indígena, siguió expandiéndose en el norte argentino en las décadas siguientes. Ernesto Padilla y Alberto Rougés apoyaron al interesante investigador Juan Alfonso Carrizo, en su arduo proyecto de recolección de cantares, coplas y relatos orales en las montañas y llanos del noroeste argentino. El folklorólogo, uno de los más importantes de toda América, se había nutrido en su Catamarca natal con las enseñanzas del padre Antonio Larrouy, religioso de origen francés que disfrutaba también de anclar la cultura local en las tradiciones europeo-medievales, estableciendo vigorosos puentes culturales entre ambas orillas del atlántico.

Con estas referencias en mente, el catamarqueño Carillo llevó a cabo su trabajo etnográfico entre 1926 y 1940.  Recibió el apoyo de la élite tucumana, deseosa de “demostrar” que el norte había preservado aquella fresca pureza. Fiel a este paradigma folklórico, la élite azucarera apoyó y contribuyó a financiar el trabajo de Carillo pidiendo que se materializara en la publicación de los Cancioneros de Catamarca, Jujuy, La Rioja y Tucumán, mientras Orestes Di Lullo realizaba el correspondiente a Santiago. En ese proceso de búsqueda, el propio intelectual santiagueño Di Lullo generaba a su vez nuevas lecturas del pasado de su provincia, rescatando algunos aspectos de uno de los caudillos más cuestionados del norte argentino: Juan Felipe Ibarra, proceso para el cual remitimos a los trabajos que componen este dossier.

Mostrando una línea ascendente en la cual la matriz folklórica fue creciendo con el siglo XX, alimentando la idea del norte como reservorio moral de la nación frente a los cambios de la sociedad de masas, veremos que el propio Carrizo con el correr de las décadas del 20’, 30’ y 40’ fue proyectándose hacia el país en su conjunto, incluida Buenos Aires como gran bastión cultural e institucional. En 1943 el Estado Nacional, interesado en intervenir en las formas de entender lo nacional y lo patriótico, e influido por los nuevos aportes provenientes del norte, inauguró el Instituto Nacional de la Tradición, cuya dirección recayó en el propio Alfonso Carrizo, quién continuó en el puesto aun cuando llegó el peronismo.

Esta larga parábola sobre los nuevos contextos de ideas en la región norte en el Centenario y los años siguientes, permite repensar el lugar que Terán le otorgó al caudillismo. Si para Terán el control de Bernabé sobre la cultura plebeya, era un resguardo para la provincia y para generar un dominio no muy regulado desde Buenos Aires, es importante destacar también que el pensador se anticipó a la posible crítica hacia un provincialismo que pudiera resultar incompatible con la defensa de la nación y de sus próceres centrales. Es decir que el intelectual entendía que la defensa de la región no debía implicar un ataque tan directo a la capital del país y al lugar cultural de Buenos Aires. Es posible que esa necesidad de generar lazos con un estado-nación con el que la industria azucarera interactuaba a diario, explique la preocupación del pensador por defender al caudillismo y a las tradiciones norteñas sin ser percibido como una apología del aislamiento cultural o como un desconocimiento de la importancia del área portuaria y pampeana en la historia nacional.  En este sentido no podemos entender su obra de 1910 como un esbozo de revisionismo, movimiento complejo y heterogéneo que aún por aquella década no asumía sus rasgos más característicos. Para evitar las críticas desde Buenos Aires, reforzó el argumento de que la “autonomía” de la antigua República de Tucumán e incluso el altisonante nombre de presidente que había usado Bernabé, no implicaban una pérdida de vínculos con el resto del territorio rioplatense. La búsqueda regionalista no debía implicar una sobreestimación de provincias con endeblez económica y con cierta postergación política como eran los espacios provinciales del norte en comparación con la zona portuaria.

Para Terán aquellas décadas entre la independencia y la organización nacional podían entenderse como una “pausa” necesaria, luego de que la primera década fuera una época heroica de la revolución. Este intermedio, que recuerda la idea misma de Edad Media, tenía por objetivo fortalecer a las provincias y dotarlas de pactos que luego terminarían con la articulación constitucional de estos pueblos en la nación, hacia 1852/3.

Por esta razón el libro de Terán que aún hoy es referencia, defendía al caudillo de las acusaciones más frecuentes que recibió Aráoz tanto entre sus contemporáneos como en la posteridad. Estos cuestionamientos hacia el caudillo son resumibles en la acusación de no apoyar la guerra conjunta contra el realista y no mandar diputados a Córdoba ante la invitación del gobernador cordobés Bustos. En cuanto a las vacilaciones del gobernador tucumano frente a la invitación de Bustos, el historiador sostenía que el propio Martín Rodríguez aconsejaba la suspensión del Congreso cordobés y que la actitud de Tucumán fue por ello la de todos los pueblos.

Por su parte, en su semblanza de los conflictos con Salta y Santiago de los años 1820/1821, parece discutir veladamente con Bernardo Frías, quien años antes había realizado la operación intelectual de jerarquizar a Martín Miguel de Güemes sobre el resto de los caudillos. Si Güemes no era para Terán un “caudillo de substancia distinta a los demás”, las disputas entre las tres provincias podían entenderse mejor como un momento de crecimiento de la soberanía de los pueblos, que desencadenaron las autonomías de Santiago (1820) y Catamarca (1821). La única crítica que se desliza a Bernabé parece aceptar a medias la acusación de falta de apoyo siendo que en líneas generales Terán realiza un esfuerzo retórico por sostener que el proyecto de República de Tucumán no implicaba “romper el vínculo de la nacionalidad”.

La prudencia para destacar algunos rasgos e incluir criticas sin afirmaciones tan tajantes como en Groussac, fue sin dudas un sello distintivo del trabajo académico de Terán. Así como Bernabé podía ser rescatado, aceptando parcialmente las dificultades de su proyecto y su difícil articulación con Güemes e Ibarra, otros personajes del siglo XIX recibieron un trato también equilibrado. No anclaba su línea historiográfica en función de una mirada unitaria o federal, y por eso podía ponderar a una figura federal como Alejandro Heredia. Simpatizaba en general con referentes unitarios como el Gral. Paz, y con hombres de la generación romántica como Marco Avellaneda, presentado este último como la contracara de la tiranía de Rosas. Aún si su anti-rosismo era claro, en los pasajes en los que analizaba la Liga del Norte contra Juan Manuel de Rosas deslizaba también cuestionamientos a Gregorio Aráoz de Lamadrid (por su vanidad ingenua) y hacia la juventud e inexperiencia del joven Avellaneda[20].

Respecto al trabajo de fuentes de Terán insistimos en que superó notoriamente a sus antecesores, con base principal en el Archivo Histórico de la Provincia de Tucumán, y con diálogos historiográficos con la Historia de los Gobernadores de Antonio Zinny, los trabajos de Paul Groussac, las memorias de Lamadrid y el Gral. Paz, y David Peña para el abordaje del caudillismo en la década de 1830, entre una gama amplia de autores y fuentes. No accedió sin embargo a algunos archivos nacionales, y desconoció algunos documentos que hubieran sido de utilidad como la Constitución de 1820 de la República de Tucumán, fuente que fue recuperada recién décadas más tarde. Las menciones a la historiografía de Vicente Fidel López y de Bartolomé Mitre suelen aparecer bajo la forma de discusiones en donde confronta hipótesis, generalmente para destacar a Tucumán y a la región norte. Discute asimismo la adjetivación de Vicente Fidel López en torno a Aráoz, Bustos y el Gral.  Paz (hipócrita, solapado y ambicioso respectivamente), y reflexiona sobre el uso controlado de las pasiones al investigar, y advierte contra simples conclusiones.

En síntesis, se trata de una de las primeras recuperaciones de Bernabé hacia el terreno de la valoración positiva. Más allá de su lenguaje menos pasional que el de Groussac y más metódico y descriptivo, no duda en calificar al primer gobernador tucumano como el verdadero caudillo, estabilizando el carácter favorable de esa afirmación al remarcar que era ambicioso y manso a la vez. La utilización de aquella temible palabra, recuperando su posible acepción favorable, continuaría creciendo en las décadas siguientes, como veremos en la obra de Manuel Lizondo Borda.

 

Respondiendo una Encuesta de Caudillos: la valoración de Manuel Lizondo Borda en la década de 1960.

 

Al iniciar la década de 1960 una serie de historiadores argentinos se sumaban a la iniciativa de contestar en una Encuesta, los rasgos que asumió el caudillismo en cada una de las provincias[21]. La propuesta surgió del historiador sanjuanino Héctor Domingo Arias, quién reunió a una serie de colegas que se encargaron de elegir y redactar sobre aquellos próceres  considerados como los respectivos caudillos locales. El proceso de reunión de autores, selección de caudillos y escritura se plasmó en una publicación de la Universidad Nacional de La Plata, que encontró su impresión en el año 1965.

El criterio no incluyó a todas las provincias argentinas, y terminó plasmándose en 6 capítulos, cada uno a cargo de un historiador o historiadora. Aun cuando por aquellos años Félix Luna y Ariel Ramírez, ponían en la voz de Mercedes Sosa a diferentes mujeres argentinas, el criterio en la Encuesta de 1965 fue masculino en la selección de los personajes evocados, habidas cuenta de la inexistencia de una dimensión femenina en la conceptualización del caudillismo. Un criterio sin embargo sí resulta llamativo, y vuelve a ratificar la dificultad tucumana para erigir a un único caudillo provincial, mientras que en la mayoría de los capítulos primó el criterio original de elegir tan solo un líder, el tucumano Manuel Lizondo Borda realizó un esbozo triple (Bernabé Aráoz, Gregorio Aráoz de Lamadrid y Alejandro Heredia), pese a consignar al primero de ellos como el caudillo principal de Tucumán.

Más sencillo para la operación de heroización y de rescate de la memoria local, los restantes autores escogieron solo a uno. El historiador sanjuanino Héctor Domingo Arias, que había convocado al resto, se ocupó de ensalzar a Nazario Benavidez, mientras que también previsiblemente la elección para la provincia de Salta era retratar a Martín Miguel de Güemes, para lo cual convocaron a Atilio Cornejo, discípulo de Bernardo Frías, quién como vimos había sido pionero en reivindicar al caudillo salto-jujeño. También con criterios más claros que para Tucumán, la entrerriana Beatriz Bosch se ocupó de un Justo José de Urquiza que venía siendo su objeto predilecto, tema de estudio que le valió en aquél año de 1965 su integración en la Academia Nacional de la Historia.

El libro desarrollaba una mirada integral sobre el fenómeno, aunque fragmentada e incompleta, sosteniendo en términos generales una mirada favorable a los líderes, aún acerca de Juan Manuel de Rosas, con capítulo a cargo de Julio Irazusta. Tal como sabemos, Julio y su hermano mayor Rodolfo, habían participado en 1930 en la agitación contra Hipólito Yrigoyen, desplegaron por entonces una mirada entre nacionalista y conservadora a través del Instituto Juan Manuel de Rosas, abrazando ideas de la derecha europea afines con el francés Charles Maurras y aún con el fascismo italiano. Particularmente Julio, se incorporó al radicalismo cuando Marcelo T. de Alvear fue su figura, y tuvo una prolífica actividad académica que incluyó publicaciones en la prestigiosa Sur, donde se destacaba Victoria Ocampo, entre otras letras de envergadura.

La publicada Encuesta, entroncaba con el aumento de la cultura de masas argentina, y con una suerte de fenómeno editorial favorable a estos personajes, teniendo en cuenta que casi simultáneamente Félix Luna publicaba su libro Los Caudillos y una versión adaptada con música de Ariel Ramírez. El libro de Luna, y la participación suya en las letras musicalizadas por el pianista Ramírez, recibieron muy buena aceptación, aunque no eludieron críticas por la inclusión de Leandro Alem, arriesgada estrategia de articular un caudillismo tardío con el radicalismo temprano. Libro y Long Play (LP) fueron de alguna manera una misma obra con 2 formatos, con una misma lista de líderes escogidos, que cubrían la hipótesis de Luna de los 2 ejes temporales del caudillismo rioplatense, 1819-1831 y 1862-1868. La lista de héroes díscolos era la siguiente, y no figuraba ni remotamente ningún tucumano: José Gervasio Artigas, M. Miguel de Güemes, Francisco Ramírez, Facundo Quiroga, Juan M. de Rosas, Chacho Peñaloza y Felipe Varela, sumándose en el disco Alem (ausente en el libro)[22]. Los fenómenos de amplio consumo evocados, entroncaban así con una predisposición de la sociedad a enaltecer héroes provinciales, con distintos formatos que incluían desde impresos, hasta Cantatas Folklóricas, homenajes y peñas populares.

En este ecléctico fervor histórico de la década de 1960 hubo ciertamente algo de influencia del revisionismo, aunque en muchos casos el contenido polémico de dicho movimiento historiográfico era reemplazado por una romantización de los cultos locales, y una mirada menos polémica. Así ocurriría también en Catamarca y en La Rioja en el año 1963, durante el Centenario de la muerte del Chacho Peñaloza, con activa participación del historiador Armando Bazán.  En la Rioja desde la década de 1940 con la creación de la Junta de Historia y Letras se había iniciado una revisión de la visión peyorativa del caudillismo a contrapelo de las obras de Mitre y Sarmiento, y en la revista de dicha Junta escribió tempranamente el propio Félix Luna con espíritu localista y reivindicador. Se abrió paso así una consagración de Facundo Quiroga y el Chacho como emblemas humanos, cuyo interés excedió los libros e incluyó el trazado de avenidas y calles, el folklore, y el cine con films como Facundo el tigre de los llanos (1952) y luego con Hugo del Carril Yo maté a Facundo (1975)[23].

¿Qué visión sobre el bernabeísmo pudo hilvanar Lizondo Borda en este contexto favorable a las culturas locales? Recordemos para empezar que tenía el antecedente de un Juan B. Terán que en el clima del Centenario había destacado varios aspectos del primer gobernador tucumano, y había rebatido argumentos de la visión clásica. Además, Lizondo Borda, se sentía discípulo del mencionado Jaimes Freyre, con quien se educó en el Colegio Nacional de Tucumán, heredando de su maestro la valoración explícita de Aráoz.  

Borda (1889-1966), venía en ascenso como historiador norteño con amplias redes en Buenos Aires y en las provincias argentinas en general, y con participación directa en la creación de la carrera de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras en Tucumán, además de espacios como el Archivo Histórico de la Provincia, en donde alcanzó a ser su Director. En 1948 había publicado su Historia de Tucumán, que constaba de dos partes: la primera, referida al período 1801-1852, ya había sido publicada como parte de la Historia de la Nación Argentina de la Academia Nacional de la Historia, institución de la cual era miembro. Además de la reedición de esta primera parte, la ambiciosa Historia de Tucumán tenía una segunda parte que abarcaba el período 1851-1900, sumada a un estudio introductorio. 

Aquel Lizondo Borda que ya en la década de 1920 vimos participar tempranamente junto a Juan B. Terán, y a colegas santiagueños en la revista La Braza, con un artículo sobre el quichua santiagueño (uno de sus primeros temas), era en la década de 1960 un intelectual consolidado en el campo académico y cercano al radicalismo en su sentir político.

Su participación en la mencionada Encuesta, seguía la línea de sus trabajos de las décadas de 1940 y 1950, que reivindicaban al caudillismo, en una línea liberal diferente a la de colegas tucumanos como Manuel García Soriano y Orlando Lázaro que para esa época reivindicaban a Bernabé Aráoz y otros caudillos desde una agenda revisionista, con adscripción rosista en el primero de los casos, y peronista en ambos. Con variadas sensibilidades políticas, el reconocimiento a Bernabé Aráoz había crecido en la historiografía local, aunque estaba lejos de plasmarse en un culto popular, en monumentos destacables o en una figura que despertara devoción fuera del estrecho ámbito académico.  

Analizando el pensamiento de Borda, un aspecto sumamente sugerente es su mirada respecto a la movilización popular y su preocupación por describir una provincia con caudillos que eran seguidos en forma pacífica, sin tanto nivel de conflictividad, descripción que parece también vincularse con las preocupaciones contemporáneas, es decir de su propio tiempo en un Tucumán que vivía intensos conflictos en las industrias azucareras. Buscando presentar un Tucumán estático en el pasado y sin conflictos de clases, para Borda nuestro caudillo era más conciliador que Quiroga o Güemes y menos transformador del orden social. La diferencia estaba, en su visión, en que los sectores rurales tucumanos habían accedido a la tierra previamente. Se trataba de un pueblo de agricultores, y por eso no requerían un líder que los convoque a correr aventuras fuera de su provincia.

Insistiendo en la idea de la mayor institucionalidad tucumana, el autor sugirió en la Encuesta que aquel pueblo gaucho tendió a enrolarse en tropas regulares, como las del Ejército Auxiliar del Perú, más que a comportarse de manera informal o desordenada. Aun así, reutilizaba favorablemente la noción de “caudillo”, y consideraba a Bernabé el primero en la provincia. Resaltaba asimismo la proverbial mansedumbre de Aráoz, extendida a sus seguidores, descriptos como gauchos pacíficos. Con estas operaciones historiográficas, al caudillo tucumano y a sus seguidores se le quitaba las espinas, la conflictividad, la posible invitación contemporánea a la rebeldía. En su explicación siguió principalmente a su maestro Ricardo Jaimes Freire, y destacó la movilización de campesinos y gauchos del sur de Tucumán, con base en las tierras que el caudillo Aráoz tuvo en Monteros. Las cualidades del líder histórico no eran de mando, sino más bien de benevolencia, sostenía Lizondo Borda insistiendo en esta suerte de caudillismo bueno, mostrando un contraste con otros líderes decimonónicos que aborrecía, como Juan Manuel de Rosas[24].

La ponderación del líder tucumano en aquel texto de Borda, alcanzaba aspectos casi apologéticos, y tenía por fin rescatar a una figura que, aun siendo el primer gobernador, autor de la primera Constitución Provincia, y creador de la República de Tucumán, no era suficientemente celebrada en la provincia. En su texto se advierte el desfasaje entre la notoriedad que quiere darle al personaje, y la consciencia de que no era muy arraigado en Tucumán, y mucho menos en los posibles lectores de otras provincias que iban a adquirir aquél libro-encuesta sobre caudillos. Tal vez por eso, como vimos, su semblanza incluyó además al federal de la década de 1830 Alejandro Heredia, que tenía otros rasgos, e incluso una semblanza de Gregorio Aráoz de Lamadrid, quién en parte de su trayecto vital fue cercano al unitarismo. Tucumán necesitaba 3 líderes históricos para generar lo que provincias vecinas como Salta lograban con una sola semblanza biográfica.

En aquélla década de 1960 Tucumán continuaba preguntándose cuál era su caudillo, y reconocía aportes de Aráoz sin llegar a decidir un despliegue claro de un culto en torno a su figura. Esa misma década de hecho la antigua casa colonial de Aráoz, que se encontraba en buen estado a metros de la Casa Histórica, fue demolida, aún contra las súplicas de los descendientes.  Por estas razones tal vez, Lizondo Borda ensayaba una defensa elocuente del personaje, pretendiendo en sus palabras, tapar la boca, a quienes lo ignoraban o criticaban. El intelectual sumaba las alabanzas de San Martín y de Belgrano hacia su personaje, montadas como evidencias para enaltecerlo, y demostrar que fue valorado entre sus contemporáneos. Aún con los esfuerzos que vimos desplegar desde tiempos del Centenario para reivindicarlo, Bernabé Aráoz no había logrado la instalación de su figura como ocurría en los casos de La Rioja con Facundo Quiroga, y principalmente de Salta con Güemes, espacio este último en donde la gran estatua de 1930 se acompañaba de un repertorio cantado, de poemas de Dávalos y de un sentir popular que para la década de 1960 era ya muy arraigado[25].

Es interesante también la ambivalencia en el uso del concepto de caudillo en la obra de Borda, ya que en la primera línea de su texto afirma que Bernabé es el gran caudillo tucumano, pero se apura en evitar la resonancia disruptiva o casi revolucionaria del término, caracterizando la suavidad de su estilo y de sus tropas gauchescas. Posteriormente lo define más como un gobernante que un caudillo, aspecto que muestra que aún en la década de 1960 no se había estabilizado completamente una acepción positiva para dicho término.

En la década de 1980 en Tucumán, el historiador Ramón Leoni Pinto había tenido una discusión semejante en una sección de Debates de La Gaceta, principal diario local. El intelectual nacido en Santiago del Estero e instalado como historiador en Tucumán, alababa a Bernabé como un estadista, más que como caudillo, definición que no fue aceptada por un lector, que entendió que implicaba minimizar su contribución. El juez tucumano que opinaba en respuesta a Leoni Pinto, Manuel López Rougés, entendía que privarlo del adjetivo de caudillo menoscaba su figura. En dicha polémica el ciudadano que cuestionó la nota publicada por Leoni Pinto argumentó además que no reconocerlo como caudillo implicaba negar su capacidad de mando y minimizar el respaldo de Belgrano y San Martín. En su respuesta, el santiagueño reforzó su carácter de historiador a diferencia de Rougés, y argumentó que la idea de las cualidades no caudillescas de Bernabé, venían de una larga tradición que incluía a José María Paz como contemporáneo de los sucesos, sumando a la posterior labor historiográfica de Lizondo Borda y Freyre. A la cualidad de estadista, Leoni Pinto la fundamentaba en que a diferencia de otros líderes se vinculó mejor con Buenos Aires e insistiendo en su posición lo describió como un hombre versado en política y en la dirección del Estado[26].

 

Consideraciones finales

Algunas obras recientes sobre el caudillismo rioplatense entre las que se destaca la compilación de Noemí Goldman y Ricardo Salvatore, no solo han revisado con nuevas interpretaciones la visión de los liderazgos locales, sino que han dado cuenta de las modulaciones historiográficas ocurridas en 200 años de historia, aunque significativamente los caudillos allí analizados no incluyen ningún referente histórico de Tucumán[27].

Esta menor densidad historiográfica, si comparamos el interés por Bernabé Aráoz con la tinta escrita sobre Güemes, o Facundo Quiroga, es una de las primeras afirmaciones sugerentes, que se muestran no solo en el campo de los historiadores sino en el más variado territorio de las celebraciones, monumentos y otras expresiones más colectivas en relación al pasado.

Cercano a cumplirse el bicentenario de la muerte cruenta del primer gobernador tucumano, su culto no tiene ni someramente el despliegue que se alcanza en otros casos norteños, e incluso parece menor que el propio interés local que han generado figuras como Juan B. Alberdi o Marco Avellaneda, aun cuando estos fenómenos colectivos son complejos y las polémicas del pasado se actualizan permanentemente. La propuesta de años recientes por nombrar Bernabé Aráoz a la principal terminal de ómnibus de Tucumán, así como el proyecto presentado por senadores tanto peronistas como radicales para instalar al referente como héroe nacional, se dirigen tímidamente en dirección a nacionalizar su imagen, aunque una larga duración indica que su grado de arraigo es bajo aún a nivel provincial y regional, conclusión que es un hallazgo significativo. Con la cuantiosa evidencia aquí abordada, incluso podríamos preguntarnos ¿Es realmente Bernabé Aráoz nuestro correspondiente caudillo, o el panteón nos muestra otras opciones? Más que contestar desde el presente o desde nuestras preferencias, hemos optado por historiar qué miradas sobre el caudillismo y acerca de Aráoz se fueron gestando en diferentes coyunturas.

El primer interés en abordar la figura de Bernabé Aráoz surgió lejanamente en la década de 1880, momentos en los que apenas se esbozaban los primeros hitos de una historiografía norteña con límites todavía difusos con la literatura y el registro ensayístico, propios de un campo cultural poco especializado. Dos europeos se ocuparon de caracterizar al líder, y se valieron de cierta pesquisa documental, pero su resultado fue una mirada peyorativa muy influida por la incorporación de lecturas cercanas a Bartolomé Mitre y a Domingo F. Sarmiento. Estos dos europeos que desplegaron alguna de las primeras páginas sobre la historia tucumana fueron el francés Paul Groussac, y Antonio Zinny, nacido este último en Gibraltar.  Hemos concluido que si bien reconocían cierto aporte de la familia Aráoz en la Batalla de Tucumán (1812) y en tiempos del Soberano Congreso (1816), sus narrativas se dotaron de adjetivos condenatorios. Se nutrieron de una valoración negativa del federalismo y la movilización de sectores, de una tendencia a valorar los líderes locales como contrarios al orden central, y de una retórica anclada en una mirada lineal de la civilización y del lugar de Buenos Aires en la conducción del país, en afirmaciones muchas veces cargadas de anacronismos y pasiones personales. Se ha indicado que la mirada que estos foráneos desarrollaron sobre el bernabeísmo, tuvo paralelos con discursos peyorativos del caudillismo en los simultáneos trabajos de Joaquín V. González en Catamarca, o de Joaquín Carrillo en la provincia de Jujuy, sin quitar el gran valor que tuvieron al iniciar un campo de estudios tan pujante como embrionario.

En el Tucumán de finales del siglo XIX, ya transformada su fisonomía por el despliegue azucarero y por espacios que prefiguraban su Universidad como la Sociedad Sarmiento, continuaron siendo prácticamente nulas las expresiones de la sociedad civil respecto al caudillo local. Es decir que la mirada despectiva que Groussac había expandido desde su Ensayo, encargado por el gobierno provincial, tenía un paralelo en un grado bajo de interés de la población por reivindicar a su primer gobernador y creador de la República de Tucumán, a excepción de un aislado caso de monumento que hemos ubicado en 1878 en Monteros, ciudad de su nacimiento.

Los comienzos de una reivindicación del caudillo ocurrieron a nivel historiográfico en el clima del Centenario, con los trabajos de Juan B. Terán de 1910, y la Historia de la República de Tucumán de Jaimes Freyre en el año siguiente, ambos surgidos de una pujante élite intelectual asociada al proyecto de Universidad Nacional de Tucumán. Dichos trabajos comenzaron una explícita discusión académica con algunas afirmaciones de la obra mitrista y reivindicaron el lugar de la región norte en la historia nacional como parte de sus intereses de tiempo presente.

En estas operaciones de sentido que articulaban pasado/presente, se buscó presentar al antiguo gobernador como un factor favorable al orden político, negando que hubiera sido un obstáculo al poder central, iniciando al mismo tiempo una relectura de otros próceres locales y de la contribución tucumana a la causa nacional. De esta manera, cuestionaron lecturas muy arraigadas como la del escaso apoyo de Aráoz a la guerra contra el realista, pretendiendo contextualizar a la República de Tucumán como un proyecto que no pretendía desconocer los pactos y vínculos entre provincias. Asimismo, destacaron diferentes aspectos políticos, socio-económicos, e institucionales de su primer gobierno (1814-1817), y de la accidentada experiencia de la República (1820-1821), contextualizando y lamentando el posterior episodio de su muerte.

Aún con la escritura de estas primeras obras más bien reivindicativas, los actos, celebraciones y monumentos fueron inferiores al importante reconocimiento que en 1909 se realizó respecto a Marco Avellaneda, con inauguración incluida de un retrato puesto en la Legislatura que contó con la visita de David Peña, llegado desde Santa Fe. Hemos señalado en trabajos previos que la matriz anti-rosista con la que se desarrolló la historiografía tucumana, otorgó mayor visibilidad a Avellaneda que a Bernabé Aráoz, por una serie de causas como el influjo de la familia Avellaneda en el cruce de siglos, y por el potencial evocador de la Liga del Norte contra Rosas para remarcar el lugar histórico de Tucumán en el norte argentino. Actuaban en tal dirección también la posible asociación de Bernabé Aráoz con el federalismo, la movilización popular y el cuestionamiento a las élites urbanas, legado que en distintos contextos de enunciación podía generar un discurso revisionista que nunca tuvo fuerte eco en Tucumán.

Asimismo, coyunturas tucumanas que podían haber significado un relanzamiento de la figura de Aráoz, como los momentos de edificación del imponente Templete de la Casa Histórica (1908) no fueron aprovechadas por la élite para subrayar el aporte del primer gobernador a las sesiones del Congreso, y resaltar así a este tronco familiar del que surgieron otras figuras locales como Gregorio Aráoz de Lamadrid, e incluso Juan B. Alberdi por vía materna. Para complicar más aquel culto que no parecía abrir sus alas, surgían otras trabas en tiempos de los Centenarios de 1910 y 1916 ya que un intelectual local prestigioso como Julio López Mañán, ostentaba una genealogía que provenía de Javier López, rival del histórico caudillo y autor intelectual de su muerte. Resultante de estos causales variados, el propio centenario de la muerte de Aráoz en 1924 tuvo un acto menor, en momentos en los que la provincia se encontraba bajo una intervención federal a cargo de Luis Roque Gondra.

Los trabajos sobre la heroización de figuras para otras provincias norteñas, incluso los que integran este Dossier, señalan algunas líneas de conjunto y también especificidades en los procesos de construcción de la memoria colectiva en el norte argentino. El caso de la edificación de un culto a la vez estatal y popular sobre Güemes en la vecina provincia de Salta resulta un caso paradigmático, y claramente diferente que el tucumano. Al despuntar el siglo, el temprano trabajo de Bernardo Frías creó en seis volúmenes una imagen elogiosa del caudillo salto-jujeño lanzándolo como figura de proyección nacional, con la particularidad de que su heroización resaltó las notas tradicionales y aristócratas del líder, esforzándose en describir a los infernales de Güemes como un campesinado sin peso propio, arrastrado por un protagonismo en clave personal y desde arriba.

La historiografía salteña ha señalado que esa vertiente elitista y con recaudos por no generar discursos que pudieran movilizar a la población, continuó en el Centenario de su muerte, a un ritmo in crescendo. En la década de 1930 se gestó el Monumento que aún persiste, en cuya inauguración estuvo presente José Félix de Uriburu, en un contexto de interrupción democrática y fortalecimiento de discursos críticos frente a la movilización popular [28]. Aún bajo una clave que otorgaba brillo a su pertenencia a sectores encumbrados, y aun teniendo dificultades en la memoria salteña como las tensiones entre la Patria Vieja y la Patria Nueva, el culto güemesiano desplegado en el siglo XX no tiene comparación con el poco interés que en Tucumán generó su caudillo equivalente, aspecto que muestra las singularidades de cada proceso socio-histórico y la multi-causalidad de las variables de la memoria colectiva.  

Asimismo, en el contexto de entreguerras, en un clima norteño de proliferación de distintas gamas de nacionalismos, criollismos y rescate de tradiciones, crecieron en La Rioja, Catamarca y Santiago cultos referidos a Facundo Quiroga, Chacho Peñaloza (en las dos primeras) y Juan Felipe Ibarra en la última de las citadas. El giro valorativo en esas décadas en las cuales Europa se desgarraba en la Gran Guerra, se alimentó de narrativas renovadas, escritas por autores como Dardo de la Vega Díaz, el Dr. Elías Ocampo para La Rioja, y Orestes de Lullo, Canal Feijoo y el radical Alen Lascano para la revalorización del caudillo santiagueño.

No fue así el itinerario intelectual/cultural asumido por la sociedad tucumana, tanto en sus bases sociales como en sus gobernantes, aun cuando hubo aislados intentos por reponer la figura del prócer local. Desde la década de 1940 Manuel Lizondo Borda continuó la senda de valoración de Bernabé Aráoz ya esbozada por su antecesor Juan B. Terán, pero la instalación del caudillo fue todavía de corte letrado, poco respaldado por las autoridades y muy lejos de un sentir popular. En cambio, figuras tucumanas como Marco Avellaneda que ya habían tenido una fuerte celebración en 1909, recibían un nuevo respaldo político-académico en dicha década, al cumplirse 100 años de la Liga del Norte y de su emblemático pronunciamiento contra Rosas. Los 4 días de evocaciones a Avellaneda en 1941, con visita protocolar de los poderes ejecutivos de las provincias norteñas, con miles de niños en la plaza, y con reedición de las memorias del Mártir, y amparados en pomposos discursos de Alberto Rougés y Lizondo Borda, sugieren que en la provincia tucumana el lugar del caudillismo fue ocupado por una memoria liberal que entroncó mejor con figuras como Juan B. Alberdi y su amigo Avellaneda[29].

Posteriormente, en la década de 1960, la Encuesta en la que diferentes historiadores contestaban sobre los caudillos de sus provincias, encontró a un Lizondo Borda muy abocado en dar a conocer los aportes nacionales de Aráoz, proyecto editorial que contribuyó poco a dotar de mayor difusión a nuestro referente. De hecho, la propia vivienda del caudillo, a metros de la Casa Histórica cayó en la picota y la demolición hacia 1969. En Buenos Aires y el país el nivel de conocimiento respecto a Aráoz era (continúa siendo) casi nulo, obligando a Lizondo Borda en aquella Encuesta a multiplicar las estrategias para otorgar visibilidad al prócer y tapar la boca a los detractores, en su propia expresión. Cuando Borda tuvo que elegir un caudillo provincial para el mencionado proyecto de Encuesta, fue el único que pidió poner a tres personajes en vez de a uno, por lo cual sí consignó a Bernabé como “caudillo principal”, pero escribió también sobre Alejandro Heredia y Gregorio Aráoz de Lamadrid, buscando así llamar la atención de los lectores de otras provincias.  En la misma década Félix Luna editaba el libro Los Caudillos, invitaba al pianista Ramírez a musicalizarlo, y sumaba figuras históricas variadas, incluyendo incluso a Leandro Alem, pero no asomaban rastros de ningún tucumano entre los próceres evocados.

Como un espejo que devuelve otra imagen, las provincias colindantes continuaban derroteros más elaborados acerca de sus sentires colectivos: Peronistas y radicales a la cabeza de Alen Lascano proponían en Santiago rebautizar al Departamento de Matará como Juan Felipe Ibarra, mientras en la vecina Salta continuaba el culto a su líder gaucho, y en La Rioja se había estrenado la primera película sobre el tigre de los llanos, y pronto vendrían más. En marzo de 1974, al cumplirse el sesquicentenario de la muerte de Aráoz, un diario popular tucumano llamado El Pueblo recogía este legado lastimoso en el culto bernabeísta, que llevaba décadas de sedimentación:

 

Ni el más subalterno de los funcionarios asistió a la misa que la Comunidad Franciscana celebró en su memoria en la Iglesia de San Francisco. (…) La prensa había anunciado con tiempo el aniversario, (pero) la comuna ni siquiera cortó los yuyales que crecen en la calle que recuerda el nombre de Aráoz.

 

La Gaceta, el principal diario de la provincia arrojaba un balance similar, y se preguntaba sin obtener respuesta porqué otras provincias, muestran una actitud diametralmente opuesta, y sumaba como evidencia la actitud modernista de la arquitectura tucumana vs. el mantenimiento de edificaciones coloniales en las limítrofes provincias, las cuales sí habían logrado según el diario sostener la tradición colonial y el legado de la independencia. La lastimosa inauguración de una Avenida de los Próceres, aún vigente, estrenada en 1977 durante el gobierno de facto de Antonio Domingo Bussi, desplegó la escultura de 13 próceres locales (todos hombres), y las figuras que se destacaron sobre el conjunto fueron Julio Argentino Roca y Nicolás Avellaneda, aun cuando se incluyó a Bernabé en el grupo escultórico.

De compleja naturaleza, la memoria colectiva, cuya edificación es fluctuante y depende de actores múltiples, señala rumbos esquivos que se modifican ante climas de época, o a partir de la concentración del interés temático en efemérides redondas como los centenarios y bicentenarios, tal como ocurrirá pronto con los 200 años de la muerte de Bernabé Aráoz. Estos mecanismos del recuerdo permiten encontrar pistas acerca de los sustratos culturales de cada provincia, contribuyendo a observar el vínculo entre la historiografía y otros registros del pasado, que convergen en entronizar/desentronizar a héroes y heroínas, y en toda reapropiación colectiva del pasado.



[1] Acerca de la función aglutinadora de la memoria, y en relación a los momentos de mayor o menor producción de estos imaginarios colectivos nos hemos basado principalmente en Baczko, Bronislaw (1984), Les imaginaires sociaux. Mémoires et espoirs collectifs, París, Payot.

[2]  En este trabajo partiremos de la noción de historiografía liberal como definición amplia, y en los distintos análisis matizaremos el sentido nacionalista, positivista, reformista o las distintas acepciones que ese término podía asumir según el contexto de enunciación. Para ver algunas mutaciones en el liberalismo, entre otros hemos consultado a Zimmermann, Eduardo (1995), Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina. 1890-1916, Buenos Aires, Sudamericana; y Gallo, Ezequiel (1987), “Tradición liberal argentina”, Revista Estudios Públicos, 27, pp. 351-378.

[3]  En la relectura de los caudillos en la historiografía argentina fue clave la siguiente compilación sobre diferentes casos rioplatenses, aun cuando no se abordó allí el caso tucumano. Goldman, Noemí y Salvatore Ricardo (Comp.) (1998), Caudillismos Rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema, Buenos Aires, Eudeba. Además de los capítulos referidos a los casos de caudillismo analizados, remitimos a la introducción de Goldman y Salvatore, y al estudio historiográfico inicial de Pablo Buchbinder. En cuanto al Ensayo del francés, nos referimos a: Groussac, Paul (1981), Ensayo histórico sobre el Tucumán, Tucumán, Fundación Banco Comercial del Norte,.

[4] Una extensa bibliografía especializada muestra la relación del campo historiográfico argentino, con otros campos culturales y con la cultura política a finales del XIX y durante la siguiente centuria, siendo parcial los nombres aquí consignados: Svampa, Maristella (1994), El dilema argentino: Civilización o barbarie. De Sarmiento al revisionismo peronista, Buenos Aires, El Cielo por Asalto; Quatrocchi de Woisson, Diama (1995), Los males de la memoria. Historia y política en la Argentina, Buenos Aires, Emecé; Devoto, Fernando y Pagano, Nora (2009), Historia de la Historiografía Argentina, Buenos Aires, Sudamericana; Cattaruzza Alejandro y Eujanian, Alejandro (2003), Políticas de la historiaArgentina. 1860-1960, Madrid-Buenos Aires, Alianza Editorial. Eujanian, Alejandro (2015), El pasado en el péndulo de la política. Rosas, la provincia y la nación en el debate político de Buenos Aires, 1852-1861, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes. Recientemente se publicó Philp, Marta, Leoni y Guzmán (Comp.) (2022), Historiografía argentina. Modelo para armar, Buenos Aires, Imago Mundi. Las referencias teóricas para la memoria europea son vastas, pero nos hemos basado en: Baczko, Bronislaw (1984), Les imaginaires sociaux. Mémoires et espoirs collectifs, París, Payot; Eric Hobsbawn, Eric y Ranger, Terence (1983), The Invention of Tradition, United Kingdom, Cambridge University Press. Los antecedentes en el cruce entre memoria e historiografía en las provincias norteñas son menores, pero este Dossier pretende recoger algunos estudios recientes, que serán mencionados en notas al pie posteriores.

 

 

[5] Así lo sostiene Eujanian, Alejandro (2015), El pasado en el péndulo de la política. Rosas, la provincia y la nación en el debate político de Buenos Aires, 1852-1861, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes.

[6] Groussac, Paul, 1981, Ob. Cit. pp. 177 y 206.

[7] Memorias Póstumas del General José María Paz (1892), Segunda Edición, Tomo I, La Plata, Imprenta La Discusión, pp. 201. En los posibles paralelos entre la forma en la que se entendió el caudillismo en los diferentes espacios provinciales, sugerimos también leer el caso correntino de la primera mitad del siglo XIX, cuyo caudillismo según la bibliografía especializada, no se asemejó al caudillismo desarrollado en Santa Fe y Entre Ríos. Véase: Buchbinder, Pablo (2004), Caudillos de pluma y hombres de acción. Estado y política en Corrientes en tiempos de la organización, Buenos Aires, Ed. Universidad Nacional General Sarmiento.

[8] Bartolomé Mitre, con algunos contrapuntos, había generado un balance negativo sobre el caudillo tucumano: “...don Bernabé Aráoz, coronel de la milicia provincial, a quien conocemos ya por el papel notable que desempeñó en los preliminares de la batalla de Tucumán. Hombre de limitados alcances políticos, estaba saturado de las pasiones locales y eran muy considerado por sus comprovincianos de la campaña, así por su fortuna y servicios, como por su larga parentela que formaba una especie de familia Fabia. Ambicioso vulgar, disimulado y devoto a la par que manso de carácter, enemigo de Güemes, amigo aparente de Belgrano y admirador de San Martín, abrigaba secretos odios contra el Ejército Auxiliar que consideraba como extranjero y estaba resentido con el gobierno por su remoción del puesto de Gobernador Intendente de Tucumán, que a la sazón desempeñaba su sucesor el coronel don Feliciano de la Motta y Botelho, decidido sostenedor de la unión”. Mitre, Bartolomé (1887), Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, Tomo III, Ed. Buenos Aires, Félix Lajouane, p. 273.

 

[9] En su trabajo de 1982, La Rioja y sus Historiadores, Armando Bazán postuló que la historia riojana fue central en el siglo XIX, pero muy disputada por diferentes paradigmas interpretativos, teniendo en cuenta que el mitrismo y la línea interpretativa de Sarmiento utilizaron al caudillismo riojano, como uno de los ejemplos centrales para edificar su discurso. Dedicó su investigación a David Peña resaltando que aquella obra permitió recuperar las bondades del caudillismo, y cuestionó a los epígonos de Sarmiento, entre quienes ubicaba a Antonio Zinny y Ramón Cárcano. Había nacido en Córdoba, pero se identificó con la provincia riojana desde sus estudios secundarios, enriquecidos posteriormente con su perfeccionamiento académico en Catamarca y en Buenos Aires entre las décadas de 1960 y 1970, ocupando espacios académicos como el Conicet y la Junta de Estudios de diferentes provincias de la región.

[10] Sobre la evolución en la mirada respecto a Juan Felipe Ibarra véase Brizuela, Esteban (2015), Juan Felipe Ibarra. Escrituras de su historia, , Santiago del Estero, Ed. Bellas Alas. El mismo autor participa de este Dossier, ampliando su contribución al problema del caudillismo en la historiografía norteña. Sobre el grupo santiagueño La Brasa, y su estrecha relación con historiadores tucumanos puede consultarse en línea a esta revista de la década de 1920, en la página de la Subsecretaría de Cultura de Santiago del Estero. https://www.santiagocultura.gob.ar/.

[11] La mención a Larrouy citada en Bazán, La Rioja y sus Historiadores, 1982, Ob. Cit., p. 10.

[12] Vignoli, Marcela (2015), Sociabilidad y cultura política. La sociedad Sarmiento en Tucumán, 1880-1914, Buenos Aires, Prohistoria Ediciones.

[13] Terán, Juan Benjamín (1919), Tucumán y el Norte Argentino, Buenos Aires, Coni Hermanos, p. 22.

[14] Hemos sustentado esta hipótesis en Nanni, Facundo (2014), Rosas como imagen de barbarie. El centenario de la muerte de Marco Avellaneda (1941)”, Revista Temas Americanistas. Universidad de Sevilla, n° 23. También en Nanni, Facundo (2021), “Marco Avellaneda en la Memoria Histórica. ¿El prócer tucumano más celebrado?”, en Peña de Bascary, Sara y Perilli, Elena, Tiempo de Unitarios y Federales en el Norte Argentino, Tucumán,  Ed. Junta de Estudios Históricos. 

[15] En Páez de la Torre (Dir.) (2003), Colección “Nuestros Clásicos”. Historia de la República de Tucumán de Ricardo Jaimes Freyre, Tucumán, Ed. del Rectorado de la Universidad Nacional de Tucumán, p. 5.

[16] Páez de la Torre, 2003, Ob. Cit., p. 12.

[17] Consultar la revista en línea, particularmente el N° 4 dedicado a los autores tucumanos, en la página de la Subsecretaría de Cultura de Santiago del Estero. https://www.santiagocultura.gob.ar/. 2022

[18]  Revista La Brasa N°4, 1928, Ob. Cit.

[19] Véase: Chamosa, Oscar (2010), Argentine Folklore Movement: Sugar Elites, Criollo Workers, and the Politics of Cultural Nationalism, 1910-1950, Arizona, University Press. También, Chein, Diego (2010), “Provincianos y porteños. La trayectoria de Juan Alfonso Carrizo en el período de emergencia y consolidación del campo nacional de la folklorología (1935-1955)”, en Orquera, Fabiola (Comp.), Ese ardiente jardín de la República. Formación y desarticulación de un "campo" cultural: Tucumán, 1880-1975, Córdoba, Alción Editora, pp. 161–190.

 

[20] Nanni, Facundo, 2014, Ob. Cit.

[21]  Se trata de la siguiente publicación:  Encuesta sobre el caudillo. La Plata: UNLP. FAHCE. Departamento de Filosofía. Instituto de Historia de la Filosofía y el Pensamiento Argentino, 1965. (Cuaderno de sociología; 4)

[22] Mamani, Ariel (2015), Caudillismo, música folklórica y usos políticos del pasado. Félix Luna y la polémica historiográfica en torno a Los Caudillos, Cuadernos De Historia. Serie Economía Y Sociedad, 13/14, pp. 247–263. Recuperado a partir de https://revistas.unc.edu.ar/index.php/ cuadernosdehistoriaeys/article/view/11290

[23] Véase Vergara, Juan Pablo y Víctor Vega Carrizo, Víctor (2021), “El Chacho y Facundo en el cruce de la Historia y la Memoria. La Constitución del panteón de héroes de La Rioja, Argentina”, Revista Ágora, vol. 6, n° 14, pp. 10-29.

 

[24] Nanni, Facundo, 2014, Ob. Cit.  

[25] Para el caso de la consolidación del culto a Facundo Quiroga y Chacho Peñaloza, hemos consignado en página anterior la bibliografía utilizada. Para el culto a Juan F. Ibarra, véase Brizuela, Esteban (2019), Juan Felipe Ibarra. Escrituras de su historia, Santiago del Estero, Editorial Bellas Alas. Brizuela participa además del presente Dossier, ampliando su línea investigativa ya desarrollada en los últimos años. Sobre Salta véase el trabajo de Luciana Di Marco en este Dossier, además de Villagrán, Andrea (2013), Un héroe múltiple. Güemes y la apropiación social del pasado en Salta, Salta, Ed. de la Universidad Nacional de Salta.

[26] Archivo La Gaceta, Legajo Documental sobre Bernabé Aráoz, N° 12286. Agradezco al Lic. Sebastián Rosso el acceso a los ejemplares originales.

[27] Entendemos que la principal contribución a la revisión del caudillismo en la historiografía argentina fue el libro Goldman, Noemí y Salvatore, Ricardo (2005), Caudillismos Rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema, Buenos Aires, Eudeba. Significativamente no se encuentra Bernabé entre los biografiados.   

[28] Villagrán, Andrea, 2013, Ob. Cit.  

[29] Sostenemos esta hipótesis en Nanni, Facundo, 2014, Ob. Cit., pp. 88-100.