UNA NACIÓN PARA LA IGLESIA ARGENTINA. CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO Y JURISDICCIONES ECLESIÁSTICAS EN EL SIGLO XIX

 

 

Martínez, Ignacio, 

Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 2013, páginas 576. 

 

 

El libro es una versión de la tesis de doctorado en Historia defendida por el autor en la Universidad de Buenos Aires en 2009, premiada en 2011 por la Academia Nacional de la Historia en la categoría de obras inéditas. En Una Nación para la Iglesia Argentina, título que alude al clásico libro de Tulio Halperín Donghi, se estudian los conflictos suscitados por los ajustes de las jurisdicciones civiles y eclesiásticas en el Río de la Plata entre 1810 y 1865. En especial, las tensiones generadas en torno al ejercicio del patronato por parte de los gobiernos pos revolucionarios: una figura jurídica que nucleaba las potestades del monarca español sobre las instituciones religiosas en el mundo hispanoamericano, entre ellas, la de nombrar al personal eclesiástico.

 

El libro, que combina con solvencia historia política e historia del derecho, sigue con minuciosidad los debates generados a lo largo de más de medio siglo en las diferentes provincias y, tras la Constitución de 1853, en el espacio de la Confederación Argentina y en el Estado de Buenos Aires. 

 

Una de las virtudes que se aprecia ya en la introducción es la claridad con la que se formulan las hipótesis y se desarrollan los argumentos. Se percibe además una constante preocupación por explicitar las tesis que se defienden, basándose en un estilo de escritura fluido y frontal, que permite que la complejidad de los debates abordados no ocluyan la comprensión de los procesos más generales que se van desprendiendo del análisis. Los pormenorizados desarrollos de los capítulos se cierran siempre de manera concisa sirviendo de esa manera de trampolín para el abordaje de los problemas que se abrirán en el siguiente.

 

El libro puede leerse desde muchos ángulos pero uno de los más significativos es sin dudas el de la historia de la Iglesia -en directa relación con la construcción del Estado-, tópicos que se renovaron fuertemente en las últimas décadas y en los que Martínez profundiza. Para ello, como se aclara en la introducción, resulta fundamental comprender  -como señaló Roberto Di Stefano para el Río de la Plata hace ya algunos años- que en el período colonial "la Iglesia", tal como la entendemos hoy, no existía. Las instituciones religiosas estaban profundamente entrelazadas con los distintos niveles de la administración e imbricadas con los ámbitos de poder de la sociedad. Incluso corrientes luego vinculadas a identidades laicas, como la ilustración -nos recuerda el autor- eran difundidas y aprehendidas en una matriz católica. Por tanto, las medidas tomadas por la autoridad temporal en materia eclesiástica no eran una “intromisión” sino un aspecto inherente al régimen colonial basado justamente en la fusión de lo religioso con lo temporal y en la superposición jurídica entre comunidad política y comunidad religiosa. Martínez muestra en sucesivos capítulos, a través de los debates y conflictos suscitados por el ejercicio del patronato, cómo se va produciendo en diferentes registros la desestructuración de ese régimen colonial. La Iglesia y el Estado, hacia el final del período estudiado, emergen en dicho registro como subproductos del proceso, resultados de la progresiva diferenciación estructural de la religión, la sociedad y la política. En otras palabras, como consecuencia de lo que la teoría social contemporánea entiende como secularización.

 

Definidas estas coordenadas generales, una de las ideas basales del libro, sobre la que se montan buena parte de las argumentaciones posteriores, es que la necesidad de conservar el patronato como atributo de la soberanía implicó una limitación de la independencia de los Estados provinciales tras la revolución en la medida en que, dadas las tensiones jurisdiccionales, ya no podía reproducir plenamente en su escala el gobierno eclesiástico, dando pie al fortalecimiento indirecto de dos poderes supraprovinciales:  la Santa Sede y el Encargado de Relaciones Exteriores.

 

Partiendo de esta constatación, el libro sigue -sobre todo a lo largo de la segunda parte- el desenvolvimiento en el período confederal de dos tendencias secularizadoras fundamentales: por un lado, la concentración de la autoridad eclesiástica en paralelas con la concentración de la autoridad temporal, de la mano de la centralización del gobierno eclesiástico en la figura de Rosas erigido en árbitro de los conflictos e intermediario entre la Santa Sede y las iglesias locales. Por otro, la progresiva diferenciación y configuración de las jurisdicciones de lo espiritual y lo temporal. En ese plano, Martínez también se hace eco de la renovación de los últimos años para señalar que la diferenciación, lenta y zigzagueante, no fue el producto de una política de descatolización sino una consecuencia de la debilidad del poder temporal para ejercer las jurisdicciones eclesiásticas desde que las provincias, limitadas en el ejercicio del patronato, debieron admitir atribuciones específicas al papa y a sus delegados. Más aún en el caso de la provincias que no contaban con sede episcopal. En este sentido, analiza Martínez, los intentos por adoptar un modelo galicano de Iglesia no alcanzan para disimular la autoridad e influencia que el nuncio de Río de Janeiro y su corresponsal Escalada tuvieron sobre el Río de la Plata. Este es sin dudas uno de los principales aportes del libro y una de la conclusiones más potentes: Martínez demuestra que la fortaleza de las autoridades eclesiásticas vinculadas a Roma promovió la diferenciación al poner límites en el ejercicio de las funciones espirituales a los gobiernos posrevolucionarios que aunque intentaron mantener el modelo colonial se vieron obligados a transformarlo y hasta cierto punto abandonarlo. Asimismo, se matizan -o al menos se problematizan en este plano- las tesis hoy ya clásicas de José Carlos Chiaramonte puesto que para entender las transformaciones seguidas en el libro es preciso tener en cuenta las lógicas supraprovinciales que convivieron con los Estados-provincia.

 

En la tercera parte, Martínez se centra en los cambios de estos ejes tras Caseros, ya en el marco de la construcción del Estado federal. Por un lado, a través del estudio de la conformación de un “patronato nacional” -que el autor relaciona en parte con la incapacidad de las provincias para hacer efectiva su autonomía en materia religiosa- y, por otro, a través de los debates irresueltos en la etapa rosista sobre el lugar que la religión católica debía ocupar en el Estado. Si bien con el "umbral" revolucionario se operó la distinción jurídica entre el ciudadano y el fiel -en los términos de la conceptualización de Baubértot que el autor recupera-, esto más que un punto de llegada constituyó el de partida para una serie de interminables debates. En parte porque las instituciones religiosas controlaban desde hacía siglos mecanismos esenciales de reproducción social que un Estado en plena formación no estaba en condiciones de asumir, por ejemplo, el registro de los nacimientos y las defunciones. Lo mismo ocurría con los matrimonios, lo que implicaba además que los tribunales eclesiásticos influían en la sucesión patrimonial. Por otro porque la religión católica no era vista como necesariamente reñida con el progreso y las necesidades de la Argentina moderna. Por el contrario, como sugieren varios pasajes del libro, fue frecuentemente defendida como un dispositivo moral imprescindible para gobernar, aun cuando el poder político ya no se legitimara sobre bases religiosas.  Los debates constitucionales entre 1853 y 1860 -como los que siguieron- giraron precisamente en torno a ese eje en donde el libro realiza otro aporte relevante: nos presenta a unas élites políticas confederales y a unos “liberales” que, a diferencia de lo que ocurría en otros espacios hispanoamericanos, no adoptaron -ni pretendieron adoptar- modelos “liberales” de secularización, tendientes a la separación jurídica.

 

El libro culmina finalmente identificando en los debates de los años sesenta las fronteras al interior de las cuales se continuará discutiendo en las décadas siguientes el lugar de la  religión y, más puntualmente, los vínculos Iglesia-Estado.

 

En este punto, más allá del evidente interés del libro para los historiadores de la religión y la política del siglo XIX, Una Nación para la Iglesia argentina resulta sumamente estimulante también para aquellos preocupados por los procesos de construcción de laicidades. Un plano en el que la obra tiene mucho para decir sobre el siglo XX e incluso sobre nuestro presente.  Martínez proporciona claves fundamentales para entender la historia de las relaciones entre la política y la religión en la Argentina contemporánea y ofrece también valiosos insumos para alimentar el debate actual sobre las los "umbrales" de laicidad y la necesidad de revisar el llamado "pacto laico" que, resultado en parte de los procesos estudiados en el libro, se forjó hacia fines del siglo XIX basado en la profundización de la relación entre la Iglesia y el Estado. El autor no proporciona respuestas para estos dilemas pero, al seguir los debates que en torno a tópicos semejantes se desarrollaron en el siglo XIX, ofrece pistas valiosas para intentar construir socialmente respuestas y delinear rumbos. En un plano, porque nos advierte sobre muchas de las naturalizaciones políticas y culturales que siguen animando el debate actual: empezando por el mito de la “nación católica”. En otro, porque el libro muestra que las “respuestas” fueron y serán siempre provisionales, resultados de la negociación social y política y no fórmulas esenciales, fundadas sobre el hallazgo de tales o cuales verdades inobjetables de la historia.

 

Por todo ello, Una Nación para la Iglesia argentina constituye un recorrido necesario e ineludible para todo aquel interesado en nuestro pasado y presente en materia religiosa y política.

 

 

Diego Mauro

Universidad Nacional de Rosario/ ISHIR-CONICET