Revista
Andes, Antropología e Historia
Vol. 1, Nº 31, Enero-Junio de 2020
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obra está bajo licencia de Creative Commons Atribución - No Comercial CC
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https://creativecommons.org/licenses/by-nc/4.0/ ISSN Nº 1668-8090
EL MODELO NORTEAMERICANO COMO IDEAL EN PUGNA:
ENTRE LA REPÚBLICA CRISTIANA Y EL REINO DE LA LIBERTAD INDÓMITA (BUENOS
AIRES, 1855-1860)
THE AMERICAN MODEL AS A DISPUTED IDEAL:
BETWEEN A CHRISTIAN REPUBLIC AND THE REIGN OF UNFETTERED FREEDOM
(BUENOS AIRES, 1855-1860)
Diego Castelfranco
UCA/UdeSA/CONICET
Buenos Aires, Argentina
dcastelfranco@gmail.com
Fecha de ingreso: 04/04/2019
Fecha de aceptación: 03/03/2020
Resumen
El artículo analiza las diferentes
apropiaciones del modelo norteamericano que un conjunto de actores,
pertenecientes a la elite política e intelectual de Buenos Aires, desplegó
durante la década de 1850 y a comienzos de la década de 1860. Más
específicamente, se centra en un conjunto de polémicas periodísticas que
involucraron a Félix Frías, Domingo Faustino Sarmiento y Héctor Varela en 1855
y 1856, en primer lugar, y en los debates desarrollados durante la Convención
Reformadora de la Constitución Nacional de 1860, en segundo término. Se afirma
que las comprensiones divergentes de la republica norteamericana se enmarcaron
en dos lenguajes políticos diferentes. Uno de ellos, articulado por un
emergente laicado porteño, contemplaba la libertad en clave negativa y
observaba en los Estados Unidos una democracia genuina merced a su carácter
cristiano, en cuanto dicha religión permitía contener las pasiones de los
sujetos. El segundo, en cambio, manifestaba una imagen positiva de la libertad
y ensalzaba las instituciones norteamericanas al sostener que no ponían trabas
a la libre acción de los individuos.
Palabras
claves: Félix Frías, Domingo Faustino
Sarmiento, Estados Unidos, Siglo XIX, Cristianismo
Abstract
The article analyzes the different
appropriations of the North American model that a group of actors, belonging to
the political and intellectual elite of Buenos Aires, put forward during the
1850s and early 1860s. More specifically, in the first place, it focuses on
journalistic controversies that involved Félix Frías, Domingo Faustino
Sarmiento and Héctor Varela in 1855 and 1856, and, in the second place, during
the debates that took place during the Reform Convention of the National
Constitution of 1860. It considers that
the divergent understandings of the North American republic were framed in two
different political languages. One of them, associated with an emerging Buenos
Aires laity, regarded freedom in a negative way and observed a genuine democracy
in the United States because of its Christian character, in so far as this
religion permitted to contain the passions of the subjects. The second one
expressed a positive image of human freedom, emphasizing the ample liberties
that the American institutions permitted.
Keywords: Félix Frías, Domingo Faustino Sarmiento, United States, 19th century, Christianism
El presente artículo indaga sobre las representaciones antagónicas
acerca de los Estados Unidos que un conjunto de actores, pertenecientes a la
elite política e intelectual porteña, articularon durante la década de 1850 y a
comienzos de la década de 1860. Se centra, en primer lugar, en una serie de
polémicas desarrolladas tras la aparición del periódico El Orden,
fundado por Félix Frías y Luis Domínguez, que opusieron las nociones postuladas
por dicho diario a aquellas desplegadas por La Tribuna –en
manos de los hermanos Varela- y El Nacional –dirigido
durante aquellos años por Sarmiento-. En segundo lugar, el trabajo analiza las
discusiones surgidas durante la Convención Reformadora de la Constitución
Nacional, en 1860, sobre el papel que debía ocupar la religión católica en la
carta constitucional.
Este conjunto de combates retóricos, desplegados en una esfera pública
que había protagonizado una fuerte expansión tras la batalla de Caseros,
involucraron la apelación al ejemplo de los Estados Unidos como una herramienta
para legitimar perspectivas diferentes sobre el modelo político al que Buenos
Aires -y el país entero- debía ceñirse[1].
Dicha república, así, actuó como una suerte de espejo que devolvía a los
distintos interlocutores una imagen que reflejaba sus propias convicciones y
proyectos políticos. En este trabajo se afirma que este conjunto de polémicas –las
cuales, en su mayor parte, giraron en torno a los conceptos de libertad y de
progreso, junto a un interrogante de carácter general sobre el papel social y
político de la religión en la Buenos Aires del período - dieron lugar a dos
posiciones antagónicas como consecuencia de los diferentes lenguajes políticos que
estructuraron las intervenciones de sus participantes[2].
A su vez, dicha recuperación selectiva del ejemplo norteamericano se vio
atravesada por las crecientes disonancias entre un sector de católicos
“clericales” –que defendían una perspectiva religiosa vinculada al catolicismo
ultramontano, y postulaban que la Iglesia, en cuanto “sociedad perfecta”, debía
ser liberada de cualquier injerencia estatal, aunque sin cercenar su vínculo
con el Estado- y otro de católicos “anticlericales”–quienes, desconfiados con
respecto a la Iglesia romana, procuraban erigir diques que contuvieran su
influencia en el país, a la par que anhelaban una Iglesia que respondiera a los
intereses nacionales -que se incrementaría con el correr de la década-[3].
Si bien diversos trabajos han estudiado la centralidad de la república
norteamericana como modelo para las elites políticas e intelectuales argentinas
durante la segunda mitad del siglo XIX[4],
resultó por lo general soslayada su apropiación por un emergente grupo de
laicos católicos que anhelaban conciliar su perspectiva ultramontana con una
cierta comprensión del liberalismo. Estos “católicos liberales” locales, entre
los que destaca Félix Frías durante el período aquí comprendido -y José Manuel
Estrada durante las décadas siguientes-, compartieron el entusiasmo
generalizado por el ejemplo de los Estados Unidos, aunque otorgándole un
sentido muy diferente que el que solía primar al referir a él.
Durante su exilio en Francia,
entre 1848 y 1855, Frías había abandonado el lenguaje historicista que otrora
compartiera con los miembros de la Joven Generación Argentina para adoptar, en
cambio, uno centrado en la necesidad del orden, garantizado por un Estado
fuerte en alianza con la Iglesia católica. A partir de sus contactos con
autores europeos como el conde de Montalembert, Juan Donoso Cortés y Guizot –con
el fuerte giro teológico que el pensamiento tardío de este último había
manifestado-, el emigrado porteño desarrolló una perspectiva agustiniana que
contemplaba al hombre como un ser caído, corrompido esencialmente luego del
pecado adánico, que requería la guía de la providencia y de los dogmas
evangélicos para alcanzar la “verdadera” libertad. Si bien nunca abandonó la
centralidad de la democracia -y de la propia libertad- como el horizonte de
llegada de las sociedades modernas, consideró que sólo podría accederse a ellas
luego de que los sujetos hubieran sido moralizados por los dogmas del cristianismo[5].
Su mirada sobre el progreso, noción antes pivotal en su pensamiento,
tendió así a fracturarse: un “exceso” de progreso, comenzó a sostener, podía
conducir a un nuevo tipo de barbarie, identificada con aquel epítome de la
corrupción sensualista que había creído contemplar en las doctrinas
socialistas. Estados Unidos –al igual que Inglaterra, aunque esta última en
menor grado- se mostraba para él como una sociedad casi idílica: de acuerdo con
Frías, que realizó una peculiar lectura de La Democracia en América
de Tocqueville, los Estados Unidos encarnaban la tierra más libre y democrática
del globo porque nunca habían disociado dichas virtudes del espíritu cristiano.
Y no solo eso: a su modo de ver la población católica de dicho país constituía
el grupo más democrático de la entera nación.
Sarmiento y Varela ubicaron su reflexión sobre el caso norteamericano
en el marco de un lenguaje político muy diferente. Tanto uno como el otro se
habían convertido, durante la década de 1850, en paladines de la causa porteña
y en enemigos acérrimos de la confederación urquicista y del viejo orden
encabezado por Rosas. Sarmiento, que había también compartido el lenguaje
historicista propio de la Generación del 37, tendió a abandonarlo luego de su
viaje a Europa y los Estados Unidos en la década de 1840. Como sostiene Elías
Palti, creyó descubrir en las capacidades y potencialidades propias del sujeto
humano una vía de escape para la trampa determinista del historicismo[6].
Embelesado por la pedagogía de Horace Mann y por los textos de Tocqueville y
del jurista Joseph Story, confiaría en el poder de la educación popular para
liberar el yugo creador de los hombres y permitir su desarrollo movido al mismo
tiempo por el interés y por la virtud republicana[7].
En la década de 1850, estas nociones cristalizarían en una apoteosis de
la libertad como elemento fundamental para alcanzar el progreso nacional –un
progreso que, a diferencia de lo imaginado por Frías, revestía un carácter tan
lineal como permanente y autosostenido-. Tanto Sarmiento como Varela
afirmarían, de este modo, que resultaba fundamental modificar las instituciones
de Buenos Aires, sin mediar ningún período de transición, siguiendo el modelo norteamericano.
Manifestando una visión sobre la libertad en clave eminentemente positiva, en
cuanto inagotable capacidad del hombre para superarse a sí mismo, declamaron
que sólo permitiéndole actuar librado a su propia dinámica podría una República
Argentina todavía en ciernes alcanzar los primeros puestos entre las naciones
del mundo. Así, entre unos Estados Unidos contemplados como garantes de una
casi irrestricta libertad, o como el reino de un cristianismo que permitía
contener las pasiones de los hombres, los debates arreciarían[8].
La libertad y la democracia
norteamericanas en clave cristiana: la perspectiva de Félix Frías
Félix Frías retornó a Buenos Aires a mediados de 1855. Sus
largos años de exilio, que sucesivamente lo habían conducido a Montevideo,
Bolivia, Chile y Francia, llegaban así a su fin. El emigrado regresó
enarbolando aquella línea discursiva que había desarrollado a lo largo de la
década anterior, y cuya articulación había terminado de materializarse durante
su estadía en Europa. Para difundir en su ciudad natal el proyecto que abogaba
por la necesidad del orden como elemento central de la vida política, y de la
religión católica como insumo fundamental para alcanzarlo, Frías apeló a los
repertorios de acción que había incorporado durante las dos décadas previas:
contemplándose a sí mismo como un tinterillo –según
etiquetara Alberdi algunos años antes- se asoció a Luis Lorenzo Domínguez, otro
emigrado que había coincidido con él en la Joven Argentina, y fundó un
periódico titulado, justamente, El Orden. Si
entre sus contactos franceses y cierto sector de la elite chilena, sin embargo,
sus ideas habían encontrado un fuerte eco durante los años anteriores, la
situación sería muy diferente en el marco del escenario rioplatense: casi desde
un primero momento debió lidiar con la férrea oposición de los principales
periódicos porteños. La prédica del recién llegado, afirmaban -y muy
particularmente en lo relativo a sus apreciaciones sobre la religión-, nada
tenía que ver con la situación contemporánea de Buenos Aires. Desconfiaban
también de su excesivo énfasis en el orden y la concordia, en cuanto signos de
una potencial cercanía a los sectores vinculados a Urquiza o incluso a los
viejos defensores del rosismo.
El artículo inaugural de El Orden retomó
aquellos tópicos sobre los que Frías había escrito en París. Su intención,
afirmaba, era “propagar las opiniones moderadas y
religiosas” que profesaba, fundando un “diario
serio, órgano de la política conservadora y de los intereses morales de la
sociedad”[9].
¿Cómo entendía la política conservadora? Al modo en que lo hacían “los hombres más eminentes de Francia”: siguiendo una
política que resistiera a las “pasiones sin freno y el
abuso licencioso de las libertades pública”; combatiendo “el espíritu revolucionario en su hostilidad contra la autoridad
espiritual y civil”; procurando que la paz no esté solo en las
calles, “sino también en las conciencias, levantando el
sentimiento religioso que recuerda nuestras obligaciones para no abusar de los
derechos”[10].
¿Cuáles eran sus principales enemigos? El “espíritu
revolucionario” y, específicamente para el caso rioplatense, quienes adhirieran
a la “idolatría democrática”, cuyos excesos habían perdido al país luego de la
emancipación preparando el terreno para la anarquía y, por medio de ella, para
la tiranía. Sus ejemplos ideales, sólo alcanzables luego de que la sociedad
atravesara una profunda transformación moral, eran Inglaterra y Estados Unidos,
“los dos países más libres de la tierra, [que] no
han separado jamás sus creencias religiosas de sus opiniones liberales”[11].
Sin embargo, los modelos inmediatos no eran esas naciones, cuyos ciudadanos
habían ya interiorizado hacía tiempo las verdades evangélicas, sino aquellos
países sudamericanos que hubieran logrado construir un orden estable
gracias a una sólida autoridad estatal:
el Brasil imperial[12],
por un lado, y sobre todo la república chilena, que en su exilio había conocido
de primera mano.
De un modo similar a Alberdi, Frías
articuló su propia mirada sobre una “república posible” y una “república
verdadera”, alcanzable sólo en algún momento indeterminado del futuro cuando un
conjunto de factores la tornara asequible[13].
La comprensión del progreso que ambos autores sostenían, sin embargo, se introducía
en el marco de un lenguaje político ya muy diferente. Ambos habían creído
encontrar un elemento que escapaba al determinismo historicista –que tiempo
atrás había estructurado su pensamiento-, y que podían ser extrapolables a todo
tiempo y lugar. Alberdi veía en la dinámica de los factores económicos y en el
aprendizaje por y para el trabajo un elemento que podía importarse de Europa a
través de sus hombres y de sus capitales, para lo cual se requería un marco
legal y político ordenado, subordinado a una autoridad fuerte. El orden y la
autoridad eran también fundamentales para Frías, pero para impulsar un elemento
muy diferente: una moral religiosa, fiel a los principios del cristianismo –asociado
ahora plenamente con el catolicismo ultramontano- que era universal y que se
adecuaba por lo tanto a las necesidades de toda nación.
Por otro lado, mientras que el progreso se introducía para Alberdi en una concepción lineal
del tiempo histórico, que abría el espacio para un desarrollo continuo desde
una instancia bárbara y atrasada hacia una regida por la civilización, esto ya
no era así para Frías; a su modo de ver el progreso no revestía un carácter
lineal, sino que dependía de una mayor o menor adecuación a un conjunto de
valores cristianos que eran, en último término, atemporales. Lo esencial, por
lo tanto, no era propiciar una suerte de desaforado “salto hacia adelante”
–como propondrían una y otra vez los redactores de El Nacional
y La Tribuna, sus principales adversarios
retóricos-, sino el buscar siempre y ante todo un orden inspirado en los
principios del evangelio. En esta misma línea, sostuvo que cualquier entramado
institucional o tipo de gobierno que pudiera adoptarse era por completo secundario
frente a las cualidades morales de los individuos que lo componían.
En sintonía con la línea editorial de La Relijion, periódico con el que había colaborado y del que
luego devendría director, Frías propugnó desde El Orden
una visión fuertemente ultramontana del credo católico, del mismo modo que lo
había hecho en sus escritos franceses. Si bien, a diferencia del periódico
editado por Federico Aneiros y Olegario Correa, Frías y Domínguez no pretendían
hacer de su diario un órgano de intereses estrictamente religiosos, sino uno
abocado a cuestiones políticas y de interés general, la apelación a dicha
temática era inescindible del discurso de orden proferido por su redactor
principal. En sus palabras, “No hay orden social, no hay
paz, no hay gobierno posible, no hay prosperidad sólida, sin la creencia
religiosa”[14].
Si el pecado original de las
revoluciones sudamericanas había sido entender el liberalismo en clave
“irreligiosa”, la única solución posible consistía en retornar al seno de esa
Iglesia y ese catolicismo que previamente, según Frías, había sido condenado
como enemigo de la democracia. Y el modo de conseguirlo implicaría recuperar el
vínculo con Roma, donde se encontraba “el punto culminante de
nuestras relaciones exteriores”. En cuanto la Argentina era
católica, apostólica y romana, sostenía, resultaba imperativo que mirara hacia
la Santa Sede, depositaria de la autoridad suprema de la Iglesia, y que se
pusiera a disposición del Papa: “Sometámonos! Besemos
humildemente el pié del Sumo Pontífice é impetremos de su benignidad el arreglo
de nuestra iglesia, el arreglo inmediato, pronto, pronto, que en esto no hay un
instante que perder”[15].
Frías apoyó estas ideas delineando una
lectura de la historia francesa reciente en clave católica ultramontana,
asegurando que era esa la dirección que el mundo estaba tomando en los tiempos
recientes, y que constituía el verdadero progreso de los tiempos que corrían.
En sus palabras:
La Europa ha protestado, ha repudiado, ha refutado, por el órgano de
sus hombres más eminentes, todos esos errores de la filosofía del siglo XVIII.
Chateaubriand y De Maistre iniciaron á principios de siglo esa reacción
salvadora de la sociedad moderna. Muchos genios ilustres, tales como Bonald,
Ballanche, O’Connel, Montalembert, Veuillot, Gousset, Lacordaire, Ravignan, la
han continuado más tarde. Después del año 1848 sobre todo esa reacción ha
tomado más grandes proporciones. La iglesia francesa, tan renombrada por la
ciencia y las virtudes del clero, es hoy más adicta que nunca á la Santa Sede.
Thiers, Odilon Barrot, Berryer, Falloux, defendían ayer con superior elocuencia
en la tribuna los derechos y la independencia de la iglesia, y aplaudían esa
intervención francesa, que restauraba el trono del Sumo Pontífice[16].
Apelando a la enumeración de referentes
de autoridad, una de las estrategias retóricas más utilizadas por Frías, dicho
personaje hilvanó un relato que articulaba la visión de autores
tradicionalistas y reaccionarios, neo-católicos, católicos liberales e incluso
antiguos radicales –como Odilon Barrot- en un intento por demostrar que el
mundo avanzaba hacia un catolicismo que reconocía la primacía del Pontífice
romano y se alejaba tanto de la impiedad como del galicanismo[17].
El mundo a él contemporáneo, sostendría con vehemencia, se caracterizaba por
desechar los errores de la revolución francesa y edificar una nueva sociedad
fundada en el orden, la libertad moderada y el retorno al redil católico
–ultramontano-. La alternativa era tajante: o se aceptaba la primacía del
catolicismo como garante de una libertad limitada por los principios
evangélicos, o se estaba en las filas del “liberalismo irreligioso” cuyas
doctrinas fomentaban la inestabilidad social.
El ejemplo áureo al que Frías apeló,
sin embargo, no estaba constituido por una nación mayoritariamente católica
como lo era Francia, a cuyos publicistas remitió una y otra vez. Identificó en
cambio a la república norteamericana como su anhelado horizonte de llegada,
puesto que en dicho país, a su modo de ver, el desarrollo de la libertad y de la
democracia nunca había estado escindido de una moral intrínsecamente cristiana.
Ya en los años de su exilio chileno, cuando no había adherido todavía a una
perspectiva ultramontana de la fe católica[18],
el emigrado porteño había comenzado a señalar en los Estados Unidos a una
suerte de faro cuyo ejemplo debía guiar a las repúblicas de Sudamérica.
Partiendo de una lectura en clave estrictamente cristiana de La Democracia en América de Tocqueville, Frías había
sostenido que era dicha fe el principal sustento de las libertades disfrutadas
por esa nación. Afirmó también, a partir de la citada obra, que era el sector
católico de la sociedad norteamericana el que mostraba un mayor celo
republicano y democrático[19].
Dicha perspectiva se vio reforzada
luego de su traslado a París en 1848, donde su contacto con autores como el
conde de Montalembert, Juan Donoso Cortés, Lerminier y Guizot reforzarían su
convicción de que solo a través de la moral religiosa podían las naciones
alcanzar el orden y, eventualmente, la libertad y la democracia. Y, en este
marco, Estados Unidos –junto a Inglaterra- aparecían nuevamente como su modelo
de referencia. Como le escribiera a Montalembert, en una carta luego
reproducida por El Mercurio de Valparaíso:
Los códigos humanos no deben ser otra cosa que el reflejo, pálido como
todas las obras del hombre, pero fiel del código revelado. […] La Inglaterra y
los Estados Unidos, los dos únicos países de la tierra que hayan llegado por la
religión á la verdadera civilización, no han pedido los preceptos de su
libertad á los filósofos, que en nada creen, ni á los literatos, que lo creen
todo; los han aprendido en la Biblia; y la primera palabra pronunciada por
ellos al poner los cimientos de sus colosales monumentos fue siempre la de Dios[20].
Tras su retorno a Buenos Aires, Frías
pondría en suspenso algunas de las aristas más conservadoras y teológicas de su
discurso, en un intento por interpelar a un público que parecía mostrarse
reacio a tales perspectivas. Abandonó virtualmente por completo las referencias
a Donoso Cortés y a Balmes como referentes de autoridad, a la par que las
exposiciones que hacían del hombre un ser caído y atravesado siempre por el
pecado tendieron a perder el lugar de primacía que habían alcanzado en sus
escritos franceses. En este marco -y mientras procuraba defender su adscripción
a un “verdadero liberalismo” sustentado en la moral cristiana, reñido con el
“liberalismo fanático” de sus adversarios-[21]
su apelación al ejemplo norteamericano como horizonte de llegada al que Buenos
Aires y la Confederación Argentina debían encaminarse cobró aún mayor fuerza
para legitimar sus enunciaciones políticas. Como afirmó en uno de sus
artículos: “Respetamos el modelo [norteamericano], y declaramos
que los hemos respetado desde la niñez. Hemos bebido las ideas republicanas y
democráticas en las fuentes puras de los fundadores de la libertad
norte-americana. Somos calurosos admiradores de aquel pueblo eminentemente
religioso y libre”[22].
Aunque incluía, inmediatamente, una condición sin la cual el ideal
norteamericano resultaría inalcanzable: “Pero no creemos posible
practicar ya y sin preparación en nuestro país, víctima por tan largos años de
todo linage de desórdenes, esas grandes instituciones políticas, que suponen el
mas amplio desarrollo de una civilización cristiana”[23].
Dado que en Buenos Aires la moral
religiosa no dominaba aún la conciencia de los hombres, la imitación de las
libertades y de las instituciones políticas estadounidenses sólo podría
degenerar en anarquía, revolución y despotismo. Si los ciudadanos no habían
incorporado sólidamente los principios cristianos, era preciso que una
autoridad estatal fuerte, en alianza con la Iglesia, se los inculcara por medio
de la educación pública. El ejemplo inmediato que debía iluminar el camino de
las naciones sudamericanas no eran los Estados Unidos, por lo tanto, sino la
república chilena, católica y conservadora; allí regía la “libertad moderada”
pregonada por Frías, generando el marco, a su modo de ver, para un progreso más
lento pero también más estable.
Frías defendió su mirada en clave
cristiana del caso norteamericano apelando a diversos autores, entre los cuales
descolló Tocqueville. El editor de El Orden realizó
una lectura muy selectiva de La Democracia en América,
y sobre ella estructuró su discurso. Pudo afirmar, así, que: “‘El espíritu de libertad, y el espíritu de religión, son los elementos
de la civilización anglo-americana’. Esto no lo dice Mr. Montalembert, sino Mr.
Tocqueville, autoridad que no puede ser sospechosa”[24].
Mientras distintos periódicos porteños multiplicaban sus denuncias sobre el
“fanatismo” del antiguo emigrado, éste comenzó a referir a autores que no
pudieran ser identificados con el catolicismo ultramontano –bajo cuya luz era
posible identificar a Montalembert, entre otros- y sobre los cuales, por lo
tanto, no pudiera caer ninguna “sospecha” de este tipo.
En ese mismo sentido citó un pasaje de La liberté aux états-unis [1849], redactado por Michel
Chevalier, en que hizo una total abstracción de las argumentaciones económicas
realizadas por dicho autor para recuperar uno de los pocos pasajes en que
refería a la importancia de la religión para la libertad norteamericana. Pudo
así afirmar, remitiendo a dicho autor, que:
En Norte-América, es un principio
sólidamente establecido en los Estados que dan el tono, que la república no
tiene otros fundamentos sólidos que la religión, la moral, la sencillez de
costumbres. En consecuencia se exije de todo hombre que se muestre religioso,
esposo fiel, que sea sencillo y modesto en su modo de vivir. Podéis ser lo que
os parezca: metodista, calvinista, luterano o católico: pero honraréis a Dios,
le prestaréis homenaje en el templo, y si no la sociedad entera os repudiará[25].
La recuperación que Frías realizó de
estos publicistas, como antes se sostuvo, resultó sumamente selectiva. Al
enumerar las religiones “aceptables” que podían ser profesadas en los Estados
Unidos, Chevalier había incluido también la “religión natural” de los cuáqueros
y el mahometanismo[26];
en la reproducción realizada por Frías, sin embargo, éstas fueron directamente
eliminadas.
La peculiar recepción de estos textos
realizada por el editor de El Orden no se limitó a excluir de las religiones
legítimas a las que se ubicaran por fuera del cristianismo –o que se
encontraran en sus márgenes- para explicar los progresos norteamericanos, sino
que apuntó a identificar al catolicismo como la fuerza que en mayor medida impulsaba
la democracia en dicho país. En sus palabras: “En los
Estados Unidos el catolicismo hace cada día mas señalados progresos, como lo
revelan las cifras estadísticas; y son los católicos en aquel país la porción
más democrática de su población”[27].
Frías convertía un argumento específico de Tocqueville, que contemplaba al
catolicismo como particularmente favorable a la libertad e igualdad
republicanas en el contexto particular de los Estados Unidos, en un argumento
de carácter universal[28].
La mayor omisión de Frías al recurrir a
la autoridad de estos autores –y de otros personajes, tales como Washington,
Hamilton, Franklin, Jefferson y Millard Fillmore-[29],
sin embargo, tenía un carácter diferente. Tocqueville, muy en particular, había
otorgado un peso importante al “espíritu religioso” para el desarrollo de la
democracia norteamericana. Pero lo había hecho bajo una condición fundamental:
que los asuntos confesionales se mantuvieran cercenados de la esfera política y
estatal, y que los sacerdotes, cualquiera fuera su denominación, abocaran sus
tareas estrictamente a las regiones del espíritu[30].
Mientras en la Buenos Aires de aquellos años comenzaba a ensancharse una brecha
entre los católicos “clericales” y los católicos “anticlericales”[31],
Frías se convirtió en el campeón de la postura que defendía la unión entre la
Iglesia católica y el Estado –más allá de que eso no menoscabara su apoyo a la
“tolerancia” de los cultos disidentes-. A su modo de ver, dado que los
habitantes de Buenos Aires no habían internalizado la moral cristiana, y que
eran mayoritariamente católicos, las instituciones estatales debían coligarse
con las eclesiásticas para llevar adelante el proyecto que educaría a la
población en los principios de la religión. Por ese motivo, su referencia a
autores como Tocqueville y Chevalier, pero también a Montalembert –para quien
la Iglesia y el Estado debían estar legalmente, aunque no espiritualmente, separadas-
no podía más que ser parcial en sumo grado.
Los Estados Unidos como tierra de libertad y ejemplo del “salto” hacia
el progreso
Las ideas vertidas por Frías en El Orden no pasaron inadvertidas en el campo periodístico
porteño. Poco después de su aparición, los dos diarios más importantes que se
editaban en la ciudad, La Tribuna y El Nacional, hicieron de él su principal antagonista. Las
polémicas se intensificaron particularmente en 1856. Ese año la elite política provincial se
dividió en dos facciones, con miras a los proyectados comicios legislativos:
“progresistas” -vinculados a la facción de los llamados Pandilleros- y
“conservadores” -asociados con los Chupandinos-. Los primeros recibieron el
apoyo de El Nacional y La Tribuna, y tuvieron
como eje el Club de la Guardia Nacional; los segundos tuvieron su principal sostén
frente a la opinión pública en El Orden, y sus
defensores se aglutinaron en la red de clubes parroquiales de la provincia[32].
Este conjunto de combates retóricos, así, cobró un carácter particularmente
álgido al vincularse a los apoyos diferenciados que sus protagonistas otorgaban
a las distintas listas electorales, que conducirían al recambio de los diputados
bonaerenses.
Los pandilleros, como señala Mariano
Aramburo, se oponían radicalmente a la figura de Urquiza y rechazaban toda
política o tendencia que supusiera un acercamiento o “fusión con la
Confederación. Los chunpandinos, en cambio, “eran un amplio y mayoritario grupo
que incluía federales alineados tras Lorenzo Torres, ex rosista que había
defendido la causa porteña después de Caseros”[33].
Más allá de sus distintas posturas sobre la religión y sobre el modelo político
que tanto Buenos Aires como la nación debían seguir, los Varela y Sarmiento
denostaron también a Frías por asociarse, en el contexto de las elecciones
provinciales de 1856, con ese segundo grupo. Su posición vacilante con respecto
al vínculo entre el recientemente fundado Estado de Buenos Aires y la
Confederación, que anteponía la búsqueda de una pronta unión consensuada ante
cualquier otra vía, le valdría posteriormente motes como “fraile vendido al oro
de Urquiza”. A pesar de los conflictos, tanto políticos como ideológicos, que
separaban a los antagonistas en dichas polémicas, todos podían sin embargo acordar
en un punto: la hermana República del norte era el ejemplo que debía seguirse
para alcanzar la grandeza de la nación. Pero las formas de interpretarla, como
se ha ya señalado, variaban significativamente de acuerdo a las posiciones que
dichos personajes ocupaban en la caldeada grilla facciosa del período.
La Tribuna había
sido fundada por Héctor y Mariano Varela –hijos del fallecido Florencio Varela-
en agosto de 1853. Aunque sus redactores habían apoyado inicialmente el
proyecto de Urquiza, luego de la revolución del 11 de septiembre se
convirtieron en paladines de la secesión bonaerense y adoptaron un programa que
defendía ante todo los valores de la libertad, la democracia y el progreso. El
mismo día que comenzó a publicarse El Orden, y al
mismo tiempo que saludaban respetuosamente su aparición, publicaron un artículo
que parecía actuar como un manifiesto de sus ideas, casi simétricamente
opuestas a aquellas que postularía el periódico de Frías y Domínguez[34].
Los redactores de La Tribuna
afirmaban allí que la mayor parte de los males del país tenían su origen “en la aplicación viciosa de ciertas locuciones generales: Paciencia!
Paciencia! Todavía no es tiempo! El país no está preparado para eso! Hace
cuarenta años”, continuaban, “que se repiten esas
palabras malditas, toda vez que una reforma ó una innovación se pretende
introducir en nuestro país”[35].
Por culpa de ese funesto terror a la innovación, a su modo de ver, los pueblos
hispanoamericanos se rezagaban y permanecían fijados en su lugar mientras que
las naciones anglosajonas del continente avanzaban. ¿Cuál era el camino que
permitiría resolver ese problema? No una adecuación de las instituciones a las
capacidades y posibilidades de la propia tierra, como habían afirmado los
románticos y, aunque en un sentido diferente, seguía afirmando Frías. Para
igualar a las naciones avanzadas del globo era necesario imitarlas, sin
pretender “que los hijos de esta tierra son menos y todavía no
están preparados”[36].
El modelo por excelencia era Estados Unidos, aunque contemplado de un modo muy
diferente al que aparecería expuesto en las páginas de El Orden.
Los redactores de La Tribuna ensalzaban el avance
frenético protagonizado por Texas y California debido, sostenían, al constante
salto hacia el futuro que caracterizaba el accionar del yankee:
En las manos de la Rutina, aquellos países [Tejas y California] eran
poco menos que nuestra campaña; el go-a-head del atrevido Yankee los transformó
en lo que son hoy día; un emporio de prosperidad y de riqueza que marcha á un
engrandecimiento indefinido.
Adelante! Ahead! Ahead! Hé aquí el grito de guerra con q’ el americano
del norte aterroriza y ahuyenta esos búhos de funestos presajios, cuyo fúnebre
chillido alarma á los hombres débiles y afemina á los pueblos nuevos […].
Siempre es tiempo para mejorar, siempre es tiempo para adelantar, siempre es
tiempo para aprender, para prosperar, para elevar su país al rango y la altura
que debe tener[37].
Para que esta marcha ascendente del
progreso fuera habilitada era necesaria la mayor expansión posible de un
régimen de libertad y democracia. En ese sentido, si Frías consideraba que era
preciso restringir las libertades públicas, y particularmente la de imprenta[38],
los hermanos Varela la contemplaban como uno de los baluartes esenciales para
la salvaguarda de dichos valores: “Demócratas hasta el
infinito, miramos la libertad de pensamiento, como indispensable para la
conservación de nuestro sistema. Es la garantía positiva de la libertad; el
centinela que vela constantemente por el bien común”[39].
Un régimen democrático, por otro lado, no se alcanzaría después de que los
hombres estuvieran preparados para ello, sino que debían ser las instituciones
las que lideraran el movimiento progresista. Sólo cuando, siguiendo el ejemplo
norteamericano, “la
institución de las municipalidades sea una verdad y un hecho práctico en
nuestro país”, y cuando se expandiera la práctica del juicio por
jurados, entre otras, “podremos decir que nuestro
modo de ser político es democrático”[40].
Por ese motivo, al afirmar Frías en uno de sus artículos que “El peor de los gobiernos es preferible a la mejor de las revoluciones”,
la crítica emitida desde La Tribuna fue
demoledora: el viejo emigrado fue tachado de “absolutista”, y sus ideas, se afirmó
desde el periódico, no sólo eran condenatorias de la Revolución de Mayo y del
movimiento anti-rosista, sino del propio mensaje de Jesucristo. Intentando
revertir la significación que Frías otorgaba al cristianismo, en cuanto
principal sostén del orden social, éste fue presentado como parte de un gran
movimiento revolucionario:
para concluir, preguntaremos al Orden: ¿condenará esa gran revolución
que se operó diez y ocho siglos ha, y cuyas ramificaciones abrazaron el mundo
entero? Condenará el cristianismo? ¿y qué otra cosa más fue el cristianismo
sino una gran revolución cuyo gefe fué Cristo, su bandera la cruz, su teatro el
mundo, y su objeto la redención del género humano?”[41].
El sentido del cristianismo, como ya se
afirmó, se encontró fuertemente disputado en la Buenos Aires de este período
entre quienes, como Frías y los redactores de La Relijion,
lo pensaban como un factor de orden y de regeneración moral, encarnado en una
“sociedad perfecta” de carácter global que tenía su centro geográfico y
espiritual en Roma, y quienes, como los hermanos Varela, veían en él un factor
humanitario de progreso, portador de los ideales de libertad e igualdad y
sometido mayoritariamente a los intereses y necesidades de la sociedad local.
Así, desde La Tribuna se lo podía incluir en la
misma línea de un gran movimiento revolucionario que signaba la época por ellos
vivida y que finalmente conduciría, a partir de su caos creador, a la
institucionalización de un orden:
Los sucesos prósperos como los contrastes de la reacción, las victorias
como los reveses de la libertad, los triunfos como las derrotas de la
democracia, todo es igualmente útil á la revolución. Su objeto está designado,
y trazado su camino; realizar la disolución de la vieja sociedad, empujándola
hasta el estremo límite de la anarquía, y proceder á la construcción de la
sociedad nueva, fundándola sobre una ciencia social, que establezca la unidad
en las ideas y en las creencias, y sobre una sanción religiosa que instaure la
unidad en las voluntades y en las acciones. Solamente entonces acabará la época
de la revolución porque habrá sido inaugurada la época del orden social[42].
Los hermanos Varela, que reivindicaban
el papel de campeones del anti-rosismo y de la lucha contra los resabios de
barbarie que aún pudieran restar en la sociedad porteña, cantaban loas a una
libertad magmática de la cual nacería el progreso futuro. Y el ejemplo
norteamericano, encarnado sobre todo en el dinamismo de Texas y de California, emergían
como el epítome de dicho proceso a la vez que como el ejemplo que Buenos Aires
debía imitar para adentrarse en la senda de ese progreso en apariencia tan
próximo.
Sarmiento desarrolló una estrategia
similar desde las páginas de El Nacional,
que era, junto a La Tribuna, el periódico de mayor
presencia en la Buenos Aires de esos años[43].
El sanjuanino también afirmó que era necesario copiar instituciones foráneas
para asegurar el crecimiento del país, marcando su quiebre definitivo con el
modelo historicista de la Nueva Generación. El problema de la Argentina no
había sido, per se, la imitación de modelos
extranjeros, sino el haber copiado los modelos equivocados: “No está el error en haber imitado y aún plagiado, sino en haber copiado
pésimos modelos, y esos son los que nos ha dado la Francia, en la revolución
del 89, en el imperio, en la restauración, en la república y en el socialismo”[44].
El modelo que debían seguir, como lo había venido afirmando desde fines de la
década de 1840, era en cambio el norteamericano, que sancionaría la entrada al
reino de la libertad. Según la opinión de Sarmiento,
el progreso es fruto de la libertad que pone en movimiento febril la
inteligencia y el capital. Y el hecho práctico aquí desmiente la idea del
progreso lento, paulatino, moderado. El progreso ha sido exabrupto, repentino,
rápido. En tres años se ha hecho lo que Chile, por ejemplo, ha dado en treinta
en lo material[45].
Si
alguna vez Sarmiento se había plegado a los modelos del historicismo, afirmando
que era preciso adecuar las instituciones políticas a las creencias y
costumbres rioplatenses, su estadía en los Estados Unidos durante la década de
1840 lo había convencido de que solo la libertad podía permitir a los hombres eliminar
los obstáculos que impedían un impulso intrínseco a marchar en la senda del
progreso[46].
Así, frente a una Buenos Aires a la que la libertad recuperada tras la caída de
Rosas parecía estar permitiendo enormes avances en el plano material, condenó
cualquier perspectiva que procurara refrenar la erección de instituciones
libres –que siguieran el modelo norteamericano- en dicha provincia. Esto
incluía no solo a los planteos de Frías, teñidos de un prisma moral y
cristiano, sino también aquellos que adjudicaba a Alberdi, con su cautelosa
propuesta de que, en el corto y mediano plazo, resultaba preciso que la
Confederación Argentina adoptara la forma de una autoritaria “república
posible”. Al referir a las creencias del “partido moderado”, Sarmiento escribía
que:
Este partido, cuyos sostenedores se llaman a sí mismos sensatos,
juiciosos, moderados, llama á sus adversarios locos, inmoderados, insensatos.
[…] Los escritos de Alberdi están llenos de esa fraseología. Son los Estados
Unidos un modelo, que en cuanto á la libertad política lo aplauden, con la
única restricción de que no nos hallamos á la altura de la civilización
conveniente para adoptar sus instituciones[47].
Pero, de acuerdo con el redactor de El Nacional, los Estados Unidos habían alcanzado en 1776,
cuando adoptaron sus instituciones, un nivel civilizatorio menor al que en ese
momento disfrutaba Buenos Aires. Tampoco podía adjudicarse su buen
funcionamiento al predominio en dicho país de la “raza sajona”, puesto que ese
mismo predominio podía observarse en Canadá, Alemania e Inglaterra y, sin
embargo, la república norteamericana “les exceden en libertad y
civilización”[48].
Para Sarmiento, de este modo, la noción alberdiana de que el “trasplante” de la
población europea era preciso para modificar las costumbres locales, en cuanto
premisa fundamental para la erección de instituciones libres, no podía más que
ser espuria[49].
No era Alberdi sino Frías, en cualquier
caso, el principal antagonista retórico de Sarmiento cuando escribía dichas
líneas. Para socavar la imagen que dicho personaje había postulado sobre los
Estados Unidos, se introdujo también en el terreno al que éste prestaba mayor
atención: el religioso. Sarmiento, al igual que Frías, consideraba que la
religión cumplía un papel importante para el funcionamiento de la democracia
norteamericana[50].
Pero si este último planteaba que el cristianismo actuaba como virtualmente el único elemento capaz de garantizar las amplias libertades de
los norteamericanos, a la vez que procuraba destacar la primacía del
catolicismo en dicho plano, Sarmiento se explayaría sobre dicho punto de un
modo muy diferente. Enfatizó, así, la absoluta libertad de cultos que regía en
dicho país. “Esto repiten”, sostuvo, “treinta constituciones y á la de la Unión entre las limitaciones
puestas á la soberanía ejercida por el Congreso, se le puso la de ‘no dar leyes
respecto de establecimiento de una religion, ó la prohibición de otra’”[51].
Podía afirmar, así, que:
Este es el pueblo modelo en espíritu religioso, y al que se nos propone
imitar. Se nos dice que nosotros no hemos llegado á esta altura de sentimientos
religiosos, para poner en nuestras constituciones tales declaraciones. Luego entonces
no se invoquen torcidamente las palabras raza, civilizaciones, religión para
sostener contrasentidos. Si no son eminentemente religiosos aquellos
principios, no eran eminentemente religiosos los autores de esas instituciones;
y si no queremos hacer lo que tan insignes varones y pueblos tan religiosos
hacen y practican, no nos reputemos más religiosos que los que quieren tales
cosas[52].
Al contemplar la experiencia
norteamericana, Sarmiento subrayó un elemento que Frías luchaba
dificultosamente por soslayar: el hecho de que el gran ejemplo de este último,
un país donde las libertades públicas se encontraban intrínsecamente asociadas
al espíritu cristiano, sostuviera como uno de sus principios fundamentales la
no injerencia –teóricamente, al menos- del poder político sobre la esfera
religiosa. El editor de El Nacional podía
así revertir la apelación que su antagonista realizara al caso norteamericano
para encontrar en una libertad que fuera lo más extensa posible, incluso en el plano
espiritual, el fundamento de los progresos realizados por dicho país[53].
Sarmiento podía preguntarse, entonces: “¿Qué es el progreso? Es ir hacia adelante, es mejorar intelectualmente,
moralmente, materialmente”[54].
Para poder nutrirse de sus frutos eran necesarios tres elementos fundamentales:
“Depende”, en sus palabras, “de la libertad, de la inteligencia y del capital de que un pueblo goza”[55].
Dado que los Estados Unidos –y California en particular, durante aquellos años-
gozaban de dichos elementos en mayor medida que cualquier otro país de Europa o
América, su avance lideraba la marcha del mundo entero. Por ese mismo motivo
debía denunciarse el programa de aquellos que, como Frías y Alberdi, se
llamaban a sí mismos “moderados”: porque intentar contener una de las tres
potencias que hacían a la puesta en marcha del progreso, en este caso la
consolidación de instituciones libres y democráticas, no podía más que resultar
en una importante merma del desaforado salto hacia adelante que se buscaba. Del
mismo modo que Héctor Varela había enaltecido una libertad magmática que
conduciría inexorablemente al adelantamiento y fortalecimiento de Buenos Aires,
Sarmiento podía considerar que, incluso si menoscababa la inmediata consecución
del orden, solo la libertad podía garantizar que las potencias del progreso se
desenvolvieran sin trabas. Como sostenía en uno de sus artículos:
En Buenos Aires había hasta 1851 capitales, y no se notaba progreso:
había orden, mucho orden, y no había progreso; había inteligencia, pues que á
la mañana siguiente la hubo, y no había progreso.
¿Qué faltaba? Faltaba libertad, mucha libertad. Para obtenerla era
necesario el desorden, la guerra; y con guerra y desorden que duró dos años
obtuvimos la libertad[56].
Sarmiento, al igual que Héctor Varela,
situaba en la libertad al elemento fundamental que permitiría a la provincia de
Buenos Aires adentrarse en la senda del progreso. Como lo había afirmado en
años anteriores, influido por el ejemplo norteamericano, sería esa misma
libertad, encarnada en la acción democrática que los sujetos debían desarrollar
en los aún inexistentes municipios, la encargada de educar para la ciudadanía.
En contra del lenguaje político adoptado por Frías, que enfatizaba el carácter
corrompido del hombre y la necesidad de que sus pasiones inmanentemente
negativas fueran contenidas –ya fuera por el Estado y la Iglesia o por la
interiorización de la moral cristiana-, Sarmiento y Varela contemplaban las
capacidades de los sujetos bajo una luz positiva: era necesario disponer de
instituciones que impulsaran su búsqueda innata de aquella libertad que los
conducía a su propio mejoramiento y, junto a él, al avance de la república que
se pretendía construir en la Argentina.
El modelo constitucional norteamericano frente a la disputa religiosa:
la Convención Reformadora de la Constitución y el recrudecimiento de la
polémica
Frías abandonó la redacción de El Orden a fines de 1856 para volcarse a la labor
legislativa y a diversas actividades vinculadas al naciente asociacionismo
católico. Su
experiencia en dicho diario, sin embargo, no había resultado estéril: el año
anterior había sido electo diputado provincial y en 1856, tras las primeras
elecciones verdaderamente reñidas de la década, la lista defendida por su
periódico se había alzado con el triunfo[57].
Si
bien algún tiempo después comenzó a desempeñarse como redactor principal del
periódico La Relijion, su menor tirada y la apelación
a un público más restringido quitó centralidad a sus polémicas con Sarmiento y
Varela en el campo periodístico bonaerense.
Esto no significa, sin embargo, que las
disputas entre un sector de católicos “clericales” con otro de católicos
“anticlericales”, cuyas líneas de demarcación comenzaban a tornarse más
definidas, menguaran. Aunque muchas de las disputas entre los “clericales” y
los “anticlericales” siguieran reflejando problemas de vieja data, tales como
los límites de la injerencia del Estado sobre la Iglesia y el papel del
patronato, el escenario se vería profundamente modificado en la segunda mitad
de la década de 1850 por dos elementos novedosos. En primer lugar la llegada a
la ciudad de la masonería, que como señala Roberto Di Stefano cambió por
completo las reglas del juego. Por medio de ella el anticlericalismo pudo
encontrar una verdadera base organizativa en la trama de instituciones y medios
que acompañaron su desarrollo[58].
En segundo lugar, y si bien todavía de un modo incipiente, comenzaron a
circular en la esfera pública porteña discursos que se desplazaban desde un
“catolicismo anticlerical” hacia un cada vez más nítido anticatolicismo.
Los avatares del conflicto entre la
Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires, en este contexto, darían
forma a un nuevo escenario en que los debates sobre el papel político y social
de la religión retornara –brevemente- al centro de la discusión.
Tras la derrota de las tropas
bonaerenses en los campos de Cepeda y la firma del pacto de San José de Flores,
en 1859, Frías movilizó sus redes de contactos para embarcarse en nuevas
empresas asociativas, cuyo fin último sería consolidar la unificación nacional
lo más rápido que fuera posible. El 24 de noviembre de ese año fundó la
Asociación de la Paz, junto a diferentes personajes tales como el joven José
Manuel Estrada –colaborador de La Relijion-,
el militar Emilio Conesa, Miguel Azcuénaga y Ambrosio P. Lezica
–respectivamente, un acaudalado terrateniente y un inmensamente acaudalado
comerciante-[59].
Sus redes relacionales, sin embargo, no se agotaban en ese grupo. En febrero de
1860 participó de la fundación del periódico La Patria
junto a Miguel Cané, Vicente Fidel López, Luis Frías, José Domínguez, José
Roque Pérez y Manuel Rafael García, con el objeto de promover la aceptación de
la Constitución de 1853 sin reformas[60].
La Convención comenzó a sesionar en
febrero, con Frías liderando el grupo minoritario que, vinculado a la
Asociación de la Paz, atravesaría las sesiones en silencio manifestando un apoyo
en principio total al texto constitucional de 1853[61].
En el último encuentro, luego de que los convencionales del grupo mayoritario
–con Sarmiento contándose entre ellos- se hubieran expedido sobre las distintas
reformas sugeridas, levantó sin embargo su voz para plantear una cuestión que
hasta el momento había sido casi por completo soslayada: el tipo de vínculo que
la constitución nacional debía sancionar entre la Iglesia y el Estado.
Esta cuestión, a diferencia de lo
ocurrido en la Convención de Buenos Aires, había sido fuertemente debatida en
el Congreso Constituyente de 1853. La fórmula que allí primó luego de extensas discusiones
declaraba, de modo escueto, que “El Gobierno federal
sostiene el culto Católico, Apostólico, Romano”. Más allá de las
ambigüedades de dicho artículo, se declaraba que el Estado sostenía
materialmente el culto externo del catolicismo, aunque sin adoptarlo como
religión oficial y proclamando al mismo tiempo la libertad de cultos en el
territorio nacional. El texto constitucional, a su vez, otorgaba al naciente
Estado argentino la potestad patronal sobre el nombramiento de los obispos,
quedando también en manos de sus distintos poderes la concesión del “pase” a
las bulas papales y el derecho de habilitar o impedir la instalación de
congregaciones religiosas en su territorio[62].
El mero “sostén” del culto católico, entonces,
había sido la opción finalmente triunfante en 1853[63]. Y
fue ese punto el que Frías intentó modificar durante la sesión final de la
Convención de 1860, proponiendo que el artículo 2° de la constitución
proclamara: “La Religión Católica, Apostólica, Romana es
la religión de la República Argentina, cuyo gobierno costea el culto. El gobierno
le debe la más eficaz protección, y sus habitantes el mayor respeto y la más
profunda veneración”[64].
Abandonó por completo, para defender su posición, las aristas teológicas que su
discurso había revestido en ocasiones anteriores; ante un auditorio que se
mostraba sumamente reacio a las discusiones confesionales, también Frías apoyó
su exposición en un plano estrictamente político y terrenal[65].
La intervención del convencional
“clerical” repitió los tópicos que había estado desarrollando desde hacía ya
una década y se construyó sobre tres puntos fundamentales: no eran las
instituciones, sino los hombres el elemento fundamental para un buen gobierno;
sólo los hombres educados por la religión para la libertad podían ser libres[66];
y, dado que el catolicismo era la religión del pueblo, debía seguirse el
ejemplo de las provincias, “mejor inspiradas que el
Congreso Nacional”, y declararlo como religión del Estado.
Los argumentos esgrimidos para defender
su posición fueron también los que había expuesto ya numerosas veces: que los
problemas del país habían emergido porque los hombres de mayo, discípulos de
Rousseau y plagiarios de la revolución francesa, habían intentado crear una
república en contra de la religión; que perdida la moral religiosa las sociedad
hispanoamericanas habían oscilado continuamente entre el despotismo y la
anarquía –más allá de lo buenas o malas que pudieran ser sus instituciones-; y
que Estados Unidos, el país más libre y adelantado del mundo, sólo era tal
gracias a la alianza de la religión y la libertad, llevada a su mayor grado de
perfección por los católicos de dichas tierras –como, a su modo de ver,
afirmaba Tocqueville-[67].
Las referencias a la “República Modelo”
norteamericana, que atravesaron una gran parte de las discusiones durante la
Convención[68],
se situaron en el corazón del discurso de Frías. Éste sostuvo, como elemento
fundamental de su argumentación, que “Las instituciones, se ha
dicho con razón, no tienen más valor que el de los hombres destinados a
practicarlas”[69].
Un pueblo, entonces, no podía alcanzar la libertad por medio de sus leyes, sino
por una pureza de sus costumbres que sólo podía obtenerse merced al influjo de
la religión: “La verdad, Señores, es que no son libres
sinó los pueblos educados, y educados por la relijion para la libertad”[70].
En ese punto residía el secreto del
éxito encarnado por los Estados Unidos. Allí había primado desde sus inicios
una alianza inquebrantable entre la religión y la libertad. En palabras de
Frías:
Aquella civilización, Señores, fue fundada por un puñado de beatos,
llenos de fe en Dios, y de respeto por la ley divina. […] Celosos del
cumplimiento de sus deberes, comprendieron desde el primer momento que solo es
libre el hombre cuando obedece al Criador, cuando siente en la propia
conciencia el freno de la regla moral, cuando obra por fin en provecho suyo y
del prójimo el bien que la ley religiosa prescribe. La libertad no era para
aquellos colonos una cosa que se escribe en el papel, era un dogma de la
conciencia, un hábito de la vida; en una palabra, eran libres porque eran
cristianos; y podían tomar parte del gobierno de la sociedad a la que
pertenecían, porque la relijion les había enseñado á gobernarse á sí mismos[71].
En ese punto se hallaba, de acuerdo con
el convencional “clerical”, la diferencia fundamental entre la revolución
norteamericana y aquella desarrollada en territorio argentino. En el plano local,
la religión y la libertad habían estado divorciadas desde el comienzo: “La libertad es en la América del Norte hija del cristianismo, en la del
Sud es hija de la revolución”[72].
Los pioneros de la independencia en la América del Sud, aunque sus intenciones hubieran
sido buenas, habían sucumbido ante las ideas “equivocadas” de filósofos como
Rousseau, olvidando que sólo por medio de la religión se puede moralizar a los
hombres, permitiendo así evitar el desborde de sus pasiones.
Esto no significaba, sin embargo, que
el modelo religioso norteamericano debía ser copiado a rajatabla en la naciente
República Argentina. El motivo de ello, para Frías, consistía en lo que
contemplaba como una diferencia basal entre la realidad social de uno y otro
país:
¿Por qué, se pregunta, introducir en nuestra Constitución un artículo
que no existe en la de los Estados Unidos? –Porque aquí no hay infinitas sectas
que nos dividan, porque los arjentinos son todos católicos; y porque los
estranjeros que vienen al país, y que deseo lleguen por millares, no piden ni
necesitan mas cuando no son católicos, que la tolerancia de que han gozado y á
la que no se ha opuesto el reconocimiento de una relijion de Estado[73].
La justificación otorgada para enaltecer al
catolicismo como religión oficial no emergía de una pretendida superioridad
teológica de dicha fe, ni de algún tipo de comunión trascendente entre el
pueblo argentino y el credo católico. El argumento revestía, en cambio, un
carácter estrictamente terrenal y sociológico: dado que la población argentina
era casi enteramente católica, consideraba Frías, se mostraba perfectamente
lógico que dicha orientación fuera institucionalizada por la Constitución
nacional.
En este sentido, la vía de acción
genuinamente “liberal” y que, tácitamente, mejor se ceñía al espíritu de las
leyes norteamericanas, era a su modo de ver la instauración del catolicismo
como religión del Estado, acompañada de la “liberación” de la Iglesia de sus
ataduras estatales. Si los “liberales” se mostraran “consecuentes consigo
mismos”, sostuvo Frías, debían asegurar la libertad de la Iglesia en cuanto
representante de la religión del pueblo. ¿Cuál era, se preguntaba, “el
presente” hecho por la nueva constitución a una institución eclesiástica que no
se correspondía ya con la religión oficial del Estado? “Un salario y
el patronato real, que hace á la Iglesia más esclava en una república, que lo
es en Rusia”[74].
La única solución posible era seguir de las constituciones provinciales, “mejor
inspiradas” que la nacional, que habían formalizado al catolicismo como su
religión oficial.
Las palabras del convencional
“clerical” generaron una breve batahola en el recinto de la Convención, cuyos
integrantes, como señala Ignacio Martínez, temían despertar reacciones
encendidas que pudieran poner en peligro el proyecto nacional que se estaba
allí tejiendo[75].
Roque Pérez propondría dejar “esta cuestión vidriosa, para una conferencia
entre amigos”[76],
y Sarmiento acusó a su viejo compañero de “echar una tea incendiaria
para hacer arder las pasiones”[77].
Fue este último, sin embargo, quien respondió más extensamente a la propuesta
de Frías. No era la religión, a su modo de ver, el motor que había permitido a
Estados Unidos desarrollarse, sino la libertad de conciencia, que conformaba la
base de toda libertad. De este modo, las leyes con respecto a la libertad de
conciencia se inscribían en una suerte de progresión histórica:
considerando que este artículo [2° de la Constitución Nacional] es una
conquista que el progreso ha hecho sobre la Constitución de Buenos Aires, mui
atrasada á ese respecto, quisimos conservar la conquista que ha hecho el pueblo
arjentino, porque creíamos que después de haber dado un paso hacia adelante, no
debíamos dar un paso hacia atrás; y á medida que fueran corriendo los años en
la via de progreso en que vamos, las Provincias habían de aprobar otros pensamientos
como más avanzados[78].
Sarmiento argumentaba la existencia de
una senda de progreso lineal, que conducía desde la menor hacia la mayor
libertad de cultos y de conciencia, y a la cual también las provincias
terminarían por adaptarse. Podía, así, delinear una suerte de taxonomía progresiva
de los gobiernos con relación a su apertura religiosa: el más retrasado era el
Estado romano, donde “los pecados y los delitos
son castigados por los mismos jueces”; en un segundo lugar se
encontraba el caso de Buenos Aires, donde se declaraba una religión oficial
pero se permitía la libertad de cultos; la Confederación había dado aún otro
paso, asumiendo sólo el sostenimiento del culto; el punto de llegada,
finalmente, sería el ejemplo norteamericano, donde el Congreso no podía
legislar sobre religión, ni preferir ningún culto sobre otros[79].
De acuerdo con Sarmiento, el gran logro
de los Estados Unidos había consistido en la instauración plena de la libertad
de conciencia. En dicho país la religión ya no se encontraba “armada” por el
poder civil, y no podía por tanto oprimir las conciencias individuales. Ese
mismo hecho explicaba los progresos de la fe católica en la república del
norte: “Y si progresa el catolicismo en los Estados Unidos,
es por eso; porque el catolicismo no está armado y no puede perseguir a nadie,
ni condenar á la conciencia”[80].
Disociar el poder religioso del poder civil, así, constituía para dicho
personaje un avance fundamental en la senda del progreso, y declarar una
religión oficial del Estado implicaría volver sobre la senda progresiva recorrida
desde los tiempos coloniales.
Una opinión similar sostendría Roque
Pérez, para quien “En la época en que
vivimos, y conquistada la libertad de conciencia como derecho político, es un
anacronismo recordarnos otras doctrinas, que en América no tiene raíces”[81].
También dicho convencional apeló al ejemplo norteamericano para recusar el
artículo propuesto por Frías, aunque en un sentido un tanto diferente.
Refiriendo al abundante número de ocasiones en que la referencia a los Estados
Unidos había emergido durante el debate, afirmó que
puesto que es moda citar las doctrinas de tan nobles escritores
[norteamericanos], yo invocaré aquí las de Hamilton, que aconsejaba á sus
conciudadanos propusieran las ideas y deseos de reformas para después de
realizada la Unión Americana[82].
El
objetivo fundamental, consideraba, era lograr la unificación nacional sin
mayores conflictos[83].
Y, como en todos los casos anteriores, parecía posible recurrir a alguna figura
proveniente de la “república modelo” para legitimar su postura.
La propuesta de Frías resultó
finalmente descartada. José Mármol convocó a una votación para definir si se
modificaría el artículo 2°, cuyo resultado fue negativo. Concluía, de ese modo,
la Convención de Buenos Aires. Así quedaba definitivamente consolidado ese
nuevo umbral de laicidad por el cual se declaraba la libertad de cultos y se
abandonaba la identificación entre la fe católica y el Estado nacional en
ciernes, aunque se la sostuviera materialmente y, de ese modo, pudiera conservarse
la potestad patronal. Y las referencias al modelo norteamericano, más allá de
sus interpretaciones divergentes y contradictorias, no dejaron de emerger como
una suerte de “talismán” – de acuerdo con la caracterización de Jonathan
Miller- que revestía de una pátina de solidez a la constitución reformada.
Reflexiones finales
Resulta difícil dudar que, para los
integrantes de la Generación del 37, Francia actuó como un inicial modelo de
referencia. Más allá de que pudieran denunciar al régimen asociado con la
Monarquía de Julio, consideraban que dicho país encarnaba el eje más avanzado
de una suerte de razón universal. En cuanto tal, sostenían, debía actuar como
faro para el desarrollo de la sociedad rioplatense –un desarrollo que, en
cualquier caso, no podía más que estar atado a las formas y determinantes
históricos propios de dicha región-. Pero, mientras los años del exilio se
acumulaban sin un final aparente, y la persistencia de Rosas en el poder
parecía ser por momentos inexpugnable, las antiguas certezas de los jóvenes
románticos comenzaron a resquebrajarse.
Los viajes realizados por este conjunto
de personajes tuvieron un papel fundamental en dicho proceso: Sarmiento, por
ejemplo, deploró las enormes desigualdades que percibió en el viejo mundo, pero
se vio en cambio maravillado por la pujanza y el espíritu cívico de la sociedad
norteamericana; Frías sufrió una fuerte decepción al contemplar los frutos de
la revolución francesa de 1848, y comenzó a asociar a dicho país con una inherente
inestabilidad política sostenida sobre su alejamiento de los principios
cristianos –cuya máxima expresión creyó encontrar en la difusión de las
doctrinas socialistas-.
En este contexto, el lenguaje político
historicista antes compartido comenzó a ser abandonado en busca de nuevos
marcos conceptuales que pudieran explicar la realidad nacional y apuntalar
nuevos proyectos que permitieran a una Argentina todavía en ciernes dotarse de
estabilidad y encaminarse en la senda del progreso. Si bien los fundamentos
para dicha apreciación pudieran variar de un modo notable, virtualmente ninguno
de estos actores prescindió del modelo norteamericano como un nuevo horizonte
de llegada. Tanto Sarmiento como Frías –junto a personajes que habían entrado
más tarde a la arena pública, como Héctor Varela- creyeron descubrir en la
república del norte un nuevo ideal que podía guiar los pasos de la sociedad
rioplatense.
En el caso de Frías, si bien adoptó una
perspectiva conservadora y ultramontana durante sus años de exilio, nunca
abandonó una postura que pretendía conciliarse con cierto tipo de
“liberalismo”, si bien sólidamente anclado en los valores cristianos. Los
objetivos finales de toda sociedad, a su modo de ver, consistían en la
consecución de la libertad y la democracia, pero eso sólo sería posible cuando
sus integrantes hubieran logrado interiorizar la moral cristiana. Así, Frías no
contó entre sus referentes a los autores más claramente asociados con una
posición reaccionaria o ultracatólica –Louis Veuillot, Bonald o De Maistre-,
sino que apoyó su discurso en políticos y publicistas vinculados al catolicismo
liberal –Montalembert y Lacordaire- junto a, por ejemplo, Tocqueville y
Chevalier.
Esta vertiente se vería reforzada tras
su retorno a Buenos Aires, donde la “opinión pública” –si se la puede asociar
con aquellos periódicos que contaban con un mayor número de suscriptores- se
oponía férreamente a su búsqueda de una “libertad moderada” y a su perspectiva
ultramontana. Mientras procuraba consolidar su identificación con su particular
comprensión del liberalismo, pudo apelar al ejemplo norteamericano como ideal
de libertad y democracia hacia el cual tanto el Estado de Buenos Aires como la
Confederación Argentina debían propender. Si en un corto plazo su ideal de una
“libertad moderada” debía conducir a la limitación de las libertades públicas,
en sintonía con lo que había observado en la conservadora república chilena, su
ideal no dejaba de residir en la –a su modo de ver- cristiana democracia que se
practicaba en los Estados Unidos. Sólo cuando los dogmas evangélicos se
hicieran uno con la población, afirmó así, podría un “verdadero” liberalismo
ser practicado.
Esta postura –que en su forma exterior
no difería demasiado de aquella sugerida por Alberdi, aunque sus acentos
estuvieran situados en ejes muy distintos-[84]
sería denostada por Varela y Sarmiento. Tales personajes denunciaron a la
prédica de Frías como “absolutista” y “reaccionaria”, a la vez que como
completamente fuera de lugar en la Buenos Aires de aquellos años. Aunque
pudieran apelar a la autoridad de los mismos autores –Tocqueville, en
particular- el marco conceptual a partir del cual leyeron la realidad nacional
y el caso norteamericano era muy diferente. Las instituciones políticas no
debían constreñir las libertades individuales, consideraban, sino potenciarlas.
Era en ese sentido que la “libertad moderada” pregonada por Frías podía cobrar
ante ellos un aspecto “reaccionario”: convencidos de las capacidades innatas de
los hombres para abalanzarse hacia la búsqueda del progreso, cualquier escollo
puesto en su camino no podía más que redundar en la obstaculización de dicho
proceso. El ejemplo norteamericano, por lo tanto, no emergía como algo que
podría imitarse sólo en algún momento indeterminado y posiblemente lejano del
futuro. Como afirmara Varela, “Adelante! Ahead! Ahead! Hé
aquí el grito de guerra con q’ el americano del norte aterroriza y ahuyenta
esos búhos de funestos presajios, cuyo fúnebre chillido alarma á los hombres débiles
y afemina á los pueblos nuevos”[85].
El momento para lanzarse hacia el progreso era ahora mismo. Casi nada, un puro
impulso inicial solamente, separaba a una Argentina todavía desunida para
alcanzar a la república idealizada del norte.
[1]
Esto de ningún modo implica que, abrevando en la tradición de la “historia de
las ideas”, este trabajo pretenda analizar la mayor o menor “desviación” de los
planteos realizados por estos personajes con respecto a un modelo “puro” del
funcionamiento institucional norteamericano. La apelación al ejemplo de los
Estados Unidos es analizada en su sentido performativo, en cuanto una
herramienta para legitimar los discursos y proyectos políticos en pugna en la
esfera pública porteña del período. Sobre estos temas puede consultarse Palti,
Elías, El tiempo de la política. EL siglo
XIX reconsiderado, Buenos
Aires, Siglo XXI, 2007.
[2]
De acuerdo con Pocock, los lenguajes políticos pueden ser definidos como “una forma de hablar y escribir que es reconocible, internamente
consistente, capaz de ser ‘aprendido’, y suficientemente distinto de otros como
él para permitirnos considerar qué ocurre cuando una expresión o problema
migra, o es traducido, fuera de ese contexto hacia otro”. Propugna a partir de ello un modelo heurístico
“en el que un número de paradigmas lingüísticos […]
pueden ser reconocidos como ocurriendo al mismo tiempo, pudiendo ser
distinguidos y que interactúan entre ellos, de modo que un debate puede ser
visto como desarrollado en un texto complejo escrito en numerosos idiomas y en
varios niveles de sentido de forma simultánea” Pocock, John Greville
A. “The reconstruction of discourse: towards the historiography of political
thought”, en Pocock, John Greville A., Political thought and
history. Essays on Theory and Method, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, pp. 77-78.
[3]
Di Stefano, Roberto, “Asuntos de
familia: clericales y anticlericales en el Estado de Buenos Aires”, en Di
Stefano, Roberto y Zanca, José, Fronteras disputadas:
religión, secularización y anticlericalismo en la Argentina (siglos XIX y XX),
Buenos Aires, Imago Mundi, 2016.
[4]
Juan Manuel Romero, por ejemplo, analizó las imágenes cambiantes sobre los
Estados Unidos que se formularon en territorio del naciente estado argentino
durante el siglo XIX. Si bien distintos políticos y publicistas apelaron a
dicho modelo ya desde la década de 1810, Romero señala que fueron los
integrantes de la Generación del 37 quienes, en las décadas de 1840 y 1850, lo
identificaron como el referente por excelencia al que debían ceñirse la
constitución y las instituciones políticas locales –más allá de las disputas y
diferencias entre las distintas posiciones en juego-. Según Jonathan M. Miller,
por su parte, la constitución norteamericana no sólo actuó como un modelo para
la Argentina, sino que se convirtió también en un “artículo de fe” que otorgaba
legitimidad a la legislación local. En este sentido, afirma dicho autor, la
constitución norteamericana actuó como una suerte de talismán que en sí mismo
actuaba como fuente de autoridad. Romero, Juan Manuel, “El espejo
norteamericano: imágenes de los Estados Unidos en la Argentina del siglo XIX:
1852-1912”, Tesis de Maestría, Universidad de San Andrés (2018) y Miller,
Jonathan, “The authority of a foreign talisman: a study of U.S. constitutional
practice as authority in nineteenth century Argentina and the argentine elite’s
leap of faith”, American University of Law Review,
Nº 46, 1997. Sobre la recepción del constitucionalismo y la jurisprudencia
norteamericana en este período también puede consultarse Zimmerman, Eduardo, “Translations of the “American Model” in
Nineteenth Century Argentina: Constitutional Culture as a Global Legal
Entanglement”, en Duve, Thomas (ed.), Entanglements in Legal
History: Conceptual Approaches, Max Planck Institute for European
Legal History, Frankurt am Main, 2014, 385-421; Levaggi, Abelardo, “La interpretación del derecho en la Argentina en el
siglo XIX”, Revista de Historia del Derecho, Nº 7,
1980, pp. 23-122 y Pérez Guilhou, Dardo, “Primer debate sobre el control
jurisdiccional de constitucionalidad (1857-1858)”, Revista de
Historia del Derecho, Nº 10, 1983, pp. 147-170.
[5] Es
necesario remarcar que ese marco de referencias conceptuales, particularmente
nítido en sus escritos desarrollados en Francia, tendió a difuminarse a su
retorno a Buenos Aires. Frías debió moderar las aristas más negativas de su
perspectiva antropológica para adecuarse a una opinión pública porteña que era
muy diferente a la conformada por el público chileno para el que había escrito
previamente. Ciertos trazos más claros de ese lenguaje político reaparecerían
en sus textos, sin embargo, al hacerse cargo de La Relijion a fines de la década de 1850. Sobre este tema
puede consultarse Castelfranco, Diego, “¿Dios y Libertad? Félix Frías y el
surgimiento de una intelectualidad y un laicado católicos en la Argentina del
siglo XIX”, Tesis doctoral, Universidad Nacional de General Sarmiento e
Instituto de Desarrollo Económico y Social, 2018.
[6]
Palti, Elías, El momento romántico. Nación, historia y
lenguajes políticos en la Argentina del siglo XIX, Buenos Aires, Eudeba,
2009, pp. 74-75.
[7]
Botana, Natalio, La tradición republicana:
Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo,
Buenos Aires, Sudamericana, 1984, pp. 285-293 y 317-331.
[8]
Las apreciaciones divergentes sobre un concepto tan polisémico como el de
“libertad”, ciertamente, no eran nuevas. Como señalan Gabriel Entin y Loles
González-Ripoll, ya a fines del siglo XVIII, y muy particularmente tras la
radicalización del proceso revolucionario en Francia, habían comenzado a
circular en Iberoamérica dos comprensiones diferentes del término: una que
defendía la “verdadera libertad”, vinculada a la religión católica y al orden
tradicional contra la expansión del “libertinaje” y la “licencia”; y otra que
interpretaba el concepto en clave positiva, en cuanto formalización de las
libertades naturales reclamadas a lo largo del siglo. Ambas perspectivas, a su
vez, debieron entretejer sus propias concepciones del término con una
comprensión del orden -en
particular durante el período postrevolucionario- y con una expansiva pero
sinuosa noción de “liberalismo”. Ver Entin, Gabriel y González-Ripoll, Lole y
Entin, Gabriel, en Fernández Sebastián, Javier (dir.), Diccionario político y social del mundo
iberoamericano. Conceptos políticos fundamentales, 1770-1870, Tomo
5, Universidad del País Vasco, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
Madrid. 2014, pp. 15-69.
[9] Frías,
Félix, “15 de julio de 1855”, Escritos y
discursos de Félix Frías, Vol. II, Imprenta y Librería de Mayo,
1884, p. 2.
[10] Frías, Félix, “15 de julio de 1855”, Ob. Cit., Vol. II,
p. 2.
[11] Frías, Félix, “15 de julio de 1855”, Ob. Cit., Vol. II,
p. 2.
[12]
Ya en Francia Frías había abandonado la idea de la única organización política
deseable era la republicana. En un artículo de 1853, así, podía elogiar a la
monarquía brasilera por haber conseguido un orden estable pero no despótico. La
nota inaugural que publicó en El Orden, por
otro lado, daba cuenta de que el Impero del Brasil había alcanzado “las amplias
libertades de que goza” apelando a una política conservadora. Frías, Félix “París
y Roma”, 25/10/1853 y “Nota inicial del diario”, 15/07/1855, en Frías, Félix,
Ob. Cit., Vol. I y II, pp. 325-342 y 1-9.
[13]
Para ambos, de hecho, un modelo de referencia para el corto y el mediano plazo
sería la conservadora y fuertemente presidencialista república chilena. Sobre
el caso de Alberdi puede consultarse Zimmerman, Eduardo “Liberalisme et conservatisme dans la pensée
d’Alberdi”, en Quatrocchi-Woisson, Diana (dir.), Juan
Bautista Alberdi et l’indépendance argentine. La force de la penseé et de
l’ecriture, París, Presses Sorbonne Nouvelle, 2011,
236-254; y Botana, Natalio, 1984, Ob. Cit., p. 352.
[14] Frías,
Félix, “La Iglesia, 5 de agosto e 1855”, en Frías, Félix, Ob. Cit., Vol. II, p. 42.
[15] Frías,
Félix, “La Iglesia, 5 de agosto e 1855”, en Frías, Félix, Ob. Cit., vol. II, p. 42.
[16] Frías,
Félix, “La Iglesia, 5 de agosto de 1855”, en Frías, Félix, Ob. Cit., vol. II, p. 41.
[17]
Castelfranco, Diego, 2018, Ob. Cit., pp.
252-266.
[18]
Castelfranco, Diego, 2018, Ob. Cit., pp.
145-178.
[19]
Frías, Félix, El Cristianismo Católico considerado como
elemento de civilización en las Repúblicas Hispano-Americanas,
Imprenta del Mercurio, Valparaíso, 1844, pp. 37-44.
[20] “Carta al conde de Montalembert”,
diciembre de 1850, en Frías, Félix, 1884, Ob. Cit. Vol.
I, p. 49.
[21] Como
señala Roberto Di Stefano, del mismo modo que los “anticlericales” porteños no
estarían dispuestos a abandonar su adscripción católica, los “clericales”
laicos pugnarían por manifestar su adherencia a cierto tipo de liberalismo. Di
Stefano, Roberto, 2016, Ob. Cit.
[22]
Félix Frías, “Un modelo”, en El Orden, 7/08/1855,
p. 47.
[23]
Félix Frías, “Un modelo”, en El Orden, 7/08/1855,
p. 47.
[24]
Félix Frías, “Un modelo”, en El Orden, 7/08/1855,
p. 49.
[25]
Félix Frías, “Un modelo”, en El Orden, 7/08/1855,
p. 49.
[26]
Chevalier, Michel, La liberté aux États-Unis,
París, Capelle, Libraire-Éditeur, 1849, p. 48.
[27]
Félix Frías, “La Iglesia”, en El Orden, 5/08/1855,
p. 45.
[28]
En La democracia en América, Tocqueville
afirma que “Entre las diferentes doctrinas cristianas, el
catolicismo me parece […] una de las más favorables a la igualdad de
condiciones”. La sociedad religiosa del catolicismo, consideraba, se
compone de sólo dos elementos: el sacerdote y el pueblo. Por debajo del
sacerdote rige una completa igualdad. Esto impulsa tanto la obediencia como la
igualdad -a diferencia del protestantismo, que lleva mucho menos a la
independencia que a la igualdad. Sin embargo, para que en Estados Unidos esa
tendencia católica a la igualdad pudiera efectivamente actualizarse, se
debieron cumplir dos condiciones: en primer lugar, que el clero no se imbricara
de ningún modo en el gobierno; en segundo lugar, que constituyan el elemento
más pobre de la sociedad, lo cual impulsa su deseo de igualdad. Tocqueville,
Alexis de (1992), La Democracia en América, FCE,
México D.F., p. 288.
[29] “El
Orden y el Progreso”, 18 de julio de 1855 y “Los fanáticos” (14/03/1856), El Orden.
[30] Tocqueville, Alexis de, 1992, Ob. Cit.,
pp. 339-346.
[31]
Di Stefano, Roberto, 2016, Ob. Cit.
[32]
González Bernaldo, Pilar, "Los clubes electorales porteños durante la
secesión del Estado de Buenos Aires (1852-1861): la articulación de dos lógicas
representativas en el seno de la esfera pública porteña”, en Sábato, Hilda
(ed.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas
históricas de América Latina, México D. F., FCE, 1999, p. 8.
[33]
Aramburo, Mariano, “La República del Río de la Plata”: El Estado de Buenos
Aires y la nación en 1856”, Boletín del Instituto de
Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani, Tercera serie,
Nº 49, segundo semestre de 2018, p. 53.
[34]
Si bien El Orden aún no había sido puesto en
circulación, es probable que los hermanos Varela hubieran accedido a su
prospecto, una herramienta que los impulsores de un nuevo periódico utilizaban
para exponer las principales líneas de su empresa y captar así una masa inicial
de suscriptores.
[35] La Tribuna, 15/07/1855, N° 561.
[36] La Tribuna, 15/07/1855, N° 561.
[37] La Tribuna, 15/07/1855, N° 561.
[38] En
pocas ocasiones Frías definió qué instituciones podrían asegurar su pregonada
“libertad moderada”. Esto ocurría, al menos en parte, como consecuencia de su
enaltecimiento de la moral individual por sobre las instituciones específicas
que una sociedad pudiera darse a sí misma. Uno de los puntos que sí enfatizaría,
sin embargo, era la necesidad de imponer límites a la libertad de imprenta.
Debía existir algún tipo de organismo oficial, a su modo de ver, que pudiera
censurar aquellas publicaciones cuyo contenido visiblemente pudiera conducir al
desorden social. Puede verse, por ejemplo, “El 25 de mayo de 1852”, en Frías,
Félix, 1884, Cit. Fabio Wasserman, por otro
lado, analiza en términos generales las acaloradas disputas alrededor de este
tema durante la década de 1850 en Buenos Aires. Ver Wasserman, Fabio, “Prensa, política y orden social en Buenos
Aires durante la década de 1850”, Historia y comunicación
social, Vol. 20, Nº 1, 2015, 173-187.
[39] La Tribuna, 19/07/1855.
[40] La Tribuna, 20/07/1855.
[41] La Tribuna, 26/07/1855.
[42] La Tribuna, 26/07/1855.
[43] Frías afirmaría explícitamente, con respecto a La Tribuna, que era el diario que contaba con la mayor
cantidad de suscriptores en la ciudad de Buenos Aires. Frías Félix, “Diciembre 13 de 1855”,
en Frías, Félix, Ob. Cit., vol.
II, p. 115.
[44] Sarmiento,
Domingo Faustino,“Teorías”, en Sarmiento, Domingo Faustino, Obras de D. F. Sarmiento, tomo XXV, Buenos Aires, Imprenta y
Litografía Mariano Moreno, 1899, p. 20.
[45] “Principios
y táctica de la prensa”, en Sarmiento, Ob. Cit., 1899,
p. 142.
[46]
Palti, Elías, 2009, Ob. Cit., pp.
74-75.
[47] “Entendámonos”,
en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit. p. 44.
[48]
“Entendámonos”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit.
p. 45.
[49]
Durante la década de 1850 Sarmiento y Alberdi postularon visiones divergentes
sobre el modelo político y constitucional que una República Argentina unificada
debería adoptar. En publicaciones como Comentarios a la
Constitución de la Confederación Argentina [1853], Sarmiento apeló a
la obra del jurista norteamericano Joseph Story para defender la aplicación
directa del modelo constitucional estadounidense en el plano local. Alberdi, en
cambio, había cuestionado en sus Bases la
efectividad de una tal transliteración constitucional, nutriéndose en cambio de
diferentes experiencias constitucionalistas para proponer una carta magna para
la Confederación. Sobre este tema puede consultarse Romero, Juan Manuel, 2018, Ob. Cit., pp. 33-39.
[50] Eran
todavía muy pocos los que, en la Argentina de este período, estarían dispuestos
a negar a la religión un rol social de primer orden. Siguiendo el modelo
postulado por Jean Baubérot para el caso francés, puede afirmarse que las
polémicas de aquellos años no escapaban a los límites de un “primer umbral de
laicidad”: en este sentido, si bien se aceptaba como inevitable –y, en muchos
casos, como positiva- la pluralización religiosa en la esfera tanto pública como
privada, las creencias religiosas se contemplaban aún como el fundamento último
de la moral colectiva Baubérot, Jean, Laïcité, 1905-2005, Entre passion et Raison, Seuil, París,
2004. Para un análisis del caso rioplatense a la luz del modelo de Baubérot
puede consultarse Di Stefano, “Por una
historia de la secularización y de la laicidad en la Argentina”. Quinto Sol, vol. 15, Nº 1 (enero-junio). 2011, 1-32.
[51]
“Entendámonos”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit.,
p. 45.
[52] “Entendámonos”,
en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit., p. 45.
[53] Cuando
Sarmiento se enfrentara nuevamente a Frías en las sesiones de la Convención
Revisora de la Constitución, desarrollada en 1860, sostendría, de hecho, que la
libertad de conciencia constituía el fundamento de toda libertad. A su vez, la describiría
como realizando un progreso lineal y sostenido desde una instancia en que el
Estado y la Iglesia eran una y la misma cosa –cuyo ejemplo encontraba en Roma-
hacia otra regida por una total libertad –punto de llegada que situaba en la
legislación norteamericana-. A pesar de ello, y por motivos de pragmatismo
político y temor a suscitar peligrosas resistencias, Sarmiento no propuso la
completa separación de la Iglesia y el Estado en la Convención Castelfranco,
Diego, 2018, Ob. Cit., pp. 281-287.
[54] “Principios
y táctica de la prensa”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit., pp. 150-155.
[55]
“Principios y táctica de la prensa”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit., pp. 150-155.
[56]
“Principios y táctica de la prensa”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit., pp. 150-155.
[57]
Castelfranco, Diego, 2018, Ob. Cit., pp.
268-267.
[58] Di
Stefano, Roberto, 2016, Ob. Cit., p. 35.
[59]
Todos ellos, a excepción de José Manuel Estrada, serían elegidos para conformar
la convención reformadora de la constitución el año siguiente.
[60]
Sobre estas cuestiones puede consultarse Romero Carranza, Ambrosio y Quesada, Juan
Isidro, Vida y testimonio de Félix Frías, Buenos
Aires, Biblioteca de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos
Aires, Capítulo X, “El pacto de San José de Flores”, 1995.
[61] Gallo,
Ezequiel y Leo, Mariela, “Una tea incendiaria. Iglesia y Estado en la
Convención de Buenos Aires de 1860”, Desarrollo Económico,
Vol. 51, Nº 201 (abril-junio), 2011, p. 135.
[62]
Martínez, Ignacio, Una Nación para la Iglesia
Argentina. Construcción del Estado y jurisdicciones eclesiásticas en el siglo
XIX, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 2013, Capítulo
7.
[63]
La única modificación de nota sería el requerimiento de que el presidente y el
vicepresidente de la nación profesaran la fe católica. Martínez, Ignacio, 2013,
Ob. Cit., p. 467.
[64] Heras,
Carlos y García, Carlos F. Reforma Constitucional de
1860. Textos y Documentos Fundamentales, La Plata, Universidad
Nacional de La Plata, Instituto de Historia Argentina “Ricardo Levene”, 1961, p.
323.
[65]
Según Ignacio Martínez, y más allá de que diste de ser central en su
argumentación, Frías “repitió la idea de que, en
tanto verdad revelada, el credo católico debía orientar la vida política”.
No he sido capaz, sin embargo, de encontrar ninguna referencia sobre dicho
punto en el discurso de Frías. Ver Martínez, Ignacio, 2013, Ob. Cit., p. 473.
El
momento de mayor vehemencia del discurso de Frías ocurriría cuando, al
responder a Sarmiento, afirmara como un deber de los gobiernos el reconocer “como lei suprema esa relijion que es el primero y el mas sagrado
interés del pueblo”. Las palabras son ambiguas, y no se aclara la
religión ocupa ese lugar por motivos trascendentales, o por motivos
eminentemente terrenales, en cuanto fundamento del orden social. Heras, Carlos
y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 330.
[66]
En esta ocasión, Frías se abstuvo de definir la libertad en el sentido de
Guizot o de Donoso Cortés, en cuanto capacidad del hombre, habilitada por la
gracia divina, para elegir el bien y no el mal.
[67] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., pp. 314-323.
[68] El informe final redactado por la comisión que debía
formular cambios a la carta constitucional, por ejemplo, afirmaba que “…la base de criterio de la comisión al formular sus reformas, ha sido la
ciencia y la experiencia de la Constitución análoga o semejante que se reconoce
como más perfecta –la de los Estados Unidos-, por ser la más aplicable, y haber
sido norma de la Constitución de la de la Confederación. […] Que siendo hasta
el presente, el gobierno democrático de los Estados Unidos, el último resultado
de la lógica humana […], habría tanta presunción como ignorancia en pretender
innovar en materia de derecho constitucional, desconociendo las lecciones dadas
por la experiencia, las verdades aceptadas por la conciencia del género humano”.
Ravignani, Emilio Asambleas constituyentes argentinas,
seguidas de los textos constitucionales, legislativos y pactos
interprovinciales que organizaron políticamente la Nación, Buenos
Aires, Tomo IV, Talleres S. A., Jacobo Peuser, 1939, p. 769.
[69] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p.
315.
[70] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p.
316.
[71] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p.
316.
[72] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p.
317.
[73] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p.
329.
[74] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p.
319.
[75]
Martínez, Ignacio, 2013, Ob. Cit., p.
478.
[76] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 332.
[77] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 323-324.
[78] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p 324.
[79] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 327.
Para
Frías la total libertad de cultos norteamericana no era una virtud, sino una
carencia producto de la excesiva proliferación de sectas que allí existían.
Dado que en el territorio argentino no residían más que católicos, por otro
lado, podía perfectamente decretarse una religión de Estado, dado que “En todo tiempo y en todo país se ha comprendido siempre que el mayor de
los bienes para una sociedad era la unidad de sus creencias”. La
situación argentina, al menos en ese sentido, era para Frías más favorable que
la de Estados Unidos. Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 329.
[80] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit.,
p.326.
[81] Heras,
Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 332.
[82]
Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 331.
[83]
Como señala Roberto Di Stefano, a lo largo de la década de 1850 la mayor parte
de los conflictos entre católicos clericales y anticlericales se produjeron en
el terreno de la opinión pública, y no en el de la arena parlamentaria. Los
integrantes de la elite política, tanto de uno como de otro grupo, tendieron
así a plegarse a una cierta “razón de Estado” que antepuso la búsqueda de
acceder a un efectivo ordenamiento nacional frente a los coletazos
potencialmente desestabilizantes de las discusiones religiosas. Por ese motivo
Sarmiento, por ejemplo, podía llegar a exponer ciertas posiciones un tanto más
radicales sobre estos temas al escribir en la prensa, que tendió a moderar al
producirse los debates de la Convención. El gran salto adelante del “yanqui”,
al enfrentarse a la materialidad del cambio institucional, podía derivar en
propuestas tibias y temerosas de horadar un cierto “modus vivendi” -particularmente
en el plano religioso- que pudiera lanzar al país hacia nuevos conflictos. Di
Stefano, 2016, Ob. Cit., pp. 96-97.
[84] Tanto Frías como Alberdi, que nunca dejaron de
intercambiar cartas a lo largo de este período, defendían la cierta limitación
de las libertades políticas, la construcción de una autoridad estatal fuerte y
la vinculación legal entre la Iglesia y el Estado. Sin embargo, lo que
resultaba fundamental para el primero –la difusión de la moral cristiana- era
secundario para el segundo, y el empuje dinámico de los factores económicos,
central para Alberdi, era relegado por Frías a un segundo plano.
[85] La Tribuna, 15/07/1855, N° 561.