Revista
Andes, Antropología e Historia
Vol.
2, Nº 30, Julio-Diciembre 2019
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obra está bajo licencia de Creative Commons Atribución - No Comercial CC
BY-NC
https://creativecommons.org/licenses/by-nc/4.0/ ISSN Nº 0327-1676
PRÁCTICAS
FUNERARIAS Y LUGARES DE ENTIERRO EN EL BUENOS AIRES TARDO-COLONIAL: UN ESTUDIO
SOBRE LA PARROQUIA DE NUESTRA SEÑORA DE MONTSERRAT
FUNERAL PRACTICES AND BURIAL PLACES IN LATE
COLONIAL BUENOS AIRES: A STUDY ON THE PARISH OF NUESTRA
SEÑORA DE MONTSERRAT
Facundo Roca
Universidad Nacional de La Plata
Argentina
facundo.roca@yahoo.com.ar
Ingreso: 05/07/2018
Aceptado: 10/03/2019
Resumen
Este artículo
aborda las prácticas funerarias y de sepultura en el Buenos Aires
tardo-colonial, a partir del estudio de la parroquia Montserrat, a lo largo de
las últimas tres décadas del siglo XVIII. Se analizan, de acuerdo a criterios
cuantitativos y cualitativos, el primer libro de difuntos de la parroquia, así
como los aranceles y previsiones formulados con motivo de la creación de los
nuevos curatos de la ciudad en 1769. Los datos obtenidos en términos de
arancel, lugar y tipo de entierro, son contrastados con otras fuentes y con las
investigaciones realizadas hasta el momento en base al estudio de testamentos.
Palabras claves: Buenos Aires,
muerte, siglo XVIII, entierros, funerales
Abstract
This article
deals with funerals and burial practices in late-colonial Buenos Aires. The
analysis focuses on the parish of Montserrat, throughout the last three decades
of the 18th century. We analyze, according to quantitative and qualitative
criteria, the first burial register of the parish, as well as the diocesan
“arancel” and other regulations made for the creation of the city's newparishes
in 1769.The data obtained in terms of tariff, place and type of burial are
contrasted with other sources and with the investigations carried out so far,
and based on the study of testaments.
Keywords:
Buenos Aires, death, 18th century, burials, funerals
Introducción
Desde las últimas
décadas del siglo pasado, el estudio de la muerte y sus representaciones ha ido
cobrando forma en el panorama historiográfico argentino. A principios de los
años 80, la influencia de la escuela francesa de las mentalidades, y
particularmente las obras de Phillipe Ariès y Michel Vovelle[1],
aportaron un nuevo marco teórico-metodológico, adoptado tanto por historiadores
españoles como latinoamericanos[2].
El modelo propuesto por estos autores, pero especialmente por Vovelle[3],
recuperaba los avances de la historia serial y cuantitativa y suponía un
análisis de larga duración, basado en el estudio sistemático de los archivos
notariales. El enfoque de los historiadores franceses, y de sus continuadores
del otro lado de los Pirineos, apuntaba a la reconstrucción de prolongadas
estructuras mentales, haciendo foco en las continuidades y recurrencias, más
que en las rupturas y los conflictos. Como señalan Gabriela Caretta e Isabel
Zacca, aquellos estudios se encontraban “signados por la idea de la existencia
relativamente generalizada de una única sensibilidad mortuoria”, reconstruida a
través de la aplicación del método serial-cuantitativo[4].
En Argentina, este
creciente interés por el estudio de la muerte se ha expresado en obras como las
de María Isabel Seoane y Ana María Martínez de Sánchez[5],
trabajos en los que también confluían otras preocupaciones de larga tradición
en el campo historiográfico local, ligadas a la historia del derecho, la
historia social y la historia de la Iglesia. La primacía del testamento como
fuente, junto con el estudio serial, enfocado en la uniformidad de las
prácticas, marcaba una continuidad con el modelo inaugurado por la
historiografía francesa de los años 70 y 80. La dependencia con respecto a los
testamentos como principal fuente de análisis suscitaba a su vez una serie de
dificultades y limitaciones en el alcance de estos trabajos, especialmente en virtud
de la marcada sobrerrepresentación de los grupos de élite en este tipo de
documentación. Por otro lado, la aparente uniformidad de los testimonios
soslayaba las contradicciones, las heterogeneidades y los intereses
contrapuestos que surcaban las representaciones y prácticas estudiadas. Por
ejemplo, Martínez de Sánchez afirmaba que “en materia religiosa y de
actitudes ante la muerte se dio una plataforma de igualdad que nos lleva a
analizar el “gesto” más allá de la condición personal de cada uno”[6].
En los últimos
años, en el marco de la crisis del paradigma de las mentalidades, se han ido
abriendo nuevas alternativas y posibilidades para el estudio de la muerte,
tanto en lo que concierne a las fuentes como a la metodología empleada[7].Ejemplos
de esta renovación son los trabajos de Gabriela Caretta e Isabel Zacca[8],
en los que se explora la interacción entre la dimensión política, social y
religiosa de los fenómenos fúnebres en Salta y Jujuy, así como los conflictos y
negociaciones entre los distintos actores sociales, en el marco de un proceso
de transformación de los modelos de muerte. Merece también destacarse la interesante
aproximación realizada por María Elena Barral para la campaña bonaerense a lo
largo del período tardo-colonial[9].
Asimismo, las conclusiones que se habían formulado en la etapa previa,
exclusivamente en base al análisis de testamentos, comienzan a ser matizadas o
cuestionadas a partir de la incorporación de nuevas fuentes, como los registros
parroquiales.
En este trabajo
proponemos una indagación de las prácticas funerarias y lugares de entierro en
el Buenos Aires tardo-colonial a través del estudio cuantitativo-cualitativo
del primer libro de difuntos de la parroquia de Nuestra Señora de Montserrat
(1770-1800)[10].
El período estudiado comprende los primeros treinta años de vida de la
parroquia, desde la fundación de la misma en 1770 hasta la finalización del
libro en 1800. Aunque en materia de detalles los testamentos resultan más ricos
que los registros parroquiales, éstos últimos comprenden un universo social mucho
más amplio, permitiéndonos profundizar en las prácticas y comportamientos
adoptados por sujetos sociales ausentes o bien sub-representados en las fuentes
notariales, como esclavos, libertos, blancos pobres y párvulos. En la medida en
que la mayoría de los estudios abocados a esta temática, tanto dentro como
fuera del área rioplatense, se ha centrado en el análisis de testamentos, se ha
proyectado una visión distorsionada o sesgada sobre las prácticas y costumbres
funerarias adoptadas por el conjunto de la población colonial. Estos estudios soslayan
la diversidad interna de la sociedad y cómo ésta se expresaba en el momento de la
muerte. Lejos de existir una plataforma de igualdad,
el escenario de la muerte suponía un espacio profundamente heterogéneo y
jerarquizado. Contrariamente a lo que sugieren las investigaciones basadas en
fuentes notariales, aquellos fieles que se encontraban en condiciones de testar,
disponer sufragios y costear su entierro en una iglesia conventual constituían
una pequeña minoría dentro de la población total.
Para ahondar en
esta perspectiva, hemos elegido una parroquia situada en la periferia de la
ciudad, con una población altamente heterogénea y aranceles reducidos en
comparación al curato catedral. Las nuevas parroquias, situadas en los
arrabales y compuestas por “la gente más pobre y miserable” de la ciudad, ocupaban
un lugar subordinado dentro de la sociedad y en el “entramado devocional” del
Buenos Aires colonial. Las reticencias de los sectores más acaudalados, que
evitaban enterrarse en estos templos, revelan las dificultades que enfrentaba
la constitución de éstos como núcleos de devoción y espacios de pertenencia,
así como su carácter liminal y articulador entre dos espacios bien diferenciados:
el centro de la ciudad por un lado y la campaña por el otro. La particularidad
de parroquias como Montserrat residía en su condición subordinada y semi-periférica.
A diferencia de las parroquias rurales, estos nuevos templos debían convivir
con otros espacios e instancias de devoción, como la catedral y los conventos
de regulares, en los que se asentaban diversas hermandades, cofradías y órdenes
terceras. A su vez, por la propia estructura económica y social de la población,
una parte muy considerable de la feligresía quedaba al margen de estos espacios
y redes de sociabilidad.
Nuestro trabajo
comprende un total de 4105 partidas correspondientes al primer libro de
difuntos de la parroquia[11]
y supone un análisis tanto cuantitativo como cualitativo de las mismas. El
método cuantitativo nos permite identificar las grandes tendencias en materia
funeraria, como así también cruzar las distintas variables (aranceles, tipos de
entierro, etnia y lugar de inhumación), de forma tal de dar cuenta de los
diferentes comportamientos y actitudes hacia dentro de los grupos estudiados.
El análisis detallado de las partidas, de acuerdo a criterios cualitativos, nos
ha permitido contrastar las tendencias generales con los casos excepcionales,
así como identificar pequeños testimonios que dan cuenta de deseos,
inquietudes, motivaciones o preferencias de los difuntos y sus familias. Todos
estos datos son contrastados con otras fuentes, como los aranceles y las
previsiones de los obispos, y especialmente con la información recabada por
distintos investigadores en base al estudio serial de los registros notariales.
En el primer
apartado ofrecemos un panorama general de los habitantes fallecidos en la
parroquia (sexo, etnia y edad), para concentrarnos en lo sucesivo en dos
aspectos en particular: lugar y tipo de entierro. Hemos elegido estos dos
criterios, ya que es en la elección del lugar de sepultura y en el tipo de
entierro donde se expresan las mayores divergencias entre el curato catedral y
las parroquias periféricas, así como entre los diferentes sectores sociales
estudiados. No es nuestra intención
profundizar en los índices de mortandad o en la estructura demográfica de la
parroquia (mortsubie, en términos de Michel
Vovelle), aspectos que por otro lado ya han sido trabajados en otros estudios
en base a este mismo tipo de fuente[12].
Concordamos con Vovelle en cuanto a la necesidad de abordar la muerte desde una
perspectiva global, pero elegimos concentrarnos aquí en las prácticas
funerarias y en las actitudes colectivas (mortvécue), sin
ignorar por esto la dimensión demográfica y discursiva del fenómeno estudiado[13].
Nuestra Señora de Montserrat: parroquia y feligresía
Hasta 1770 todo el
territorio de la ciudad de Buenos Aires, junto con sus más de 20.000
habitantes, se encontraba comprendido dentro de un único curato, con sede en la
iglesia Catedral y dos viceparroquias dependientes de ésta, La Concepción y San
Nicolás[14].
En vistas del sostenido crecimiento demográfico experimentado por la ciudad
durante esos años y la incapacidad de la catedral y sus iglesias auxiliares
para satisfacer plenamente las necesidades espirituales de sus fieles, el
obispo Manuel Antonio de la Torre había establecido en 1769 la creación de
cuatro nuevas parroquias: Nuestra Señora de la Concepción, Nuestra Señora de la
Piedad, Nuestra Señora de Montserrat y San Nicolás de Bari[15].
Sumados los cuatro nuevos curatos al de la Catedral, que vería drásticamente
reducido su territorio, la ciudad quedaba dividida en cinco parroquias, con sus
respectivas jurisdicciones.
Nuestra Señora de
Montserrat tenía su origen en una modesta capilla de adobe y paja fundada por
el catalán Juan Pedro Sierra, en 1750. Sobre la base de aquella capilla,
construida en las tierras de Sierray bajo la iniciativa de la hermandad
homónima, se erigiría a partir de 1755 un templo de ladrillo, que pasaría a
convertirse en parroquia con el auto de 1769. Como justificación de este nuevo
curato el obispo invocaba el “aumento de Feligreses que
se han domiciliado hacia la grande capilla de Nuestra Señora de Motserrat,
todos distantes de las dhas Parroquias”[16].
Los límites de la nueva jurisdicción eran cinco cuadras de ancho de norte a sur, contigua a la de San Nicolás y
seis cuadras de este a oeste a partir del límite de Nuestra Señora de la Piedad”[17],
comprendiendo “todo el territorio rural que hay ala parte
del Oeste de dhalinea traviesa[18].
Plano 1. Reconstrucción
de las jurisdicciones parroquiales.
Fuente: Realizada
por Ricardo Trelles en 1856 y publicada en el Registro estadístico de la
provincia de Buenos Aires. Reproducido en
Taullard, Alfredo, Los planos más antiguos de
Buenos Aires: 1580-1880, Peuser, Buenos Aires, 1940, pp. 53.
La parroquia de
Montserrat incluía las manzanas aledañas a la plaza homónima, limitando al este
con el curato catedral, mientras que hacia el oeste se extendía por la zona de
chacras, hasta fundirse con la campaña. En torno a la plaza y la iglesia se había
ido gestando lentamente un nuevo núcleo poblacional que conectaba la periferia
de la ciudad con la zona fundacional, el llamado barrio Santo Domingo o
Catedral al Sud, con epicentro en la plaza mayor. Como señala García Rozada:
el barrio estaba ubicado en zona de arrabales y deslindes, producto del
movimiento surgido alrededor de la capilla de Montserrat erigida en parroquia
en 1769, que le otorgó el nombre. Muy cerca de la iglesia se había establecido
uno de los altos de carretas que llegaban a Buenos Aires, dando lugar a la
aparición de pulperías, algunos comercios y casas para alquilar[19].
A diferencia del
curato catedral, donde se concentraban las residencias de la élite y el grueso
de la vida administrativa y comercial de la ciudad, el barrio de Montserrat congregaba
a una heterogénea población, compuesta por “gente de oficios,
quinteros, en su mayoría vascos y catalanes, pulperos y pequeños comerciantes”[20].
En torno a la plaza o “hueco de Montserrat”, se agrupaban las pulperías y los
puestos de mercachifles y artesanos. Durante la década de 1790 funcionaba allí
la plaza de toros y junto a ésta se encontraba la llamada “Calle del Pecado”,
en la que se congregaban prostitutas, pulperías, casas de “truco” y reñideros
de gallos. Hacia el oeste, la zona de casas bajas cedía ante un paisaje de
chacras, delimitadas por cercos de pitas y tunas, y pobladas por españoles,
criollos, pardos y negros libres. Éstos últimos ocuparon un rol preponderante
en la conformación identitaria del barrio. Junto con otras zonas pertenecientes
a las parroquias contiguas, Montserrat formaba parte de un difuso corredor
urbano que concentraba la mayor parte de la población afrodescendiente de la
ciudad, llegando a ser conocido como “barrio del tambor”[21].
Aunque no es
nuestro objetivo realizar un análisis demográfico de la parroquia ni
profundizar en su composición étnica, consideramos necesario tener en cuenta
algunos datos generales concernientes a la población estudiada. El análisis por
sexo arroja un leve desbalance en favor de los hombres (52,62% contra 47,38%);
tendencia que ya ha sido registrada en estudios similares[22].
Por otro lado, al igual que en el resto de la ciudad y en concordancia con los
índices de mortalidad de la época, se registra una alta proporción de párvulos
(48%) con respecto al total de fallecidos[23].
Cuadro 1.
Clasificación por sexo.
Sexo |
||
Hombres
|
2160 |
52,62% |
Mujeres |
1945 |
47,38% |
Total |
4105 |
100% |
Fuente: Elaboración propia. Los
datos provienen de SGU, Libro de difuntos de la Parroquia de Montserrat,
1770-1800 (en adelante LDPM I)[24].
Cuadro 2: Clasificación por edad al momento de la muerte.
Edad al momento de la muerte |
||
Párvulos |
1973 |
48,06% |
Niños y
jóvenes[25] |
73 |
1,78% |
Adultos |
2059 |
50,16% |
Total |
4105 |
100% |
Fuente: Elaboración propia. Los
datos provienen de SGU, Libro de difuntos de la Parroquia de Montserrat, 1770
1800 (LDPM I).
En cuanto a la
composición étnica de los habitantes, los datos recabados corroboran las
descripciones tradicionales de la zona. El 66,41% de las partidas no
especifican etnia. La categoría de blanco sólo se utilizó en una oportunidad a
lo largo de todo el libro, mientras que la de mestizo comenzó a emplearse sólo
durante los últimos años y en una proporción muy reducida. Por tanto, estimamos
que la amplia mayoría de quienes no aparecen identificados está compuesta por
blancos y mestizos, algunos de éstos registrados con el apelativo “Don”. Dentro
de este grupo también encontramos 129 españoles peninsulares (3,14% del total)
y 63 europeos no españoles (1,54%), en su mayoría portugueses[26].
El segundo grupo en importancia eran los negros, pardos y morenos, con el 27%. Este
último grupo estaba compuesto en su mayoría por esclavos (15,20%) y en menor
medida por negros libres. También se registraron 244 indios, lo que equivale a
un 6% de la feligresía.
Cuadro 3. Clasificación por grupo étnico.
Grupos étnicos |
||
No especifica |
2726 |
66,41% |
Españoles |
128 |
3,12% |
Otros
europeos |
64 |
1,56% |
Total negros, pardos y morenos |
1109 |
27,02% |
Esclavos |
624 |
15,20% |
Pardos
y negros libres |
225 |
5,48% |
Pardos,
negros y morenos (no especifica) |
260 |
6,33% |
Indios |
244 |
5,94% |
Mestizos |
25 |
0,61% |
Blancos |
1 |
0,02 |
Total |
4105 |
100% |
Fuente: Elaboración propia. Los
datos provienen de SGU, Libro de difuntos de la Parroquia de Montserrat, 1770
1800 (LDPM I).
El sector más
pudiente de la parroquia estaba conformado por un pequeño grupo de españoles y
portugueses, en su mayoría quinteros y pequeños comerciantes. Luego encontramos
un importante sector de artesanos y “gentes de oficio”, en el que confluían
tanto blancos como pardos y mestizos, y entre los que encontramos zapateros, toneleros,
carpinteros y barberos, además de algunos marineros y soldados. Por otro lado, se
registra un importante número de esclavos, ocupados sobre todo en la labranza
de las quintas y en menor medida como artesanos y criados. La parroquia también
albergaba un pequeño número de indios, en su mayoría migrantes solteros provenientes
de las Misiones. Del total de adultos libres sepultados en la parroquia, apenas
el 16% había hecho testamento antes de fallecer y en muchos casos no se trataba
más que de “simples memorias” hechas ante testigos. Esto revela que la gran
mayoría de los feligreses de Montserrat no contaba al momento de su muerte con
bienes de cuantía, que justificasen la redacción de este instrumento, o bien no
habían tenido el tiempo o la voluntad de suscribirlo.
En lo que respecta
a la parroquia, ésta tuvo dos curas titulares a lo largo del período
comprendido dentro de nuestro análisis: los padres Antonio Suero y Juan
Nepomuceno Solá. Suero fue el primer párroco de Montserrat y se desempeñó de
forma ininterrumpida al frente de la parroquia, desde la creación de ésta en
1770 hasta su muerte en 1791. Por su parte, Solá fue designado cura interino
luego de la muerte de su antecesor, obteniendo la titularidad del curato en
1797. Nombrado en 1810 como miembro de la fugaz Junta de gobierno presidida por
el virrey Cisneros, Solá se mantuvo al frente del curato hasta su muerte en
1819[27].
Un lugar para los muertos
La atracción de los conventos y
la “oferta” parroquial
A partir de la
elevación al rango de parroquia, la iglesia de Montserrat quedaba designada
como lugar de entierro de todos aquellos vecinos domiciliados dentro de su
jurisdicción. La inhumación debía realizarse dentro del templo o en el
cementerio situado junto a éste[28].
Sin embargo, los fieles también podían ser enterrados en cualquiera de las
otras iglesias conventuales o parroquiales de la ciudad, una vez satisfechos
los derechos de cruz y obtenida la licencia del cura párroco. Como señala María
Isabel Seoane, la Ley V de la Primera Partida de Alfonso X, “luego de sentar el
derecho de cada uno a ser enterrado en su propia parroquia, proclamaba el
principio de la libertad en la elección”[29].
Las indagaciones
realizadas hasta el momento, sobre todo a partir del análisis de testamentos,
han señalado una clara preferencia de parte de los testadores porteños hacia
las iglesias conventuales, especialmente la de los franciscanos[30].El
voto de pobreza, tradicionalmente asociado a la orden seráfica, era percibido
como un auxilio especialmente provechoso para el alma de los difuntos
enterrados en sus conventos y amortajados con su hábito[31].
De acuerdo al análisis de Seoane, el convento de los franciscanos ocupaba el
primer lugar dentro de las preferencias de los testadores porteños (el 33%de
las inhumaciones durante el siglo XVIII). Asimismo, el total de entierros en
las iglesias conventuales superaba largamente la suma de las diferentes
parroquias de la ciudad (77% contra 14% para el siglo XVIII, y 67% contra 23%
para el año 1810)[32].
Sin embargo, el análisis de las partidas de difuntos arroja
datos muy diferentes. Del total de entierros registrados entre 1770 y 1800,
casi el 73% fueron realizados en la parroquia de origen, Nuestra Señora de
Montserrat. En contrapartida, los entierros en iglesias conventuales, que en
los testamentos analizados por Seoane ascienden al 77% (siglo XVIII),
representan en nuestro caso tan sólo el 21% del total. Se ha señalado
anteriormente el marcado sesgo económico-social que suponen las fuentes notariales
y sus limitaciones a la hora de componer un panorama general de las prácticas
funerarias y de sepultura. Las drásticas diferencias entre nuestros datos y los
recabados por Seoane sugieren que el entierro en las iglesias conventuales,
aunque era preferido por los feligreses porteños del siglo XVIII, no resultaba
accesible para la vasta mayoría de la población y menos aún en un barrio pobre
como Montserrat. Quienes contaban con ciertos recursos tendían a elegir
sepultura en los conventos de regulares, mientras que el resto de los feligreses
debían conformarse con ser enterrados en la iglesia parroquial.
Cuadro 4. Clasificación por lugar de entierro.
Lugar de entierro |
||
Iglesia de Nuestra Señora
de Montserrat |
2746 |
66, 89% |
Cementerio de Nuestra Señora
de Montserrat |
246 |
5, 99% |
Total
parroquia de Montserrat |
2992 |
72, 89% |
Convento de Santo Domingo |
282 |
6, 87% |
Convento de San Francisco |
393 |
9, 57% |
Convento de La Merced |
105 |
2, 56% |
Santa Recolección |
109 |
2, 65% |
Hospital y Convento de
Betlemitas |
18 |
0,44% |
Convento de las
Capuchinas |
1 |
0,02% |
San Roque (terciarios
franciscanos) |
1 |
0,02% |
Total
iglesias conventuales |
909 |
22, 14% |
Catedral |
4 |
0,10% |
San Nicolás |
8 |
0,19% |
La Concepción |
14 |
0,34% |
La Piedad |
8 |
0,19% |
Total
otras iglesias parroquiales |
33 |
0,80% |
San
Ignacio |
6 |
0,14% |
San
Miguel/Santa Caridad |
133 |
3,
24% |
No
especifica |
31 |
0,75% |
Total |
4105 |
100% |
Fuente: Elaboración propia. Los datos provienen de SGU, Libro de
difuntos de la Parroquia de Montserrat, 1770 1800 (LDPM I).
La localización de cada curato dentro del espacio urbano
suponía una diferente composición étnico-social de su feligresía y, por
consiguiente, diferentes prácticas de entierro entre sus miembros. La
estructura étnica que se desprende de los respectivos libros de difuntos
corrobora este panorama: el total de negros, pardos, mestizos, indios y otros
no blancos representaba el 15% de los difuntos del curato catedral, mientras
que en el caso de Montserrat este mismo número ascendía a más del 33%. Dentro
de la jurisdicción de la catedral no sólo se encontraban los principales
edificios cívicos y religiosos de la ciudad, sino también la mayor parte de la
élite, especialmente los grandes funcionarios y comerciantes. Montserrat, al
igual que el resto de los nuevos curatos, contaba con una feligresía
étnicamente más heterogénea y mucho más pobre en términos económicos. Estas
diferencias tenían su correlato en la forma de enfrentar la muerte. Incluso las
pequeñas “élites” de los barrios periféricos rehusaban enterrarse en sus
propias parroquias, prefiriendo en su mayoría los conventos de regulares.
Los curas de una parroquia vecina a Montserrat, la de San
Nicolás, se quejaban en 1772 de la posición subordinada en que se encontraban
los nuevos curatos: “es constante, no
sepultarse por lo comun en las Parrochs. sino la gente mas
miserable, y mas pobre, que ò no puede sufragar los gastos de los Entierros en
otras Iglesias, o no esta alistada en alguna de las muchas Cofradias que los
sufragan”[37].No
sin cierta exageración, los curas afirmaban que sólo la “gente más pobre” se avenía
a enterrarse en las parroquias. Esto último implicaba un duro contratiempo para
la fábrica de la iglesia y para las rentas de los curas, ya que las pocas
personas que estaban en condiciones de pagar un arancel más alto o de disponer
sufragios y novenarios preferían hacerlo en los conventos de regulares. En
1806, el mayordomo de San Nicolás se lamentaba de los escasos recursos del
curato y lo atribuía, entre otras cosas, a que “todos los
Feligreses pudientes se entierran en los Combentos”[38].
Frente a la “pobreza” de las parroquias, el peso de las
órdenes regulares y particularmente de los franciscanos se revela fundamental.
Como señala Airès, en el Antiguo Régimen “las órdenes mendicantes
son las grandes especialistas de la muerte”[39].Nuestros
datos corroboran la preeminencia de los franciscanos, tal como había constatado
Seoane en su análisis de los testamentos porteños[40].
Para mediados de la década de 1770, el propio cabildo había tomado nota del
peso que poseían los regulares, y los franciscanos en particular, en materia de
entierros. En 1775, el cabildo pide que, “no habiendo Arancel fixo
en los regulares sino el que se les antoja poner a cada Prelado”, se
moderen las “crecidas utilidades q.e reportan
por hacerse todas las funciones en sus Iglesias”[41].
El cuerpo acusa a los frailes menores de “codicia” y de “hacer un
trato Mercantil de los entierros”[42].Si
sumamos el convento de las Once Mil Vírgenes[43]y
el de la Santa Recolección[44],
la participación de los franciscanos asciende al 12 % del total de
inhumaciones, más de la mitad de los entierros realizados en conventos[45].El
segundo lugar en la preferencia de los fieles lo ocupaban los dominicos y mucho
más atrás se encontraban los mercedarios.
En la elección de las iglesias conventuales jugaba un rol
muy importante la adscripción del difunto a una hermandad o cofradía específica,
muchas de las cuales tenían asiento en esos templos. Entre quinteros y medianos
comerciantes era habitual la pertenencia a órdenes terceras, como la de San
Francisco, Santo Domingo y la Merced, o a cofradías ligadas a éstas, como la de
Nuestra Señora del Rosario[46].
La adscripción a estas cofradías, que establecían como requisito la “limpieza
de sangre” y el pago de una cuota anual en concepto de luminaria, denotaba la participación
de ciertos sectores de la feligresía dentro de redes de negocios y de
sociabilidad más amplias, que trascendían los estrechos límites de la
parroquia. Por sus actividades económicas y sus vínculos familiares, muchos
quinteros y medianos comerciantes lograban acceder a estas instancias de
devoción, que luego se veían reflejadas en el momento de la muerte y en la
elección de sepultura. Aunque los curas también procuraron fundar cofradías de
ánimas en las nuevas parroquias, éstas nunca llegaron a contar con el prestigio
del que gozaban las hermandades y órdenes terceras[47].
Además de la pertenencia a estas corporaciones, tener un
pariente religioso podía convertirse en un motivo y medio válido para
granjearse un entierro en el convento[48].Viudas,
huérfanos y otros “pobres vergonzantes” solían carecer del dinero necesario
para costear el entierro, pero por ser vecinos reconocidos y tener parientes
religiosos, lograban despertar la caridad de los párrocos y del clero regular. Por
ejemplo, en 1770, Micaela Antonia Escobar “se enterró gratis en el
Convento de N. Sra de Merced en donde tenía parientes Religiosos qe
de limosna le sepultaban”[49].Por
otro lado, ser enterrado en una iglesia conventual, con todas las implicancias
espirituales y salvíficas que ello suponía, ameritaba un mayor esfuerzo económico,
aunque esto implicase desprenderse de los pocos bienes terrenales con que
contaba el difunto. Basilia Lujánera viuda ymurió en 1770 sin haber hecho
testamento por ser “pobre miserable”. A pesar de habérsele ofrecido un entierro
de limosna en la parroquia de Montserrat, Basilia prefirió “dar tres ps
de dhos a fin de conseguir fuesse enterrada en la Sta Recoleccion
por lograr los sufragios, qe le ofrecían por tener parientes
religiosos”[50].
Más allá de su situación económica, estos vecinos se encontraban insertos
dentro de lazos de parentesco y amistad que garantizaban ciertos beneficios y
prerrogativas en el momento de la muerte.
José Domingo Aristegui, un quintero vasco de medianos
recursos, fallecido en 1784 y miembro de la orden tercera de San Francisco,
ilustra en sus últimas disposiciones la vida devocional y las preferencias póstumas
de este pequeño grupo de vecinos “pudientes”. En su testamento, Aristegui
dispone ser enterrado en San Francisco con el hábito de la orden y deja una
limosna de treinta ristras de cebollas para el convento de los mercedarios. Por
otro lado, sus albaceas mandan decir más de 300 misas distribuidas entre los
distintos conventos e iglesias de la ciudad[51].A
diferencia de muchos de sus vecinos, Aristegui era miembro de una orden tercera
y participaba de otros espacios de sociabilidad que lo ponían en contacto con
el centro de la ciudad y con la “parte más principal” de su feligresía. Además,
su patrimonio, aunque modesto, le permitía afrontar los costos de un entierro
de relativa pompa, con acompañantes, cantores y una procesión con doce posas.
A pesar de todo, algunos vecinos “pudientes” optaban por ser
sepultados en las parroquias, generalmente con las exequias que les
correspondían como miembros de las cofradías de ánimas. José Ferreira, vecino
de Montserrat y natural de Madeira, poseía una quinta con casa y cerco de tunas
y otras dos cuadras de tierra sembradas de alfalfa. En su testamento de 1795,
Ferreira pidió ser enterrado en la parroquia de Montserrat pero con hábito de
San Francisco[52].
En estos casos, el tipo de entierro reflejaba plenamente la condición social
del difunto. Ferreira fue sepultado con entierro mayor, misa con cantores,
vigilia, órgano y paños negros. Además de su función salvífica, algunos de
estos elementos, como las posas, el número de velas o la mortaja, denotaban
también la capacidad económica del difunto[53].
También los pardos y morenos, tanto libres como esclavos, se
encontraban agrupados dentro de sus propias cofradías, como la de San Baltasar,
en la parroquia de la Piedad. Los artesanos y negros libres preferían las
cofradías asociadas a las órdenes regulares, como la de Santa Rosa de Viterbo y
la de San Benito de Palermo, en el convento de los franciscanos, o la del
Rosario de menores, en el convento de Santo Domingo. Por ejemplo, Fernando
Santos de Agüero, un barbero pardo domiciliado en Montserrat, pidió en 1782 ser
enterrado en San Francisco como cofrade de Santa Rosa de Viterbo, dejando
además 10 pesos de limosna a la cofradía de San Benito[54].
María Dolores Sevicos era una negra liberta, natural de Mondongo en el golfo de
Guinea, y vivía en una “casita adelante de Nuestra
Señora de Montserrat”. Sus únicos bienes eran unos pocos muebles y
su casa, comprada con el dinero que había ganado como “ama de leche”. En 1791, pidió
ser enterrada con cruz baja en el convento de los mercedarios, ya que era
cofrade de Santa María del Socorro, hermandad a la que le estaba debiendo cinco
años de luminaria[55].
A diferencia de los conventos, en los que confluían difuntos
de todos los curatos de la ciudad, las iglesias parroquiales se limitaban generalmente
al entierro de los miembros más pobres de su propia feligresía. De todos los
feligreses fallecidos en Montserrat entre 1770 y 1800, apenas 34 (menos del 1%)
fueron enterrados en alguna de las demás iglesias parroquiales de la ciudad. En
ciertas ocasiones, la elección tenía que ver con la pertenencia del difunto a
una cofradía con asiento en otra parroquia. Por ejemplo, Antonia López, aunque
era vecina de Montserrat, fue enterrada en San Nicolás por pertenecer a la
cofradía de las Ánimas y el Santo Cristo del Perdón[56].
Algunos fieles optaban por inscribirse en una cofradía de otro curato, ya fuera
por devoción a un determinado santo o advocación mariana, por no contar con la
“limpieza de sangre” requerida por la hermandad de su parroquia, o porque
apuntaban a pagar una menor luminaria.
De la misma manera que el centro ejercía cierta influencia
sobre los vecinos más “pudientes” de la periferia, también las parroquias
periféricas extendían su influjo hacia el área rural. Por su situación
geográfica, el barrio de Montserrat congregaba a un gran número de fieles
provenientes de la campaña. Muchos se encontraban de paso por Buenos Aires y
eran sorprendidos por una muerte imprevista. Otros se dirigían a ésta para
tratarse de una enfermedad, como “Pasqual Indio soltoqevivia
(…) en el Pago de la Matanza viniendo a curarse a esta Ciudad”[57].
Algunos de estos viajeros ni siquiera llegaban a Buenos Aires, muriendo en el
camino; como le sucedió en 1790 a María del Tránsito Figueroa, natural de
Córdoba y habitante “en el Pergamino donde
dicen, haberse confesado, la que falleció en el camino pa esta y fue
sepultada en la Sta Charidad”[58].
Otros fieles eran traídos expresamente a la ciudad con el propósito de recibir
sepultura en la parroquia. Por ejemplo, el soldado Thomas Villarreal, “de la Guardia del Monte, el qe fue conducido a ser sepultado
en esta de Montserrat pr un sargento”[59],
o Juan Arista, “qe falleció de muerte súbita en
el Salado veinte díasantes”[60].
El traslado de los cuerpos desde distintos puntos de la campaña revela la
primacía simbólica que ejercían las parroquias urbanas sobre las rurales, así
como el lento proceso de constitución de una cierta identidad colectiva en
torno a los barrios periféricos de la ciudad. A medida, que las nuevas
parroquias se consolidaban como espacios de pertenencia y devoción, la
perspectiva de ser enterrado en ellas se volvía más atractiva.
Los curas también apelaban a la caridad de los fieles como un
mecanismo de cohesión y de reafirmación de la identidad parroquial. Los
sufragios, las oraciones y las limosnas de los feligreses debían ponerse al
servicio de las almas de los difuntos, ya que en un futuro también ellos gozarían
de éstas. A principios de 1794, por ejemplo, se recogieron limosnas en el
barrio para dar sepultura a “los huesos de un Difto.
(…) qe se hallaron en el Campo”[61]. Con los seis
pesos recaudados se costeó el entierro con misa y vigilia, además de otras ocho
misas rezadas. Dar sepultura a los cadáveres de los difuntos constituía un
deber cristiano y un acto de caridad, ya que ésta debía ejercerse no sólo entre
los vivos, sino también entre vivientes y difuntos. Mediante el ejercicio de la
caridad, el párroco legitimaba su rol dentro de la comunidad, al mismo tiempo
que promovía la participación de los fieles en actividades piadosas, que
tendían a reforzar los vínculos y las instituciones parroquiales, como las
cofradías de ánimas. Como señala María Elena Barral, “la elección
para la sepultura de la iglesia parroquial (…) tenía sentido como parte de la
idea de la comunión cristiana que continuaba luego de la muerte”[62].Por
medio de estas obras piadosas, los fieles entraban dentro de un “cadena de la
salvación”, que unía mediante sufragios y oraciones, a la “iglesia militante” y
a la “iglesia purgante”, a vivos y a difuntos.
La iglesia y el
cementerio
La ubicación del entierro no era un dato menor, ya que
constituía el lugar de descanso de los restos mortales del difunto, por lo
menos hasta el momento glorioso de la resurrección. Aunque no todos podían
elegir libremente el lugar de entierro, esta disposición, como señala Seoane,
constituía un “acto personalísimo rara vez omitido”
entre los testadores porteños del siglo XVIII. Excepcionalmente se podía
indicar también la ubicación exacta dentro del templo[63].
De acuerdo a las instrucciones formuladas por el obispo De la Torre en 1769,
los párrocos también debían registrar en sus libros “el lance o
tirante de sepultura donde se enterró (el cuerpo)”[64],
aunque en el caso de Montserrat esta disposición nunca tuvo efecto.
La principal diferencia en cuanto al lugar de entierro
concernía a la distinción entre iglesia y cementerio. Los cementerios,
generalmente situados en terrenos contiguos a las iglesias, estaban reservados
para todas aquellas personas que, por diversos motivos, no recibían sepultura
en el interior de los templos. Enterrarse en el cementerio implicaba una clara
desventaja espiritual con respecto a la sepultura dentro de la iglesia. Quienes
podían optaban por ésta última, dado que de esta forma se aseguraban gozar del
auxilio y de los efectos salvíficos tradicionalmente atribuidos a la oración de
los fieles y al sacrificio de la misa. Los feligreses rehusaban enterrarse en el
cementerio, ya que éste era concebido como un espacio de olvido y de abandono.
Por el contrario, la sepultura dentro de la iglesia, y en especial aquellas que
se realizaban en las inmediaciones del altar o del coro, comportaban una
cercanía con lo divino que le estaba vedada a quienes se enterraban del otro
lado de sus muros.
Hacia fines del siglo XVIII, los cementerios poseían un
carácter complejo y ambiguo. Según Isabel Cruz de Amenábar, en el Chile
colonial “los antiguos camposantos se habían transformado en lugares equívocos,
extraños y sórdidos, a pesar de su carácter sagrado; sitios de vaganza, pillaje
y retozos amorosos”[65].
Hacia 1804, el cementerio de la catedral porteña se encontraba lleno de malezas
y de escombros[66].
Tampoco era mejor la situación de los camposantos en la campaña. De acuerdo con
el obispo Benito Lué y Riega, en algunos cementerios, como el de La Matanza,
vagaban “animales inmundos”, mientras que, en el camposanto de Las Conchas, las
periódicas inundaciones amenazaban con descubrir los cadáveres de los difuntos[67].
Además, los cementerios podían transformarse en refugio de reos y delincuentes,
ya que éstos gozaban del tradicional derecho de asilo que pesaba sobre las
iglesias. Según la cofradía de San José y Ánimas del Campo Santo, establecida
en el hospital betlemítico de Buenos Aires, en los cementerios sólo se
enterraban los “pobres miserables” y aquellas
personas “olvidadas de sus parientes y amigos”[68].
En Montserrat, los
entierros realizados en el cementerio recién comenzaron a registrarse por
separado a partir de 1791.En los diez años siguientes, se consignaron 246
difuntos sepultados en el camposanto, un 17% del total de inhumaciones y
aproximadamente22% de los fieles enterrados en la parroquia. Es posible que la
participación del cementerio haya sido algo mayor, si tenemos en cuenta el recurrente
sobregistro y la falta de precisión en algunas partidas. Ahora bien, lo que
estos números no indican es por qué algunos fieles eran enterrados en el
cementerio mientras que otros recibían sepultura dentro de la iglesia ¿Cuál era
la identidad de estos difuntos y a qué se debía esta diferenciación espacial?
La principal causa
asociada al entierro en el camposanto era la pobreza del difunto, aunque
también intervenían factores de índole socio-étnica. En algunas ciudades, como
Salta, “los españoles, adultos y párvulos, fueron
enterrados exclusivamente en el interior de los templos -excepción hecha de
algunos casos vinculados a muerte dudosa”[69].
En Buenos Aires las diferencias parecen haber sido menos nítidas, sobre todo
hacia fines del período colonial, ya que muchos blancos fueron enterrados en el
cementerio. En 1740, en medio de la disputa que libraban contra la Hermandad de
la Santa Caridad por el cobro de sus derechos de cruz, los curas rectores de la
catedral se quejaban de que “tampoco entierran dhosherms
a sus muertos dentro d esta Iglesia [San Miguel], como lo
previenen sus Reglas y lo acostumbraron a los principios, sino en su Sementerio
aunqe sean Españoles”[70].
La respuesta del representante de la Hermandad no se hizo esperar. Además de
alegar la carestía de fondos que los aquejaba, sostenía que “el Sementerio asi en Esta Ciudad como en todas partes y en la Europa se
practica, es de los pobres”[71].
Dos criterios diferentes se distinguen en ambas intervenciones, uno de carácter
étnico y otro económico-social.
La pobreza de los difuntos enterrados en el camposanto parroquial
se ve confirmada por los exiguos aranceles que pagaban a sus curas. Más de la
mitad de los entierros en el cementerio (56,50%) fueron realizados de limosna,
mientras que de los restantes sólo unos pocos pagaron sumas que superaran los 2
pesos de derechos de cruz. Excepcionalmente, encontramos algunos entierros de
mayor pompa, como el del mestizo Lucas Díaz, que llegó a pagar 17 pesos[72].
Estos últimos ejemplos demuestran que no en todos los casos la sepultura en el
cementerio tenía que ver estrictamente con una restricción económica. El
entierro en el camposanto podía deberse también a un pedido expreso del
difunto, ya que, como ha señalado Ariès, algunos fieles optaban por este tipo
de sepultura como gesto de humildad y desprendimiento[73].
No sabemos qué tan frecuente era esta práctica en Buenos Aires, aunque
conocemos algunos casos aislados de este tipo. Uno de los más famosos es el de
María Antonia de Paz y Figueroa, también conocida como Mama Antula, que al
morir en 1799 pidió expresamente ser enterrada en el cementerio de la parroquia
de La Piedad[74].
Pero si la pobreza era el único factor que determinaba el
lugar de entierro del difunto, cabría esperar que en una parroquia de escasos
recursos, como Montserrat, se registrara un porcentaje mucho mayor de
inhumaciones en el camposanto. Sin embargo, tan sólo el 17% de los fieles fue
enterrado en el cementerio. En sentido contrario, muchos de los difuntos pobres
que se enterraron de limosna recibieron sepultura dentro del templo y no en el
cementerio. En estas circunstancias entraban en juego otras variables, como los
lazos sociales del difunto, su estatus dentro de la comunidad, las presiones de
la familia, e incluso la relación de éste con el cura párroco.
Además del
cementerio de la parroquia, otro destino posible para los pobres difuntos era
el camposanto de la Hermandad de la Santa Caridad. Contiguo a la iglesia de San
Miguel Arcángel, donde tenía asiento la misma, este enterratorio estaba
destinado a la inhumación de pobres, ahogados y ajusticiados. En 1791 la
Caridad trasladó sus actividades precisamente a la iglesia de Montserrat. A
partir de ese momento los registros ya no discriminan entre los entierros organizados
por los hermanos y el resto de las inhumaciones de la parroquia. Durante el
período previo (1770-1790), se registraron 133 entierros realizados por la Santa
Caridad, un 5% del total de feligreses fallecidos[75].El
accionar de la Hermandad parece haber sido relativamente acotado, ya que sólo
se hicieron cargo del 25% de los entierros de limosna, mientras que los curas
debían encargarse del resto. En estos casos también intervenían otros factores
además de la pobreza. La Caridad solía ocuparse de los mendigos y de los
forasteros recién llegados y sin vínculos dentro de la ciudad. Por el
contrario, los curas se veían en la obligación de enterrar a sus propios
feligreses, aún cuando no estuvieran en condiciones de pagar el arancel, sobre
todo si se trataba de miembros estables y conocidos dentro de la parroquia. Estos
comportamientos ponen de relieve la centralidad que revestían el conocimiento y
la vecindad, como variables tanto o más decisivas que la condición económica
del difunto.
La mirada en torno a los cementerios, hasta entonces
concebidos como lugares de olvido y abandono, también comenzaba a cambiar hacia
fines del siglo XVIII. A partir de 1804, el cementerio de la parroquia se
universaliza como lugar de sepultura. Aunque persisten aún algunos entierros en
las iglesias, el camposanto comienza a imponerse, incluso entre los feligreses
más pudientes. En este contexto, juega un rol decisivo la Real Cédula de “cementerios
ventilados” dictada por Carlos IV en mayo 1804, así como el impulso y la
acogida que le va a dar a esta medida el obispo Benito Lué y Riega. En una
carta fechada en mayo de 1806, el obispo le manifiesta al virrey Sobremonte que
“habiendo recibido la Real Cédula y Plan de Cementerios” había procurado en su
visita “promover su cumplimiento en la Ciudad de Montevideo, y en las demás
Parroquias Rurales”[76].
Aunque esta medida no dejó de suscitar conflictos y resistencias, el entierro
en el camposanto lentamente comenzaba a imponerse.
Entierros y aranceles: riqueza,
salvación y diferenciación social
La “moderación” de los aranceles
En 1655 Fray
Cristóbal de la Mancha y Velazco había fijado los aranceles eclesiásticos
correspondientes al obispado de Buenos Aires. De acuerdo a lo dispuesto por el
prelado, el entierro mayor (“cura y sacristán con cruz
alta y oficio cantado y capa”) quedaba gravado en treinta pesos, el
entierro menor (“cura y sacristán con cruz baja y oficio
cantado, sin capa y con cargo de misa rezada”) en dieciocho pesos,
el entierro de negro o indio en dos pesos, el entierro de párvulos (“sin cargo de misa cantada”) en once pesos y el entierro de “persona pobre de solemnidad o conocidamente pobre”, de limosna[77].
A estos montos podían sumársele otras erogaciones, como el paño de andas, las
posas, el traslado del cuerpo o los acompañantes.
Las disposiciones
de Mancha y Velazco seguían vigentes para 1769, año en el que el obispo De la
Torre dispone la fundación de cuatro nuevas parroquias en la ciudad de Buenos
Aires. Los aranceles bonaerenses eran relativamente moderados, sobre todo si se
los compara con los demás obispados dependientes de la arquidiócesis de
Charcas. Hacia la década de 1770, el entierro mayor de español costaba 50 pesos
en Córdoba, entre 40 y 66 en La Plata, 50 en la Paz, 40 en Santa Cruz y tan
sólo 30 pesos en Buenos Aires[78].Únicamente
el obispado de Chile, que comprendía la región de Cuyo pero dependía de la
arquidiócesis limeña, contaba con un arancel sensiblemente menor (9 pesos y 1
real por el entierro mayor)[79].
Con motivo de la
división del curato catedral, el obispo De la Torre consideró necesario
introducir una serie de modificaciones en los aranceles. El prelado sostenía
que la pobreza de aquellas nuevas jurisdicciones ameritaba una disminución
adicional en los ya “moderados” derechos parroquiales: “Por cuanto,
considerando en la erección de las nuevas parroquias (…), ser generalmente
pobres los feligreses de los territorios demarcados, resolvimos para su alivio
minorar los derechos parroquiales, señalando en el moderado arancel de este
obispado”[80].
En las nuevas parroquias, el entierro mayor quedaría gravado en 22 pesos (para
“los fieles que tuvieren propias casas formales,
comercio u oficio útil”), el entierro menor en 12 pesos y el de
negros e indios en 3 pesos (2 pesos de derechos de cruz más 1 de misa rezada).
En cuanto a los párvulos, el entierro mayor (oficio cantado y cruz preciosa,
sin misa) costaba 6 pesos, mientras que el entierro menor quedaba fijado en 4
pesos.
Las disposiciones
del obispo De la Torre no sólo contravenían las normas reales y canónicas[81],
sino que contradecían el proceso de homogeneización y simplificación de aranceles
promovido por la Corona en el marco de las reformas borbónicas. Más que el
apego estricto a la letra de la ley, lo que procuraba el obispo era dar cuenta
de la propia diversidad de un territorio tan amplio y diverso como el de Buenos
Aires, atendiendo a su vez a la particularidad de los nuevos curatos y evitando
eventuales reclamos y conflictos. Por la misma época, también el arzobispo de
Charcas se había visto en la necesidad de establecer aranceles diferenciados
dentro de su diócesis, aunque en este caso el motivo tenía que ver con la
diferente inserción de cada uno de los curatos dentro del circuito minero
altoperuano[82].En
el contexto porteño, la reducción del arancel reflejaba plenamente el carácter
subalterno y periférico de las nuevas parroquias.
Sin embargo, los
nuevos aranceles tampoco se aplicaron tal y como había previsto el obispo. En
1771, De la Torre acusó al cura párroco de no guardar “el Arancel
en los Entierros como lo manifiestan sus Confusas Partidas”[83].
Según el prelado,
los Entierros Maiores, con que
deben ser Enterradas las Personas de Temporales Conveniencias; considerándose
nuebepessos por la Vigilia, y Misa con Ministros (…), quedan Onze por el Entierro maior, quando en el de la Catedral por la
Cruz solamente son Treinta pesos, y si se quiere Misa de Cuerpo presente, nuebe
pesos mas, que componen; y la misma Cuenta se puede hacer palpable en los
entierros de Segunda Clase para las Personas de moderadas Conveniencias; sin
que estè al arbitrio de los Testadores, ò Albaceas minorar dicho Arancel, como
ni disponer el Entierro de Segunda Clase, los que tienen sobradas Conveniencias[84].
Preocupado por la recaudación de sus “cuartas episcopales”,
el obispo advertía con preocupación que en Montserrat no sólo se percibían
derechos de entierro muy inferiores a los de la catedral, sino que el nuevo
arancel tampoco se recaudaba regular y sistemáticamente. De la Torre atribuía
estas irregularidades, en buena medida, a la incapacidad e “ingenuidad” de los
curas. Por otro lado, el obispo criticaba el “encogimiento
de los Fieles, quando no lo tienen para gastar muchos pesos en juegos, Comidas,
Timbales, y con los Negros trompeteros cuias tocatas sirven de una detestable
indecencia”[85].
Como dejaba entrever el obispo, en lugar de aplicar rigurosamente el arancel, los
párrocos negociaban con sus feligreses el pago de los derechos, las
características del funeral y el lugar de entierro del difunto. Rodolfo Aguirre
Salvador señala que, en el arzobispado de México, “las tasas
arancelarias simplemente no se seguían (…) sino que en cada jurisdicción se
negociaban”, generalmente con la tolerancia de la jerarquía eclesiástica[86].
Según Aguirre, prevalecía “un régimen de derechos
parroquiales consensuado más que impuesto”, que permitía fijar las
tasas de acuerdo a la realidad de cada curato y a las posibilidades económicas de
cada uno de los feligreses. En esta instancia de negociación los curas debían
atender a diversos aspectos, como la condición social del fallecido, sus
vínculos familiares y su lugar dentro de la comunidad.
Cuadro 5. Clasificación por pago de derechos.
Derechos de entierro[87] |
||
Limosna/gratuito |
835 |
20,34% |
Menos de 2 pesos |
135 |
3,29% |
2 pesos |
1461 |
35,59% |
Entre 2 y 5 pesos |
681 |
16,59% |
Entre 5 y 10 pesos |
336 |
8,19% |
Entre 10 y 15 pesos |
227 |
5,53% |
Entre 15 y 20 pesos |
114 |
2,78% |
Entre 20 y 25 pesos |
74 |
1,80% |
Entre 25 y 30 pesos |
45 |
1,10% |
Más de 30 pesos |
37 |
0,90% |
No especifica |
160 |
3,90% |
Total |
4105 |
100% |
Fuente: Elaboración propia. Los
datos provienen de SGU, Libro de difuntos de la Parroquia de Montserrat, 1770
1800 (LDPM I).
En la parroquia de
Montserrat, más del 20% de los entierros fue realizado de limosna. Aunque casi
el 80% pagó algún tipo de arancel, dentro de éstos el grupo más numeroso (35,59%)
era el de quienes sufragaban el mínimo de 2 pesos (sin contar el peso extra de
misa rezada). Esto quiere decir que más de la mitad de los entierros (59,22%)
fueron realizados de limosna o a cambio del arancel mínimo. A su vez, de los
4105 difuntos, solamente 37 (menos del 1%) pagaron montos superiores a los 30
pesos. Los funerales más costosos corresponden a dos hombres, Pedro Sánchez
Calderón[88]
y Pedro Leal[89],
que eligieron ser enterrados en la parroquia con toda la pompa posible, y sufragaron
75 y 78 pesos respectivamente. En ambos casos se trataba de entierros mayores,
con posas, misas de cuerpo presente y novenario. Este tipo de funerales, muy
frecuentes en los conventos, eran más bien excepcionales en las parroquias de
la periferia.
Como demuestran
los registros parroquiales, los curas debían amoldarse a la capacidad económica
de sus fieles. Veamos algunos ejemplos de este tipo: “pago solamte
de derechos de Cruz siete ps por no alcansar a mas sus bienes”[90],
“quedo a satisfacer lo qepudiesse dar mirándolo
en charidadsegún orden del Illmo Sr.”[91],
“no alcansaron sus Padres a satisfacer másqe
ocho ps de dhs”[92].
Tampoco se llegaba a un acuerdo en todos los casos. Algunos fieles se negaban directamente
a cumplir con los aranceles fijados por el cura párroco: “2 psdeve
y no los quiere pagar”[93],
“no se han satisfecho derechos”[94],
“sin derechos por engaño de un hermanosuio”[95].
A diferencia de los testamentos, que inducen a pensar en grandes sufragios, los
libros parroquiales revelan que una amplia mayoría de la población porteña sólo
alcanzaba a cubrir los aranceles más bajos, o por lo menos intentaba reducir
los costos del entierro al mínimo posible.
Cabe preguntarse
si los magros aranceles recaudados por los curas se debían, como sugería el
obispo De la Torre, a la despreocupación o “encogimiento” de los fieles, o en
todo caso a una cierta indiferencia de los deudos para con sus familiares
difuntos. Un análisis más detallado de las fuentes contradice esta supuesta
indiferencia, por lo menos como una actitud generalizada. Los fieles trataban,
en la medida de sus posibilidades, de asegurarse el mejor oficio posible y
rehusaban el entierro en el cementerio, aunque se les ofreciese de limosna. Las
testamentarias confirman que incluso vecinos muy pobres se preocupaban por
costearse una mortaja y una misa de difuntos. Los expedientes sucesorios
demuestran además que muchos herederos invertían los escasos despojos de sus
familiares en misas y novenarios. Las limitaciones estaban dadas, por un lado,
por los recursos con que contaba el difunto, y por otro lado, por la capacidad
de negociación de los párrocos. En un curato periférico y de reciente creación como
Montserrat, los curas llevaban las de perder. Los fieles de mayores recursos
solían preferir los conventos. Muchos pardos y morenos se inscribían en
cofradías que tenían su sede en otras iglesias. Incluso aquellos que se
enterraban en la parroquia solían reservar algunas limosnas para que se dijeran
misas en las iglesias de los regulares. La parroquia no sólo contaba con una
feligresía pobre, sino que, a diferencia de los curatos rurales, debía convivir
con una vasta oferta devocional, que limitaba notablemente la capacidad de
negociación de los curas.
La solemnidad de los entierros
En cuanto al tipo
de funeral celebrado, éstos se registraban bajo muchas denominaciones
diferentes: mayor, menor, cantado, rezado, de cruz baja, de cruz alta, clásico,
de primera clase, de segunda clase, etc. Aunque algunas de estas categorías
pueden interpretarse como sinónimos, en otros casos se solapan o yuxtaponen, ya
que aluden a diferentes aspectos de la ceremonia, como las características de
la misa, o el tipo de cruz utilizada en el entierro. Por ejemplo, un entierro
con cruz alta podía estar acompañado tanto de una misa cantada como rezada.
Además, los funerales diferían según se tratase de un párvulo o de un adulto.
No solamente se diferenciaban en cuanto al arancel (mucho menor en el caso de
los primeros), sino también en las características de la ceremonia. Por
ejemplo, a diferencia de los adultos, los entierros de párvulos siempre debían
realizarse con cruz baja[96].
Para complejizar aún más el registro, también solía consignarse la presencia de
ministros revestidos o “de sobrepelliz”, así como la cantidad de posas, si es
que se realizaban.
A pesar de la gran
disparidad y variaciones en la confección de las partidas, hemos identificado
en el libro analizado un período medianamente prolongado en el que se mantuvo
un mismo criterio de registro (1776-1790). A lo largo de estos quince años se
utilizaron, con escasas excepciones, sólo tres categorías de entierro: mayor,
menor y rezado. El entierro rezado era el más sencillo de todos y se
correspondía con el arancel mínimo de 2 pesos, aunque también se realizaba de
limosna o por montos menores. Esta categoría constituía el grupo más numeroso,
con el 52% de los difuntos del período. El entierro menor, que implicaba una
mayor solemnidad y correspondía a las personas de “moderadas conveniencias”,
abarcaba el 24% de las inhumaciones, mientras que el mayor, que suponía cruz
alta y misa cantada, sólo comprendía al 8% del total[97].
Contrariamente a lo dispuesto por De la Torre, estas últimas dos categorías
presentaban aranceles muy variables. En el caso de los párvulos, los derechos
exigidos eran más constantes y se atenían a las disposiciones del obispo. En
términos generales, prevalecía un arancel de 2 pesos por el entierro rezado, de
4 por el menor y de 6 por el mayor. Excepcionalmente, el monto podía superar
los 6 pesos en caso de pedirse acompañamiento de ministros y misa “de ángeles”
o “de Gloria”.
Cuadro 6: Clasificación
por tipo de entierro (1776-1790).
Tipos de entierro |
||
Mayor |
162 |
8,42% |
Menor |
467 |
24,27% |
Rezado |
1005 |
52,23% |
Cantado |
1 |
0,05% |
Cruz
baja |
2 |
0,10% |
No
especifica |
287 |
14,92% |
Total |
1924 |
100,00% |
Fuente: Elaboración propia. Los
datos provienen de SGU, Libro de difuntos de la Parroquia de Montserrat, 1770
1800 (LDPM I).
En términos
generales, los entierros mayores eran solicitados por los vecinos más “pudientes”,
especialmente quinteros y medianos comerciantes. Los entierros menores
correspondían a las personas de “moderadas conveniencias”, como algunos
artesanos, pulperos y “gentes de oficio”. En cambio, aquellos que no contaban
con mayores recursos solían recibir un entierro rezado, ya fuera dentro de la
iglesia o en el cementerio. Por otro lado, la condición étnica del difunto,
aunque no era determinante, también marcaba diferencias significativas. A lo
largo de los quince años mencionados identificamos un total de 73 partidas
pertenecientes a españoles peninsulares. De éstas, 26 corresponden a entierros
mayores (36%), 23 a entierros menores (32%) y sólo 3 a entierros rezados (4%).
La proporción de cada una de las categorías es exactamente la inversa a la que
se verifica en el total de partidas. Los registros confirman que, en promedio,
los españoles eran objeto de funerales de mucha mayor solemnidad que el resto
de los difuntos. Exactamente lo contrario sucedía con los negros, pardos e
indios. No es el caso de Montserrat, pero en muchas parroquias los entierros de
castas se registraban incluso en libros separados.
Sin embargo, esta supuesta
correspondencia entre condición étnica y ceremonia fúnebre distaba de ser
mecánica o uniforme. Como afirma Martínez de Sánchez, “hubo muchos
españoles que debieron ser enterrados de limosna mientras pardos libres
tuvieron cierta pompa en sus entierros”[98].La
solemnidad del entierro no dependía tanto del origen o la condición étnica del
difunto, sino de su situación económica y su inserción dentro de la comunidad.
Ya que los españoles eran mayoría dentro del grupo más acaudalado de la
parroquia, resulta lógico que gozaran de una mayor pompa. Sin embargo, no todos
los peninsulares recibieron el mismo tratamiento. Muchos españoles se
desempeñaban como artesanos, algunos de ellos muy pobres, como el zapatero Pedro
Aguilar, que pagó 2 pesos de derechos “pr no alcansar
á mas sus bienes”[99].Además,
los españoles recién llegados no sólo carecían de bienes sino también de
contactos y vínculos dentro de la parroquia. Por ejemplo, Luis Giménez[100],
natural de Málaga, de quien se desconocía su estado y padres, murió como pobre
miserable y quedó a merced de la caridad, debiendo conformarse con un entierro
rezado de cruz baja. Por el contrario, algunos pardos y negros libres eran sepultados
con entierro mayor, sufragando un arancel de más de veinte pesos[101].
Incluso algunos esclavos podían recibir entierros de mayor solemnidad, ya
fuesen costeados por su amo, por un pariente libre, o de su propio peculio. Sólo
por citar un caso, mencionemos el de Francisco, párvulo hijo de esclavos, el
que “pr querer toda Pompa se le pidiodhs de
entierro mayor según el aranzel”[102].
Algunos indios también se enterraban con cierta pompa, como Juana María
Gutiérrez[103],
que hizo testamento y constituyó capellanía, o José Antonio Ortiz[104],
que pagó 15 pesos de derechos y también hizo testamento.
Otro indicador de
distinción social era la realización de posas durante el traslado del cuerpo.
De los 2134 adultos registrados en el libro parroquial, 289 (13,5%) se enterraron
con posas. Los registros confirman que esta práctica era relativamente
frecuente en Buenos Aires, sobre todo en comparación con ciudades vecinas como
Montevideo, donde estas paradas eran mucho más escasas y tenían “un carácter excepcional y elitista”[105].
El número de posas en los entierros analizados variaba ampliamente, aunque lo
más usual eran de 2 a 4 posas por entierro, a razón de 1 peso cada una. Algo
similar sucedía con el acompañamiento de ministros de sobrepelliz, cuyo número
se ajustaba a los deseos y posibilidades del difunto y de su familia.
En las ceremonias funerarias confluían las dos grandes
dimensiones que estructuraban la vida del hombre colonial, la material y la
espiritual. Los elaborados ritos fúnebres, característicos de la piedad barroca imperante, respondían
tanto a una necesidad de legitimación y diferenciación social, como a una
genuina vocación religiosa. En el caso de los sectores más pobres, también
intervenían las restricciones de orden económico y la necesidad de acotar los
gastos al mínimo posible. Como señalan Betancor, Betancur y González, “los motivos estrechaban lazos con las actitudes de
orden material y espiritual hasta diluirse casi por entero”[106].
Una serie de gastos y transferencias de recursos acontecían al final de la
vida, conformándose una “economía de la muerte”, en la que se veían imbricadas
las preocupaciones escatológicas con las de orden mundano, en un complejo
proceso de “espiritualización de los bienes
y de materialización del espíritu”[107].Como
ha señalado José Pedro Barrán, “riqueza,
salvación del alma y familia aparecían unidas hasta la eternidad”[108].
Consideraciones finales
La mayoría de los
trabajos abocados al estudio de las prácticas funerarias en el Río de La Plata
colonial, incluyendo la ciudad Buenos Aires, se han basado en el estudio serial
de testamentos y, en menor medida, en el análisis de otras fuentes, como cofradías
y hermandades. Sólo recientemente los registros parroquiales han comenzado a
ser analizados de forma sistemática por diferentes investigadores abocados al
estudio de la muerte. Los resultados de estas pesquisas tienden a matizar o
refutar algunas de las conclusiones que habían sido previamente extraídas de
las fuentes notariales y erróneamente extrapoladas al conjunto de la sociedad
colonial. El análisis de estas fuentes nos permite recuperar las prácticas y
actitudes adoptadas por otros sujetos y sectores sociales, escasamente
representados en el conjunto de testamentos del período, como blancos pobres,
esclavos, párvulos y castas. Para esto, hemos elegido una parroquia de reciente
creación, situada en una zona periférica de la ciudad y con una población
altamente heterogénea.
De nuestro análisis se desprenden algunos datos que
consideramos particularmente relevantes. En primer término, sobresale el alto
porcentaje de entierros en la propia parroquia. Esta preeminencia de la iglesia
parroquial como lugar de inhumación nos permite matizar la centralidad
tradicionalmente atribuida a las órdenes regulares y recuperar el rol central desempeñado
por el clero secular en el momento de la muerte, especialmente entre los
sectores más pobres de la ciudad. En contrapartida, los regulares adquieren un
papel preponderante en la medida en que nos restringimos a los sectores de
mayores recursos. Las causas que motivaban la elección del lugar de entierro
también variaban y daban cuenta de la amplia gama de factores que influían al
momento de decidir el destino final del cuerpo: la pertenencia a una cofradía u
orden tercera, las restricciones económicas o la devoción del difunto a un
santo o una advocación de la Virgen.
En términos generales, podemos identificar cuatro grandes
grupos dentro de la feligresía de la parroquia. El sector de mayores recursos,
compuesto por quinteros y medianos comerciantes, estaba ligado al barrio de la
catedral por redes de sociabilidad así como vínculos económicos y familiares.
En su mayoría, pertenecían a las órdenes terceras o a cofradías ligadas a los
regulares y muchos poseían también familiares religiosos. Ante la inminencia de
la muerte, casi todos preferían ser enterrados en las iglesias de las órdenes,
mientras que muy pocos elegían el templo parroquial. Otro sector estaba compuesto
por artesanos, pulperos y “gentes de oficio”. Este grupo de “moderadas
conveniencias” se encontraba más ligado al barrio que al centro de la ciudad.
Algunos elegían la parroquia como lugar de entierro, aunque muchos también
pertenecían a cofradías o hermandades y pedían ser enterrados en los conventos.
Por otro lado, la mayor parte de la feligresía no contaba con recursos para
pagar el entierro o bien sufragaba un arancel muy reducido. Este grupo reunía a
artesanos pobres, carreteros, peones y labradores. En su mayoría eran
enterrados en la parroquia, generalmente con un entierro muy simple.
Finalmente, por su ubicación periférica, el barrio congregaba a muchos
forasteros, ya fueran españoles recién llegados o indios de las misiones, así
como mendigos y vagabundos. Estos difuntos no sólo carecían de medios
económicos sino también de vínculos dentro de la comunidad de la parroquia.
Algunos eran enterrados por la Santa Caridad en su cementerio, mientras que otros
eran sepultados por los curas en el camposanto parroquial.
El estudio de las
partidas nos ha permitido indagar otro aspecto escasamente conocido hasta el
momento: el uso de los cementerios en el Buenos Aires colonial. Aunque, hacia
fines del siglo XVIII, la mirada sobre los cementerios comenzaba a cambiar, los
fieles porteños evitaban, en la medida de lo posible, el entierro en el
camposanto. Sin embargo, hemos constatado la presencia de un número
significativo de blancos pobres enterrados en el cementerio, lo cual marca una
diferencia sustancial con respecto a ciudades como Salta. Estos indicios sugieren
que en Buenos Aires la diferenciación social basada en criterios étnicos no era
determinante. Ser blanco no constituía ninguna garantía, dado que muchos
peninsulares eran enterrados fuera de los templos. Ya para 1740, la Santa
Caridad había dejado de enterrar a los españoles dentro de su iglesia. Por otro
lado, algunos pardos y negros libres gozaban de ciertos recursos y podían
acceder a un entierro de mayor solemnidad. El criterio étnico, aunque siguió
siendo una variable fundamental a lo largo de todo el período, parece haber perdido
peso frente a otro tipo de consideraciones, como la situación económica, los
vínculos familiares y la vecindad.
Por otro lado, las
fuentes confirman la coexistencia simultánea de distintas actitudes ante la
muerte en el seno de la sociedad porteña colonial. Algunos fieles y sus
familiares procuraban disminuir al mínimo el costo del entierro, solicitando
una rebaja en el arancel y apelando a la caridad de los curas. Otros, a pesar
de sus cortos bienes y su desventajosa situación social, lograban reunir las
sumas necesarias para costear una cierta pompa en sus funerales y procurarse
todos los sufragios posibles en auxilio de su alma. El análisis sistemático de
los derechos y clases de entierro confirma que casi dos tercios de los difuntos
registrados eran sepultados con la ceremonia más simple, mientras que sólo el
tercio restante era objeto de algún tipo de solemnidad adicional. En cuanto a
los aranceles, estos tampoco se recaudaban sistemáticamente, dependiendo en
gran medida del criterio del cura párroco y de su capacidad de “negociación”
con los feligreses.
Las prácticas y
costumbres funerarias adoptadas por la feligresía de Montserrat reflejaban la
particular situación en que se encontraban las nuevas parroquias. En muchos
aspectos, estos barrios se asemejaban más a los curatos de la campaña que al
centro de la ciudad. Sin embargo, a diferencia de las parroquias rurales, los
nuevos curatos debían sufrir la dura “competencia” de los conventos y las
cofradías del centro. Mientras que los vecinos “pudientes” tendían a preferir
las iglesias de los regulares, los párrocos debían hacerse cargo de una gran cantidad
de feligreses pobres, que apelaban a la caridad de los clérigos ante la
inminencia de la muerte. Los curas intentaron generar sus propias iniciativas,
tendientes a fortalecer el peso de la parroquia dentro del barrio, por ejemplo,
mediante la creación de cofradías de ánimas. Sin embargo, la cercanía de los
conventos y la preeminencia de las órdenes regulares dentro de la piedad
funeraria barroca, dificultaron y retrasaron la constitución de la parroquia
como espacio identitario y lugar de comunión entre vivos y difuntos.
[1]Ariès, Philippe, El hombre
ante la muerte, Taurus, Madrid, 1984. Hidalgo, Adriana,
Morir en Occidente: desde la Edad Media a la
actualidad, Buenos Aires, 2000. Vovelle, Michel, Piétébaroque et déchristianisation en Provenceau XVIII
esiècle. Les attitudes devant la mort d'après les clauses de
testaments, Seuil, París, 1973; La Mort et l'Occident de
1300 à nos jours, Gallimard, París, 1983.
[2] La historia de la muerte ha tenido un
largo y abundante desarrollo en España. A modo de ejemplo, véase: Aranda
Mendíaz, Manuel, El hombre del siglo XVIII en Gran Canaria:
El testamento como fuente de investigación histórico-jurídico,
Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, 1993; De la Pascua
Sánchez, María José, Actitudes ante la muerte
en el Cádiz de la primera mitad del siglo XVIII, Diputación
Provincial de Cádiz, Cádiz, 1984; Martínez Gil, Fernando, Muerte y
sociedad en la España de los Austrias, Universidad de Castilla-La
Mancha, Cuenca, 2000; García Fernández, Máximo, Los castellanos
y la muerte: religiosidad y comportamientos colectivos en el Antiguo Régimen,
Junta de Castilla y León, Valladolid, 1996; Peñafiel Ramón, Antonio, Testamento y buena muerte (un estudio de mentalidades en la Murcia del
siglo XVIII), Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 1987; Reder Gadow,
Marion, Morir en Málaga: testamentos malagueños del siglo
XVIII, Universidad de Málaga, Málaga, 1986. En el ámbito
latinoamericano, la producción reciente ha sido metodológicamente mucho más
rica y ecléctica y de inspiración más variada. Por ejemplo: Lomnitz, Claudio, Idea de la muerte en México, Fondo de Cultura Económica,
México, 2006; Rodrigues, Claudia, Nasfronteiras do além: a
secularização da morte no Rio de Janeiro (séculos XVIII e XIX),
Arquivo Nacional, Río de Janeiro, 2005; Cruz de Amenábar, Isabel, La Muerte: Transfiguración de la Vida, Universidad Católica
de Chile, Santiago de Chile, 1998; Betancor, Andrea, Betancur, Arturo y
González, Wilson, Muerte y religiosidad en el Montevideo
colonial. Una historia de temores y esperanzas, Ediciones de la
Banda Oriental, Montevideo, 2008.
[3] Como señala Sandra Gayol, “el diálogo de los historiadores con la obra de Ariés fue más tardío”.
Gayol, Sandra, “Senderos de una historia social, cultural y política de la
muerte”, en Anuario del Centro de Estudios Históricos “Prof.
Carlos S. A. Segreti”, n° 13, 2015, p. 82.
[4] Caretta, Gabriela y Zacca, Isabel,
“Lugares para la muerte en el espacio meridional andino, Salta en el siglo
XVIII”, en Memoria Americana, n° 15, 2007, p. 138.
[5] Seoane, María Isabel, Sentido espiritual del testamento indiano, Fundación para la
Educación, la Ciencia y la Cultura, Buenos Aires, 1985; Forma y
contenido de los testamentos bonaerenses del siglo XVIII: estudio
iushistoriográfico, Edición del autor, Buenos Aires, 1995; Un salvoconducto al cielo. Prácticas testamentarias en el Buenos Aires
Indiano, Instituto de Investigaciones de Historia del
Derecho-Dunken, Buenos Aires, 2006; Martínez de Sánchez, Ana María, Vida y “buena muerte” en Córdoba durante la segunda mitad del siglo
XVIII, Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti”,
Córdoba, 1996.Para los siglos XVI y XVII, véase Bustos Posse, Alejandra, Piedad y Muerte en Córdoba (Siglos XVI y XVII), Editorial de
la Universidad Católica de Córdoba, Córdoba, 2005.
[6] Martínez de Sánchez, Ana María, 1996, Ob. Cit., pp. 18. La misma autora modifica esta posición en
un trabajo posterior, dando cuenta de las diferentes actitudes y prácticas
adoptadas por cada grupo social en particular. Martínez de Sánchez, Ana María, "La
resurrección de los muertos: significado del espacio sepulcral”, en Hispania sacra, vol. 57, nº 115, 2005, pp. 109-140.
[7] Para los siglos XIX y XX, véase Gayol,
Sandra y Kessler, Gabriel (Eds.), Muerte, política y
sociedad en la Argentina, Edhasa, Buenos Aires, 2015.
[8] Por ejemplo, Caretta Gabriela,
“Ciudades de muertos y funerales de Estado. Paradojas en la construcción de la
religión y la política entre los Borbones y los gobiernos provinciales”, en
Ayrolo, Valentina, Barral, María Elena y Di Stefano, Roberto (Coord.), Catolicismo y secularización, Biblios, Buenos Aires, 2012,
pp. 93-113; Caretta, Gabriela y Zacca, Isabel, 2007, Ob. Cit.;
Caretta, Gabriela y Zacca, Isabel, “Deambulando entre las Eusapias: Lugares de
entierro y sociedad tras la ruptura independentista en Salta”, en: Folquer,
Cinthya y Amenta, Sara (Eds.), Sociedad, cristianismo y
política. De la colonia al siglo XX, Editorial UNSTA, Tucumán, 2010,
pp. 253-280.
[9] Barral, María Elena, De sotanas por la Pampa: religión y sociedad en el Buenos Aires rural
tardocolonial, Prometeo, Buenos Aires, 2007, pp. 175-194.
[10] Los registros parroquiales de la
ciudad de Buenos Aires han sido íntegramente digitalizados por la Sociedad
Genealógica de Utah (en adelante SGU), dependiente de la Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días (mormones) y se encuentran disponibles en su
sitio de internet: www.Familysearch.com. Sobre el acceso y contenido de los
fondos, véase Siegrist, Nora, “Digitalización de documentos de Argentina a
través de la Sociedad Genealógica de Utah. Libros Parroquiales, censos y
ediciones genealógicas. Siglos XVI-XXI”, en Corpus. Archivos virtuales
de la alteridad americana, Vol. 1, nº 2, 2011.
[11] El cura párroco también declaró en el
libro los ingresos percibidos por participar en el entierro de feligreses de
otras parroquias. No hemos incluido estas partidas ya que no ofrecen datos
consistentes y no pertenecen a miembros de la parroquia ni a difuntos
enterrados en ella.
[12] Olivero, Sandra, “Muerte y ritual en
Buenos Aires (1785-1816)”, en: Hernández Palomo, José Jesús (Coord.), Enfermedad y muerte en América y Andalucía (siglos XVI-XX),
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Sevilla, 2004, pp. 513-535.
[13]Vovelle identifica tres dimensiones de
la muerte: la muerte sufrida (mortsubie), la
muerte vivida (mortvécue) y los discursos sobre
la muerte (discours sur la mort). Para una breve explicación
de estas categorías, véase Vovelle, Michel, “Les Attitudes devant la mort,
front actuel de l'histoire des mentalités”, en Archives de
sciences sociales des religions, n° 39, 1975, pp. 20.
[14] A la catedral debemos sumarle el
curato de naturales, activo entre 1646 y 1769. Sobre la división parroquial de
Buenos Aires: Salvia, Ernesto, “La creación de parroquias en la iglesia
particular de Buenos Aires. 1ra parte: desde la Colonia hasta 1923”,
Arzobispado de Buenos Aires, Buenos Aires, 2003, [en línea]
http://www.historiaparroquias.com.ar/document/creacion_parroquias_p1.pdf
[Consulta: 16 de junio de 2018].
[15] Además de las cuatro parroquias
mencionadas, el auto firmado por el obispo establecía la anulación del curato
de naturales con sede en la iglesia de San Juan Bautista. También se fijaban
los límites de una futura parroquia, Nuestra Señora del Socorro, que recién se
terminaría de edificar en 1784.
[16] SGU, Libro de Bautismos de la
Parroquia de Montserrat, 1770-1788 (en adelante LBPM I), f. 4. [en línea]
https://www.familysearch.org/ark:/6190
3/3:1:9396-F6Z2-T?wc=MDBK-G68%3A311514201%2C317493401%2C317493402&cc=1974184
[Consulta: 16 de junio de 2018].
[17] Luqui Lagleyze, Julio, Las iglesias de la ciudad de la Trinidad y Puerto de Santa María de los
Buenos Aires: 1536-1810, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires,
Buenos Aires, 1981, pp. 135.
[18] SGU, LBPM I, f. 4.
[19] García Rozada, Norberto, Cronista Mayor de Buenos Aires, Año 2, Nº 17, 2000, p. 2.
Citado en González, Lidia, “Un barrio del centro y del sur”, en AA. VV, Montserrat: barrio
fundacional de Buenos Aires, Dirección General de Patrimonio e
Instituto Histórico, Buenos Aires, 2012, p. 9.
[20] González, Lidia, 2012, Ob. Cit., p. 9
[21] Vignolo, Gabriel, “El barrio del
tambor. Raíz afroargentina de Buenos Aires,” en AA. VV.,
Montserrat: barrio fundacional de Buenos Aires,
Dirección General de Patrimonio e Instituto Histórico, Buenos Aires, 2012, pp.
21-51.
[22] Olivero,
Sandra, 2004, Ob. Cit., p. 521.
[23] La cifra de mortalidad infantil que
hemos encontrado en nuestro relevamiento es superior a la verificada en
Montevideo (Betancor, Andrea, Betancur, Arturo y González, Wilson, 2008, Ob. Cit., pp. 21), pero muy similar a la registrada por
Olivero (2004, Ob. Cit., pp. 519) en el curato
catedral (49,43%). Según esta última autora, “el
porcentaje es por cierto, muy elevado y lo sería aún más si los registros de
mortalidad infantil no estuvieran tan subvaluados como en verdad lo están”
(Olivero, Sandra, 2004, Ob. Cit., pp.
520).
[24] En línea:
https://www.familysearch.org/ark:/61903/3:1:939D-PLYH-D?wc=M DB
KB23%3A311514201%2C317493401%2C313092801&cc=1974184 [Consulta: 16 de junio
de 2018].
[25] Esta categoría comprende a todos
aquellos difuntos que recibieron sacramentos y tenían hasta 25 años al momento
del deceso. Sólo nos fue posible distinguir esta franja en los pocos casos en
los que se consignó edad. El número real debió ser bastante más elevado.
[26] Si bien en las partidas no se utilizan
los términos “español” ni “peninsular” (ni cualquier otro gentilicio), hemos
podido identificar a este grupo a partir de su lugar de nacimiento. Ya que este
dato no siempre se consignaba, es probable que el número real sea ligeramente
superior al registrado.
[27] Para una breve semblanza de Solá,
véase Udaondo, Enrique, Diccionario biográfico
colonial argentino, Huarpes, Buenos Aires,1945, pp. 847-848.
[28] El auto de erección de los nuevos curatos
facultaba a sus titulares para que “en dhas sus nuevas
Parroquias puedan construir y señalar sepulturas, cementerios, Torres ó
campanario” (SGU, LBPM I, f. 7). Según Luqui Lagleyze (1981, Ob. Cit., pp. 136), el cementerio de Montserrat se
encontraba al lado de la iglesia, “sobre Belgrano y hacia
Lima, haciendo esquina”.
[29] Seoane, María Isabel, 2006, Ob. Cit., p. 43.
[30] Seoane, María Isabel, 2006, Ob. Cit., pp. 46-48.
[31] También contribuía a esta preferencia
la significativa participación de la élite en las diferentes hermandades u
órdenes terceras. Como señala Susan Socolow, frente a la pérdida de prestigio
de algunas cofradías, las terceras órdenes “emergieron como los
principales instrumentos de afiliación religiosa para medianos y grandes
comerciantes, oficiales del ejército y funcionarios civiles”.Socolow, Susan, The Merchants of Buenos Aires 1778-1810. Family and commerce,
Cambridge
University Press, Cambridge, 1978, pp. 93. Sobre los terciarios franciscanos,
véase Udaondo, Enrique, Crónica histórica de la
venerable orden tercera de San Francisco en la República Argentina,
Amorrortu, Buenos Aires, 1920.
[32] Seoane, María Isabel, Ob. Cit., 2006, p. 47.
[33] Olivero, Sandra, 2004, Ob. Cit.
[34] Debe tenerse en cuenta que en el caso
analizado por Olivero (2004, Ob. Cit.) se
suman los entierros efectuados en la iglesia de la Merced a los de la catedral,
ya que, debido a las obras emprendidas en esta última, la primera fungió
temporalmente como sede de la parroquia. Véase Luqui Lagleyze, 1981, Ob. Cit., p. 41.
[35] SGU, LBPM I, f. 4.
[36] SGU, LBPM, f. 12.
[37] Archivo General de la Nación (en
adelante AGN), Sala IX, 06-07-09, Autos seguidos por la Hermandad de la Sta.
Caridad, con los Curas de Sn. Nicolás…, 1772, f. 80.
[38] AGN, Sala IX, 06-07-07, 1806.
[39]Ariès, Philippe, 1984, Ob. Cit., p. 76.
[40] Sabemos por los trabajos de Alejandra
Bustos Posse (2005, Ob. Cit., p.
82) y Ana María Martínez de Sánchez (1996, Ob. Cit., p.
98) que en Córdoba los franciscanos también se encontraban al tope de las
preferencias, aunque la distancia con respecto a las demás órdenes tendiera a
acortarse en el siglo XVIII.
[41]AGN,
Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires (en adelante AECBA), Serie III, t. V., pp. 458.
[42] AGN, AECBA, Ob. Cit.,
p. 459. Como señala Jorge Troisi, los franciscanos acrecientan su poder e
influencia en el Río de La Plata a partir de la expulsión de la Compañía,
avanzando sobre algunas aéreas tradicionalmente asociadas a ésta, como las
instituciones educativas y las misiones. Véase Troisi Meleán, Jorge, “¿Cómo
reemplazar a los jesuitas?”, en Ayrolo Valentina y Machado de Oliveira,
Anderson (Coords.), Historia de clérigos y
religiosas en las Américas. Conexiones entre Argentina y Brasil (siglos XVIII y
XIX), Teseo, Buenos Aires, 2016. Al igual que en otros casos, la
preeminencia de la orden en materia funeraria generaría una serie de disputas y
fricciones con las autoridades locales. En Montevideo, por ejemplo, los
franciscanos se enfrentaron con el cura y vicario eclesiástico por la
prohibición de realizar entierros en su convento. Véase Archivo Histórico de la
Provincia de Buenos Aires (AHPBA), Real Audiencia, Leg. 7-4-4-82, 1793.
[43] Este era el nombre oficial del
convento de la orden seráfica en Buenos Aires, aunque popularmente se lo
llamaba convento de San Francisco.
[44] Los hermanos menores recoletos eran
una vertiente observante de la orden franciscana, originada en Francia en la
década de 1580.
[45] También se registra un entierro en la
capilla de San Roque, contigua al convento de los franciscanos y lugar de
entierro escogido por los hermanos terceros de la orden. Sobre San Roque, véase
Udaondo, Enrique, 1920, Ob. Cit. y
Luqui Lagleyze, 1981, Ob. Cit., pp.
139-141.
[46] Para un panorama general sobre las
cofradías y las órdenes terceras en el Buenos Aires colonial, véase González,
Ricardo, Arte y cofradías. Los signos de la unión,
tesis inédita, Universidad de Buenos Aires, 2005, [en línea]
http://repositorio.filo.uba.ar/handle/filodigital/1357 [Consulta: 16 de junio
de 2018]; González Fasani, Ana Mónica, “El espíritu cofradiero en el Buenos
Aires colonial (siglos XVII-XVIII)”, en Zapico, Hilda (Coord.), De prácticas, comportamientos y formas de representación social en
Buenos Aires (s. XVII-XIX), Universidad Nacional del Sur, Bahía
Blanca, 2006; Siegrist, Nora y Jijena, Lucrecia, “Dos órdenes terciarias en
épocas de la colonia. San Francisco y Santo Domingo: Conformación, reglas,
indulgencias y enterramientos”, en Archivum. Revista de la
Junta de Historia Eclesiástica Argentina, nº 23, 2004.
[47] A diferencia del resto de los curatos,
en el caso de Montserrat, la cofradía precedía en antigüedad a la parroquia.
[48] Algo similar sucedía con quienes
trabajaban para la orden, como el indio Miguel Uría, que “se enterró
en la Sta .Recoleccn de limosna prhaver
servido a dicho Convto.” (SGU, LDPM I, f. 35). Otra
práctica frecuente entre los regulares era la de pagar algunos trabajos con un
número determinado de misas o con una promesa de entierro en el convento, tanto
para la persona que había realizado la tarea como para algún miembro de su
familia. Pueden verse algunos ejemplos en AGN, Sala XIII, 15-02-05,
Mercedarios, Libro de Contratos.
[49] SGU, LDPM I,
f. 23.
[50] SGU, LDPM I, f. 27.
[51] AGN, Sucesiones 3864, Testamentaria de
José Domingo Aristegui.
[52] AGN, Sucesiones 5873, Testamentaria de
José Ferreira.
[53] Debe tenerse en cuenta el costo que
esto suponía. Según el cabildo, la mortaja de los franciscanos tenía un valor
de 25 pesos (AGN, AECBA, Serie
III, t. V., pp. 459), aunque el análisis de testamentarias demuestra una gran
dispersión de precios, consiguiéndose incluso de limosna.
[54] AGN, Sucesiones 3864, Testamentaria de
Fernando Santos de Agüero.
[55] AGN, Sucesiones 8418, Bentura Patron
sobre anular el testamento dado por su mujer…, fs. 5-6.
[56] SGU, LDPM I,
f. 260.
[57] SGU, LDPM I,
f. 40.
[58] SGU, LDPM I,
f. 235.
[59] SGU, LDPM I,
f. 206.
[60] SGU, LDPM I,
f. 100.
[61] SGU, LDPM I.,
f. 307.
[62] Barral, María Elena, De sotanas por la Pampa: religión y sociedad en el Buenos Aires rural
tardocolonial, Prometeo, Buenos Aires, p. 179.
[63] Seoane, María Isabel, 2006, Ob. Cit., p. 47.
[64] SGU, LDPM I, f. 1. El lance “era la distancia que existía entre dos pórticos de madera en las
construcciones, esta medida estaba condicionada por la longitud de la madera
que haría de travesaño.” Rodríguez Trujillo, Wilson Vladimir, Arquitectura de madera en las misiones jesuíticas de Chiquitos
(Bolivia) del siglo XVIII y sus orígenes prehispánicos y europeos,
tesis inédita, Universidad Politécnica de Catalunya, Barcelona, pp. 35, [en
línea] https://upcommons.upc.edu/bitstream/handl
e/2117/93458/TJADG1de2.pdf?sequence=1&isAllowed=y
[Consulta: 16 de junio de 2018].
[65] Cruz de
Amenábar, Isabel, 1998, Ob. Cit., p.
261.
[66] AGN, Sala IX,
31-08-05, exp. 1357, f. 47.
[67] Stoffel, Edgar, Documentos
inéditos de la Santa Visita Pastoral del Obispado del Río de la Plata, 1803 y
1805, Universidad Católica de Santa Fe, Santa Fe, 1992.
[68] AGN, Sala IX, 31-04-04, exp. 367.
[69] Caretta, Gabriela y Zacca, Isabel,
2007, Ob. Cit., p. 141. Exactamente lo
contrario sucedía, según las autoras, con los indios mocovíes, quienes “se enterraban exclusivamente en el exterior del templo”.
[70] AGN, Sala IX, 06-07-09, Autos obrados
por la Vene. Hermd de la Sta Charidad contra
los curas Rectores, 1740.
[71] AGN, Sala IX,
06-07-09, 1740.
[72] SGU, LDPM I,
f. 278.
[73]Ariès, Philippe, 1984, Ob. Cit., pp. 75.
[74] “Mi cuerpo (…) mando sea
enterrado en el campo santo de la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de la
Piedad, de esta ciudad, con entierro menor, rezado, y pido encarecidamente por
amor de Dios a los señores curas respectivos, ejerciten esta obra de caridad,
con el cadáver de una indigna pecadora, en atención a mi notoria pobreza”.
Testamento de la Beata María Antonia de Paz y Figueroa, 6 de marzo de 1799. [en
línea] http://www.mamaantula.org/1799/03/06/Testamento/ [Consulta: 16 de junio
de 2018].
[75] En rigor, la primera mención data de
1773. SGU, LDPM I, f. 50.
[76]AGN, Sala IX,
06-07-07.
[77]Sobre los aranceles de Mancha y
Velazco, véase Frías, Susana, “Aranceles eclesiásticos, norma y costumbre”, en Investigaciones y Ensayos, nº 56, 2008. Una versión resumida
de los mismos se encuentra en Carbia, Rómulo, Historia
eclesiástica del Río de La Plata, t. I. (1536-1673), Casa editora
Alfa y Omega, Buenos Aires, 1914, p. 182.
[78] Para la diócesis de Córdoba hemos
tomado el arancel de 1773, para la de Charcas el de 1770, para La Paz el de
1776 y para Santa Cruz el de 1771. No se incluyó el obispado del Paraguay, ya
que no tenemos datos precisos sobre los aranceles vigentes en esta diócesis.
Sobre los aranceles altoperuanos, véase Acevedo, Edberto Oscar, “Los Aranceles
eclesiásticos altoperuanos (Estudio histórico-jurídico)”, en Revista Chilena de Historia del Derecho, nº 12, 1986. Sobre
la diócesis de Córdoba, véase Ayrolo, Valentina, “Congrua sustentación de los
párrocos cordobeses. Aranceles eclesiásticos en la Córdoba del ochocientos”, en
Cuadernos de Historia, nº 4, 2001.
[79] El monto consignado corresponde al
arancel de Alday, de 1763. Véase Martínez de Sánchez, Ana María, “El arancel
eclesiástico en Cuyo”, en Revista de Historia del Derecho,
nº 36, 2008.
[80] Citado en Frías, Susana, 2008, Ob. Cit., p. 159.
[81] Véase Frías, Susana, 2008, Ob. Cit., p. 152.
[82] Acevedo,
Edberto Oscar, 1986, Ob. Cit., p.
15.
[83] SGU, LDPM I,
f. 32.
[84] SGU, LDPM I, f. 32.
[85] SGU, LDPM I, fs. 32-33.
[86] Aguirre, Rodolfo, “La diversificación
de ingresos parroquiales y el régimen de sustento de los curas. Arzobispado de
México, 1700‑1745”,
en Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad,
nº 142, 2005, p. 226.
[87] Cuando el difunto pertenecía a otra
parroquia, los derechos de cruz se dividían en partes iguales (mitad para la
parroquia de origen y mitad para la que realizaba el entierro). En esos casos
hemos computado los derechos completos. En aquellas oportunidades en que no
coincide la cifra consignada en la partida con la anotación al margen, hemos
tomado por válida esta última, dado que por regla general era la que se volcaba
en el libro de fábrica. Los valores expresados corresponden a pesos de plata de
ocho reales.
[88]
SGU, LDPM I, f. 46.
[89] SGU, LDPM I, f. 118.
[90] SGU, LDPM I, f. 42.
[91] SGU, LDPM I,
f. 50.
[92] SGU, LDPM I,
f. 48.
[93] SGU, LDPM I,
f. 62.
[94] SGU, LDPM I,
f. 187.
[95] SGU, LDPM I, f. 133.
[96]El obispo De la Torre se explaya
largamente sobre este punto en sus “previsiones”. El prelado condena el uso de
la cruz alta en estos casos y ordena expresamente a los curas “que los Parbulos se entierren con cruz sin Asta á diferencia de los
adultos” SGU, LDPM I, f. 15.
[97]A diferencia de Montserrat, “en Montevideo sólo se usaron como distinciones los conceptos mayor y
menor, mientras que la suma de ambos apenas trepa al 10% de las defunciones”,
Betancor, Andrea, Betancur, Arturo y González, Wilson, 2008, Ob. Cit., p. 78.
[98] Martínez de Sánchez, Ana María, 1996, Ob. Cit., p. 97.
[99] SGU, LDPM I, f. 79.
[100] SGU, LDPM I,
f. 83.
[101] SGU, LDPM I,
f. 93.
[102] SGU, LDPM I,
f. 48.
[103] SGU, LDPM I,
f. 74.
[104] SGU, LDPM I,
f. 302.
[105] Betancor,
Andrea, Betancur, Arturo, y González, Wilson, 2008, Ob. Cit.,
p. 82.
[106] Betancor, Andrea, Betancur, Arturo, y
González, Wilson, 2008, Ob. Cit., p.
232.
[107] Betancor,
Andrea, Betancur, Arturo, y González, Wilson, 2008, Ob. Cit.,
pp. 182, 212-213.
[108] Barrán, José Pedro, La espiritualización de la riqueza: Catolicismo y economía en Uruguay
(1730-1900), Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 1998, pp.
57.